SOY LA MUJER ANÓMALA
Él a veces se acerca a mí, sobre todo cuando estoy humillada fregando el piso, y me explica a medias algunas cosas. Él y ella andan rondando esta casa desde el Auto de Fe de 1649. Entran y salen. No depende de ellos. A veces hay fuerzas que no los dejan entrar. Otras veces, hay debilidades fácilmente vencibles. Mi madre parecía una vieja tiránica, grosera, frágil. No. Esto me lo dice él. Era muy fuerte. Su fe era auténtica. Era capaz de matar por su fe. Una cosa era la apariencia de su vida cristiana superficial y hasta grotesca, y otra la realidad profunda de su relación con Dios.
– Eras su hija. ¿Nunca te diste cuenta de algo tan claro?
Negué con la cabeza perpetuamente baja.
– Tu madre se disfrazaba detrás de su beatería y su intolerancia. Pero nosotros -Guadalupe y yo- no podíamos vencerla. Bajo la superficie tenía la voluntad de la fe. Era invencible por eso. Era sagaz. Se hacía acompañar de una bestia asociada al Demonio. Su gata Estrellita era un súcubo infernal que la protegía de nosotros.
– ¿Mamá los conocía a ustedes?
– No. Nos sospechaba. Se pertrechaba con nuestras propias armas. Nos obligaba a escondernos, a espiarla, a fingir. La farsa de la Guadalupe la venció. Entendió que nosotros entendíamos y sólo esperábamos. Su fe era sobrenatural, mágica. Se defendía con las armas del Diablo.
– ¿Y ustedes, tú y la gata…?
Me puso el pie sobre la mano. Aguanté el dolor. – La Lupe. ¿Son judíos, por eso los quemaron? -No. Nos quemaron para quitarnos nuestras
riquezas.
– Por judíos. Por codicia. Sin razón.
– No. Tenían razón. Perseguidos, sólo teníamos un aliado. El Demonio.
A veces, cuando lo siento de buenas, le pregunto, ¿qué necesidad tenía de desenterrar el cadáver de mi padre, vestirlo y sentarlo a la cabecera de la mesa?
No se enoja, porque mi pregunta le da la oportunidad de actuar. Arquea la ceja. Sonríe como villano de cine elegante. George Sanders.
– Ya te lo dije. Una casa tan vieja como ésta guarda muchos misterios. Lo de tu padre fue, ¿cómo te diré?, un antipasto, un hors d'oeuvre…
Sonrisa cínica, seductora, adorable.
– Para irte acostumbrando al misterio, querida.
Me atreví: -¿Para qué me quieren?
Él frunció el ceño pero no contestó.
– Si los dos, tú y la Lupe, se bastan…
Me atreví: -Déjenme irme. Prometo guardar silencio.
Entonces me dio una bofetada feroz y salió de la recámara.
Esperó a que me despertara el rumor de los ratones en el patio. Me arrebató la cobija y me puso de pie a la fuerza, arrastrándome a lo alto de la escalera. Miré el correteo feroz de los roedores. Los fue señalando con un dedo índice verdoso, de larga uña negra.
– Relapso de memoria y fama condenadas… Muerto en la hoguera… Impenitente, diminuto, ficto y simulado aconfidente… Juana de Aguirre, mujer casada, que dijo que no era pecado tener acceso carnal con una comadre del Diablo… Manuel Morales, gran judío dogmatista, relajado en estatua por el Santo Oficio… Luis de Carvajal, condenado a ser quemado vivo, convertido para evitar el rigor de la sentencia…
Grité de horror y me sentí yo misma embrujada por la crueldad. Florencio me miró con sorna.
– Hubo caridad también, Leticia. A los reconciliados los llevaron a cárcel perpetua, casa capacísima, donde cumpliesen sus penitencias a vista de los inquisidores. Viven reclusos en esta casa, no derramados por la ciudad. Viven en esta cárcel separados los unos de los otros…
Indicó con el dedo a las ratas corretonas.
– Míralas, Leticia. Allí va María Ruiz, morisca de las Alpujarras, por haber guardado en México la secta de Mahoma… Allí va José Lumbroso, incauto descubierto por no comer tocino, manteca y cosas de puerco, hasta confesar que era burla decir que el Mesías era Jesucristo, a quien llamaba Juan Garrido, y a la Virgen María, Juana Hernández, blasfemos ambos, que no tenían a Jesucristo por Mesías, sino que lo esperaban… Y yo, Florencio Corona, llamado iluso del Demonio que me traía engañado porque yo sabía cosas que sólo el Demonio pudo haberme enseñado…
– ¿Y ella? -pregunté angustiada.
– La sorprendieron -gimió Florencio, mirando al cielo-. Yo se lo pedí. Ella me amaba. Anima enim qui incircucissa fuerit, delebitur de libro viventum, la descubrieron circuncidándome para salvarme y nos quemaron a los dos…
– ¿Y yo?-tuve que imitar su gemido.
Soltó la carcajada.
– A veces -dijo- se nos acaban las fuerzas. Entonces tú debes renovarnos. Cuando te lo ordene, tú debes atarnos a la estaca en el patio, juntar la leña a nuestros pies y prendernos fuego…
– ¿Y si no quiero? -exclamé rebelde, estúpida, vencida de antemano.
– Hay ratas. Hay un leopardo. No tienes salida. Sentí que se esfumaba ante mi mirada.
– Míralos -dijo la voz que se alejaba-. Tienen nombre. Fueron hombres y mujeres. Nos sacrificamos por ellos. Dependen de tu caridad… Siguen vivos porque nosotros morimos de tarde en tarde… Sé buena, Leticia, caritativa, misericordiosa, como fuiste educada, mi amor…
Busco salidas. Es inútil. Las puertas están atrancadas. Las ventanas, tapiadas. El leopardo me vigila, me sigue por doquier con un ojo amarillo y otro azul.
Logro escribir estas hojas a escondidas.
Las tiro a la calle por una rendija del balcón. Ojalá que alguien las lea.
Ojalá que alguien me salve.
La pareja de ratoncitos ha regresado a acompañarme.