Ella no me dio gusto.
– La literatura es testigo de sí misma.
– No me has respondido. No te entiendo.
– Claro que sí, Esteban -soltó el cuchillo-. Todo puede ser objeto de la escritura, porque todo puede ser objeto de la imaginación. Pero sólo cuando es fiel a sí misma la literatura logra comunicar…
Su voz iba ganando en autoridad.
– Es decir, une su propia imaginación a la del lector. A veces eso toma mucho tiempo. A veces es inmediato.
Levantó la mirada del mantel y los cubiertos.
– Ya ves, leo a los poetas españoles clásicos. Su imaginación conectó enseguida con la del lector. Quevedo, Lope. Otros debieron esperar mucho tiempo para ser entendidos. Emily Dickinson, Nerval. Otros resucitaron gracias al tiempo. Góngora.
– ¿Y tú? -pregunté un poco irritado por tanta erudición.
Calixta sonrió enigmáticamente.
– No quiero ver ni ser vista.
– ¿Qué quieres decir?
Me contestó como si no me escuchara. -Sobre todo, no quiero escucharme siendo escuchada. Perdió la sonrisa.
– No quiero estar disponible.
Yo perdí la mía.
Desde ese momento convivieron en mi espíritu dos sentimientos contradictorios. Por una parte, el alivio de saber que escribir era para Calixta una profesión secreta, confesional. Por la otra, la obligación de vencer a una rival incorpórea, ese espectro de las letras… La resolví ocupando totalmente el cuerpo de Calixta. La confesión de mi mujer -"Escribo"- se convirtió en mi deber de poseerla con tal intensidad que esa indeseada rival quedase exhausta.
Creo que sí, fatigué el cuerpo de mi mujer, la sometí a mi hambre masculina noche tras noche. Mi cabeza, en la oficina, se iba de vacaciones pensando…
"¿Qué nuevo placer puedo darle? ¿Qué posición me queda por ensayar? ¿Qué zona erógena de Calixta me falta por descubrir?"
Conocía la respuesta. Me angustiaba saberla. Tenía que leer lo que mi mujer escribía.
– ¿Me dejas leer algunas de tus cosas?
Ella se turbó notablemente.
– Son ensayos apenas, Esteban.
– Algo es algo, ¿no?
– Me falta trabajarlos más.
– ¿Perfeccionarlos, quieres decir?
– No, no -agitó la melena-. No hay obra perfecta.
– Shakespeare, Cervantes -dije con una sorna que me sorprendió a mí mismo porque no la deseaba.
– Sí -Calixta removió con gran concentración el azúcar al fondo de la taza de café-. Sobre todo ellos. Sobre todo las grandes obras. Son las más imperfectas.
– No te entiendo.
– Sí -se llevó la taza a los labios, como para sofocar sus palabras-. Un libro perfecto sería ilegible. Sólo lo entendería, si acaso, Dios.
– O los ángeles -dije aumentando la sintonía de mi indeseada sorna.
– Quiero decir -ella continuó como si no me oyese, como si dialogase solitariamente, sin darse cuenta de cuánto me comenzaba a irritar su sabihondo monólogo-, quiero decir que la imperfección es la herida por donde sangra un libro y se hace humanamente legible…
Insistí, irritado. -¿Me dejas leer algo tuyo? Asintió con la cabeza.
Esa noche encontré los tres cuentos breves sobre mi escritorio. El primero trataba del regreso de un hombre que la mujer creía perdido para siempre en un desastre marino. El segundo denunciaba -no había otra palabra- una relación amorosa condenada por una sola razón: era secreta y al perder el secreto y hacerse pública, la pareja, insensiblemente, se separaba. El tercero, en fin, tenía como tema ni más ni menos que el adulterio y respaldaba a la esposa infiel, justificada por el tedio de un marido inservible…
Hasta ese momento, yo creía ser un hombre equilibrado. Al leer los cuentos de Calixta -sobre todo el último- me asaltó una furia insólita, agarré los preciosos papeles de mi mujer, los hice trizas con las manos, les prendí fuego con un cerillo y abriendo la ventana los arrojé al viento que se los llevó al jardín y más allá -era noche borrascosa-, hacia las montañas poblanas.
Creía conocer a Calixta. No tenía motivos para sorprenderme de su actitud durante la siguiente mañana y los días que siguieron.
La vida fluyó con su costumbre adquirida. Calixta nunca me pidió mi opinión sobre sus cuentos.
Jamás me solicitó que se los devolviera. Eran papeles escritos a mano, borroneados. Estaba seguro: no había copias. Me bastaba mirar a mi mujer cada noche para saber que su creación era espontánea en el sentido técnico. No la imaginaba copiando cuentos que para ella eran ensayos de lo incompleto, testimonios de lo fugitivo, signos de esa imperfección que tanto la fascinaba…
Ni yo comenté sus escritos ni ella me pidió mi opinión o la devolución de las historias.
Calixta, con este solo hecho, me derrotaba.
Barajé las posibilidades insomnes. Ella me quería tanto que no se atrevía a ofenderme ("Devuélveme mis papeles") o a presionarme (" ¿Qué te parecieron mis cuentos?"). Hizo algo peor. Me hizo sentir que mi opinión le era indiferente. Que ella vivía los largos y calurosos días de la casa en el llano con una plenitud autosuficiente. Que yo era el inevitable estorbo que llegaba a las siete u ocho de la noche desde la ciudad para compartir con ella las horas dispensables pero rutinarias. La cena, la partida de ajedrez, el sexo. El día era suyo. Y el día era de su maldita literatura.
