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Abandonó el pie y, siempre de rodillas, se volteó a mirarme.

– Acérquese. Tóquela.

Yo no sabía qué hacer. Veía el pie desnudo pero el cuerpo estaba oculto bajo los edredones.

– ¿El pie? -inquirí.

El viejo afirmó con la cabeza.

No me hinqué. Me agaché. Toqué el pie asomado. Me incorporé, aterrado. Había tocado hielo. Un pie blanco, sin sangre. Un pie muerto.

Sentí terror y náusea. No entendía la situación.

El viejo hincado me imploró.

– Por favor. Toque. Acaricie.

Cerré los ojos y le obedecí. A mi tacto, poco a poco, regresó el color a ese pie helado. El color y el calor.

Emil Baur me miró con los ojos llenos de lágrimas.

– Gracias -me dijo-. Gracias. Al fin.

3

El diagnóstico resultó cierto. Le dije a Baur que estábamos ante un caso típico de narcolepsia aguda. Como ésta suele manifestarse cuando el paciente se queda dormido en medio de la tranquilidad o la monotonía, un médico tendría que observar el caso en vivo, digamos, viendo al paciente en su rutina para saber si, súbitamente, en medio de la normalidad cotidiana, se queda dormido.

La otra posibilidad -continué con mi apreciación- era una cataplexia recurrente. En estos casos, el paciente suele caer al suelo súbitamente sin perder el conocimiento. El ataque puede ser provocado -lo dije con la cara más seria- por una risa incontrolable. (Me abstuve de contar el caso de un hombre que murió de un ataque de risa en un cine, viendo a Laurel y Hardy.)

– ¿Puede ser a causa de una fuerte emoción? -preguntó el ingeniero.

Afirmé con la cabeza.

– Doctor, yo vivo aislado en el desierto. ¿Está usted conforme en que el caso requiere atención constante?

– Así es. El paciente requeriría hospitalización a fin de ser observado día y noche. Los signos de la enfermedad se presentan sin previo aviso.

– Por desgracia, mi esposa no puede ser trasladada a otro lugar.

– Le aseguro, ingeniero, que las ambulancias son…

– ¿Seguras? ¿Bien equipadas? No se trata de eso. Mi pregunta la hice en silencio.

– Alberta se moriría si pone un pie fuera de la recámara.

– ¿Por qué?

– Porque nunca, desde que nos casamos, la ha abandonado.

– ¿Quiere decirme que durante treinta años ha vivido encerrada aquí?

– Desde que nos casamos.

– Espero que haya contado con asistencia -dije con cierta severidad.

– Aquí sólo vivimos ella y yo. Yo atiendo a todas las necesidades de mi mujer.

Yo iba a decir "En ese caso, salgo sobrando." Me cerró la boca la misteriosa revelación del pie, primero y enseguida, cuando Baur me condujo a la cabecera del lecho y apartó levemente el edredón, la negra cabellera desparramada del ser que allí yacía.

No dije "mujer" porque no me constaba. He aprendido a aceptar, sin sobresaltos, la imaginación de los seres humanos y su disposición a adaptar la realidad a sus deseos, a sus sueños, a sus pesadillas, a sus perversiones… La figura con el cuerpo cubierto por el edredón y la faz oculta por la cabellera no tenía, para mí, sexo. Podía ser un hombre con pelo largo. ¿Alberta o Alberto? Yo no iba a rendirme, en esta situación excepcional, a ninguna afirmación que no me constara -es hombre, es mujer, nada previo a la prueba.

Baur cubrió rápidamente la cabeza del ser durmiente, su "mujer" según él. Introduzco esta nota de escepticismo porque ahora me doy cuenta de que, desde el primer instante, quise poner a prueba todas las palabras de mi anfitrión, incluso las que se referían -sobre todo las que se referían- a la persona de su "mujer".

– Alberta Simmons.

Levanté la mirada y descubrí en los ojos viejos de Emil Baur un fulgor perdido al fondo de la mirada. Era la inconfundible chispa del amor.

– Se lo ruego.

– Necesito algunas medicinas, algunos…

– Aquí tengo todo lo necesario.

– Es que la paciente…

– Sea usted paciente -dijo Baur porque no me oyó bien.

Entonces pensé que la persona escondida bajo los edredones era no sólo paciente, sino paciente. Intenté, sin éxito, sonreír. Pero acordé quedarme, felicitándome por mi previsión. Traía conmigo no sólo mi negro maletín profesional, sino una maleta de viaje con mudas de ropa, artículos de aseo, hasta un libro.

Nunca se sabe…

– Los dejo solos -dijo Baur con una voz apagada por la emoción.

