Echó un vistazo a la recámara. Lujosa no era. La cama era más bien un catre. Las paredes estaban desnudas, con excepción de un viejo calendario con fecha de quince años atrás y la reproducción de los volcanes, Popocatépetl e Iztaccíhuatl, encarnados en una mujer dormida y un guerrero que la vigila. La silla era de asiento de madera y formaba un todo con el pupitre escolar que Alex abrió para encontrarlo vacío.
El baño adyacente tenía lo indispensable, tina, retrete, lavabo, espejo…
En la recámara, una cortina se corría para revelar un improvisado clóset de donde colgaban media docena de ganchos de alambre.
Alex hubiese querido deshacer cuanto antes su maleta. El cansancio lo venció.
Eran las seis de la tarde y cayó rendido en el catre. No sabía dormir en los aviones y jamás había hecho un viaje tan largo como este, trasatlántico.
Despertó alarmado dos horas más tarde. Acudió al bañito contiguo a la recámara, se echó agua en la cara, se peinó, se ajustó la corbata y se puso el saco.
Salió a saludar a la tía María Serena, consciente de que ella recibía a esta hora.
La señora estaba rígidamente sentada en el centro de un sofá igualmente tieso que ocupaba como si fuese un trono. La sala era iluminada por velas. La tía lo esperaba -esa impresión le dio- inmóvil, apoyando ambas manos sobre la cabeza de marfil -era un lobo- de su bastón. Vestida toda de negro, con una falda tan larga como la de su hermana María Zenaida, que le cubría hasta las puntas los botines negros. Usaba una blusa de olanes negros también, un camafeo como único adorno sobre el pecho y un sofocante negro alrededor del cuello.
El rostro blanco rechazaba cualquier maquillaje: el ceño entero lo decía a voces, las frivolidades no son para mí. Sin embargo, usaba una peluca color caoba, sin una sola cana y mal acomodada a su cabeza. Su única coquetería -pensó Alex reprimiendo la sonrisa- eran unos anticuados pince-nez -quevedos en castellano, tradujo, obedeciendo a su madre muerta, Alejandro-, esos lentes sin aro plantados con desafío sobre el caballete de la nariz. Alejandro, abonado a la Cinemateca Francesa de la Rue d'Ulm, los asoció con los lentes rotos y sangrantes de la mujer herida en los escalones de Odessa del Acorazado Potemkin…
– Buenas noches, tía.
Ella no contestó. Sólo movió imperialmente una mano indicando el asiento apropiado a Alex.
– Voy al grano, sobrino, como es mi costumbre. Nos distanció de tu madre su errada decisión de casarse con un manirroto como tu padre. Cuando la Providencia te da los bienes de su cornucopia afrentas a Dios dilapidándolos. Sufrimos por tu madre, déjame decirte. Nos dio gusto saber que venías a vernos.
– El gusto es todo mío, tía Serena.
– Desconozco tus proyectos…
– Quiero trabajar, quiero…
– No te apresures. Toma tu tiempo. Estás en tu casa.
– Gracias.
– Pero observa nuestras reglas. Te soy franca. Mi hermana y yo no nos llevamos bien. Caracteres demasiado opuestos. Horarios distintos. Entiende y respeta.
– Pierda usted cuidado.
– Segunda regla. Nunca entres o salgas por la puerta principal. Usa sólo la puerta trasera al lado de tu recámara, sobre el jardincillo público. Sal de la cocina al jardín.
– Sí, ya lo noté.
– Que nadie te vea entrar o salir.
– ¿Horarios de comida? -dijo Alex para cambiar un tema que le resultaba enojoso.
– Comida a las dos. Tú y mi hermana. Merienda a las ocho. Tú y yo.
– ¿Y el desayuno? Digo, no se preocupe. Estoy acostumbrado a hacérmelo yo mismo.
– Tú no te preocupes, niño -ella sonrió por vez primera-. Panchita viene a las seis de la mañana a hacer el aseo y preparar las comidas. Te advierto. Es sordomuda.
Me miró, realmente, con cuatro ojos, como si los lentes tuvieran vida aparte de la mirada miope. Se levantó.
– Y ahora vamos a cenar tú y yo. Cuéntamelo todo.
Era una cena fría dispuesta en la mesa de un comedor sombrío iluminado, como la sala, sólo por candelabros. La tía iba a servirse las carnes -jamón, rosbif, pechugas de pollo- cuando Alex se le adelantó y le sirvió el plato.
– Vaya con el caballerito -volvió a sonreír María Serena-. Y ahora, cuéntame tu vida.
Alex durmió profundamente y se levantó temprano. Se aseó y fue a la cocina. Panchita ya tenía hervido el café de olla y listo un plato de pan dulce. Alex la saludó con una inclinación de la cabeza. Panchita no le respondió. Era una india seca, de edad indeterminada, con el pelo resueltamente negro, jalado hasta formar un chongo en la nuca. Alex sorprendió una sonrisa cuando la sirvienta se acercó a calentar tortillas en un viejo brasero. Panchita no tenía dientes y quizás por eso y por ser muda mantenía la boca cerrada. Era baja, igual que sus patronas, pero enteca, correosa.
Alex la miró con ojos sonrientes. Ella le contestó con una mirada de tristeza y resignación. Se lavó las manos. Se quitó el delantal. Se cruzó el pecho con el rebozo. Abrió la puerta trasera. Se volteó y miró al hombre joven con una insondable cara de alarma y advertencia. Salió. Alex se quedó bebiendo el café y mirando hacia el parque público donde los niños jugaban fútbol.
De las tías, ni señas.