"Ella es más inteligente que yo."
Hoy calibro con cuánta lentitud y también con cuánta intensidad puede irse filtrando un sentimiento de envidia creciente, de latente humillación, hasta estallar en la convicción de que Calixta era superior a mí, no sólo intelectual sino moralmente. La vida de mi mujer cobraba sentido a expensas de la mía. Mis horarios de oficina eran una confesión intolerable de mi propia mediocridad. El silencio de Calixta me hablaba bien alto de su elocuencia. Callaba porque creaba. No necesitaba hablar de lo que hacía.
Era, sin embargo, la misma que conocí. Su amor, su alegría, las horas compartidas eran tan buenas hoy como ayer. Lo malo estaba en otra parte. No en mi corazón secretamente ofendido, apartado, desconsiderado. La culpable era ella, su tranquilidad una afrenta para mi espíritu atormentado por la certidumbre creciente:
"Esteban, eres inferior a tu mujer."
Parte de mi irritación en aumento era que Calixta no abandonaba nunca el cuidado de la casa. La vieja propiedad de Huejotzingo se hermoseaba día con día. Calixta, como si su fría herencia angloescandinava la atrajese hacia el mediodía, iba descubriendo y realzando los aspectos árabes de la casa. Trasladó una cruz de piedra al centro del patio. Pulió y destacó el recuadro de arco árabe de las puertas. Reforzó las alfanjías de madera que forman el armazón del techo. Llamó a expertos que la auxiliaran. El arquitecto Juan Urquiaga empleó su maravillosa técnica de mezclar arena, cal y baba de maguey para darle a los muros de la casa una suavidad próxima -y acaso superior- a la de la espalda de una hembra. Y el novelista y estudioso de la BUAP Pedro Ángel Palou trajo a un equipo de restauradores para limpiar el oscuro cuadro del vestíbulo.
Poco a poco fue apareciendo la figura de un moro con atuendo simple -el albornoz usado por ambos sexos- pero con elegancias de alcurnia, una pelliz de marta cebellina, un gorro de seda adornado de joyas… Lo inquietante es que el rostro de la pintura no era distinguible. Era una sombra. Llamaba la atención porque todo lo demás -gorro, joyas, piel de marta, blanco albornoz- brillaba cada vez más a medida que la restauración del cuadro progresaba.
El rostro se obstinaba en esconderse entre las sombras.
Le pregunté a Palou:
– Me llama la atención el gorro. ¿No era costumbre musulmana generalizada usar el turbante?
– Primero, el turbante estaba reservado a los alfaquíes doctores que habían ido en peregrinaje a La Meca, pero desde el siglo XI se permitió que lo usaran todos -me contestó el académico poblano.
– ¿Y de quién es la pintura?
Palou negó con la cabeza.
– No sé. ¿Siempre ha estado aquí, en su casa?
Traté de pensarlo. No supe qué contestar. A veces, uno pasa por alto las evidencias de un sitio precisamente porque son evidentes. Un retrato en el vestíbulo. ¿Desde cuándo, desde siempre, desde que vivían mis padres? No tenía respuesta cierta. Sólo tenía perplejidad ante mi falta de atención.
Palou me observó e hizo un movimiento misterioso con las manos. Bastó ese gesto para recordarme que esta lenta revelación de las riquezas de mi propia casa era obra de mi mujer. Regresó con más fuerza que nunca el eco de mi alma:
"Esteban, eres inferior a tu mujer."
En la oficina, mi machismo vulnerado comenzó a manifestarse en irritaciones incontrolables, órdenes dichas de manera altanera, abuso verbal de los inferiores, chistes groseros sobre las secretarias, avances eróticos burdos.
Regresaba a casa con bochorno y furia en aumento. Allí encontraba, plácida y cariñosa, a la culpable. La gringa. Calixta Brand.
En la cama, mi potencia erótica disminuía. Era culpa de ella. En la mesa, dejaba de lado los platillos. Era culpa de ella. Calixta me quitaba todos los apetitos. Y en el ajedrez me di cuenta, al fin, de lo obvio. Calixta me dejaba ganar. Cometía errores elementales para que un pinche peón mío derrotase a una magnánima reina suya.
Empecé a temer -o a desear- que mi estado de ánimo contagiase a Calixta. De igual a igual, al menos nos torturaríamos mutuamente. Pero ella permanecía inmutable ante mis crecientes pruebas de frialdad e irritación. Hice cosas minúsculamente ofensivas, como trasladar mis útiles de aseo -jabones, espuma de afeitar, navajas, pasta y cepillo dentales, peines- del baño compartido a otro sólo para mí.
– Así no haremos colas -dije con liviandad.
Gradué la ofensa. Me llevé mi ropa a otra habitación.
– Te estoy quitando espacio para tus vestidos. Como si tuviera tantos, la campesina de Minnesota…
Me faltaba el paso decisivo: dormir en el cuarto de huéspedes.
Ella tomaba mis decisiones con calma. Me sonreía amablemente. Yo era libre de mover mis cosas y sentirme cómodo. Esa sonrisa maldita me decía bien claro que su motivo no era cordial, sino perverso, infinitamente odioso. Calixta me toleraba estas pequeñas rebeldías porque ella era dueña y señora de la rebeldía mayor. Ella era dueña de la creación. Ella habitaba como reina la torre silenciosa del castillo. Yo, más y más, me portaba como un niño berrinchudo, incapaz de cruzar de un salto la fosa del castillo.