Alex salió al parque, dio la vuelta a la casa y encontró la calle principal, la Ribera de San Cosme.
Notó un gran abandono. Ya no había casas viejas, como la de las tías. Lo llamativo era que los edificios que podían suponerse "modernos" mostraban ventanas sin vidrios o con vidrios rotos, paredes cuarteadas, puertas obstruidas por bolsas negras llenas de basura, puertas que invitaban a penetrar largos patios flanqueados por dos pisos de habitaciones. Entró a una de ellas.
Las mujeres recargadas en los pasillos con barandales de fierro lo miraron con indiferencia. O quizás no lo miraron.
Otra vez afuera, comenzó a distinguir el ajetreo citadino, el paso de transeúntes y de automóviles, los comercios baratos -ferreterías, lencerías, misceláneas, dulcerías, tiendas perfumadas de queso y leche.
Gente ocupada. Nadie volteaba a verlo. Intentó saludar.
– Buenos días.
Nadie le respondió. Miradas esquivas.
Regresó a la casa por la parte indicada. La puerta trasera.
María Zenaida estaba en la cocina, preparando el almuerzo.
– Niño de mis ojos -le plantó un beso en la frente-. ¿Qué vas a hacer hoy?
– Bueno -caviló Alejandro-. No conozco la ciudad. Quizás empiece por hacer turismo.
Sonrió. Ella no le devolvió la sonrisa.
– La ciudad se ha vuelto muy peligrosa, Alejandro. No camines. Puede pasarte alguna desgracia.
– Tomaré un autobús. Un taxi.
– Te pueden secuestrar -Zenaida cortaba minuciosamente los tomates, las cebollas, las zanahorias en una tablita.
Rió. -Nadie pagaría el rescate.
– Eres muy distinguido. Bien vestido. Guapo. Pareces riquillo.
– ¿Quiere usted que me ponga jeans y una sudadera para disimular?
– Seguirías siendo bello. De raza le viene al galgo.
– No exagere, tía.
– Deseable -dijo con los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Me deja ayudarla? Las cebollas…
– Ya sé -sonrió la tía y negó con la cabeza.
Alex esperó sin nada que hacer, recostado en la cama, hasta las dos de la tarde, cuando bajó a comer con la tía María Zenaida.
Esta vez, el plato único estaba servido. Una sopa de verduras abundante.
– Alex. Cuando termines de comer, sal a darte una vuelta.
– Ya salí en la mañana. No vi nada de interés, tía. Además, usted misma me advirtió que…
– No me hagas caso. Soy una vieja collona.
– Bueno, con mucho gusto me daré una vuelta.
– ¿Sabes? -la tía levantó la mirada del plato-.
Los vecinos creen que nadie vive aquí. Como nosotras nunca salimos…
– Querida tía. Yo soy su huésped -dijo Alex cortésmente-. Dispongan de mí. Usted y su hermana.
– Ay chiquilín, no sabes lo que dices…
– ¿Perdón?
– Muéstrate en la calle. Que crean que alguien… que nosotras… seguimos vivas…
Alex hizo cara de sorpresa.
– Siguen, tía? ¿Alguien cree que están muertas?
– Perdón, Alejandro. Quise decir, que estamos vivas…
– No la entiendo. ¿Quiere que salga para que la gente crea que usted y su hermana están -o siguen-vivas?
– Sí.
– Entonces, ¿por qué me obligan a salir por la puerta de la cocina? Así, nadie se va a enterar…
Zenaida bajó la cabeza y se soltó llorando.
– Todo esto me confunde terriblemente -sollozó-. Serena es más inteligente que yo. Que te lo explique ella.
Se levantó intempestivamente y se fue dando saltitos, como una conejita.
Alex leyó toda la tarde. Este inesperado arribo a un país y a una casa nuevos y sin exigencias inmediatas de trabajo era oportunidad delectable para leer y él traía consigo, como un cordón umbilical que lo ligaba a París, las Confesiones de un hijo del siglo de Alfred de Musset. La educación francesa le permitía, gracias a Musset, entrar a una época romántica, postnapoleónica, que Alejandro de la Guardia, en secreto, hubiese querido vivir. Fantasiosamente se imaginaba vestido, peinado, ajuareado como un dandy de la época. Leía:
Quand la passion emporte l'homme, la raison le suit en pleurant et en l'avertissant du danger: mais des que l'homme s'est arrété… la passion lui crie: "Et moi, je vais donc mourir?"
Esa excitación pasional ya no existía en Francia. Seguramente, en México tampoco. Alejandro de la Guardia reiteró su única certidumbre juvenil: la resignación.
Sí, en Musset se encontraba la mejor recreación de una época. Pero Alex también traía, para alternar lecturas -era costumbre suya- una edición de bolsillo de La vérite sur Bébé Donge de Simenon. Musset le daba el pecho a su tiempo, para el amor y para la guerra. Simenon miraba por una cerradura al suyo. Alex se sintió un poco hijo de ambos.
Salió a las ocho a cenar con la tía Serena. Es decir, pasó de la recámara junto a la cocina al comedor donde lo esperaba ya, sentada a la cabecera, la vieja tía. Le sirvió a Alejandro, apenas tomó asiento el sobrino, una taza de chocolate espeso y humeante. Un platón de pan dulce completaba la merienda. Quizás el joven esperaba una cena más abundante y su mirada decepcionada no escapó a la atención de la tía.
– Esto es lo que en México llamamos una merienda, sobrino. Una cena ligera para dormir ligero. Estamos a más de dos mil metros de altura y una cena pesada te daría, perdón, pesadillas.