Me acerqué al lecho. Aparté con suavidad el edredón que cubría el cuerpo. Miré la larga cabellera negra que ocultaba la cara bocabajo. Un movimiento curioso me hizo llegar con la mano hasta el cráneo. Retiré la mano. Había tocado, debajo de la masa de pelo, una cabeza fría.

Audacia. Falta de respeto. Impunidad. Me salía sobrando cualquier autoacusación. Arranqué de un golpe la peluca sedosa y encontré una cabeza rapada en la que el pelo, espinoso, volvía a crecer lentamente. Notoriamente. Tuve la sensación de que era mi tacto lo que hacía brotar el pelo de esa cabeza que, a menos que yo alucinara, estaba totalmente calva cuando le quité la peluca.

Tan lo creí que poco a poco fui bajando la mano a las mejillas de este ser inerte al que Baur presentaba como "Alberta, mi mujer." Al contacto con mis dedos, la piel de Alberta -acepté el nombre- adquiría tibieza, como si mi mano médica poseyese poderes de recuperación hasta ese instante insospechados por mí.

Entusiasmado (lo admito ahora), sentado al filo de la cama, recorrí el rostro dormido. Cada caricia mía parecía despertar de su sueño a la mujer. ¿Y si tocaba sus labios, hablaría? ¿Y si rozaba sus ojos, los abriría?

Cerré los míos, invadido por la extraña sensación de que no estaba ya cumpliendo funciones de galeno, sino de brujo. Confieso el miedo que me dio ver a la mujer.

Aparté de la cama mis ojos cerrados.

Los abrí.

Posado sobre el buró de noche, mis ojos descubrieron un retrato.

Era el mío.

Era yo.

Era mi cara.

Parpadeé furiosamente, como en un trance.

Entonces ella abrió los ojos. Ojos negros. Me miró lánguidamente y dijo con una voz del fondo del tiempo:

– Has regresado. Gracias. No me abandones mas.

Me aparté, presa de un pánico que luchaba equitativamente con mi disciplinada atención médica del fenómeno.

Alberta continuaba cubierta por el edredón hasta la barbilla, protegida, como una niña dormilona e inepta para la vida.

Yo me llegué hasta la puerta, salí de la recámara, no quería, por el momento, mirar hacia atrás… Salí. En el corredor me tropecé con Emil Baur.

– ¿Qué le sucede? -me preguntó con una voz, esta vez, alarmada.

– Mi retrato -dije intentando permanecer en calma, a pesar de un incontrolable jadeo.

– ¿Cuál retrato? -preguntó Baur.

– Yo… Allí… Junto a la cama.

– No le entiendo -dijo el viejo, guiándome de regreso a la recámara.

Me apretó el brazo.

– Mire usted, doctor. Es mi foto. Alberta siempre ha tenido mi foto al lado de su cama.

Era cierto. El retrato posado sobre el buró era el del ingeniero Emil Baur, con treinta años menos.

– Le juro que vi el mío -le dije.

Él, hasta donde era posible en ese rostro momificado, sonrió.

– Vio usted lo que quería ver. Dejó de sonreír.

– Quiso verse, mi querido doctor, en mi lugar.

4

Decidí quedarme en esa casa lúgubre. Primero, por deber profesional. Luego, por natural curiosidad. Finalmente, por algo que se llama pasión y que no se explica ni racional ni emotivamente, ya que la pasión abruma a la mente y sujeta las emociones a una búsqueda exigente e incómoda de la razón.

La pasión arrebata. Deja sin emoción a la razón y a la emoción sin razón. Arrebata porque se basta.

Esperaba una recámara propia. Baur me suplicó -era una orden prácticamente militar- quedarme en la recámara de Alberta, observarla día y noche. ¿No había dicho yo mismo que estos casos se dan bajo el signo de la sorpresa? ¿Que así como el paciente cae en el más profundo sueño, puede despertar súbitamente?

Alguien tiene que estar aquí, añadió Baur, para ese momento.

– ¿El despertar?

– Sí.

– ¿Usted lo ha intentado?

– Sí.

– ¿Qué pasó?

– Perdí el poder -dijo altivamente.

– ¿Cree que yo lo tengo? -lo contrarié con humildad, sin entender de qué poder se trataba.

– No lo creo. Lo sé. Lo he visto.

– ¿Cuando le toqué el pie?

– Sí.

¿Qué cosa había en la mirada que acompañó tan sencilla afirmación? ¿Derrota, resignación, esperanza, perversidad? Acaso un poco de todo. Lo confirmó su siguiente frase.

– Tóquela, doctor. Reconózcala con sus manos.

– Sí, pero…

– Sin límite, doctor. Sin prohibición alguna. No se mida…

Me dio la espalda, como si quisiera ocultarme la angustia o la vergüenza de la situación.

Sus instrucciones no hacían falta. Un médico se siente autorizado a auscultar plenamente a un enfermo.

Quizá me convencí, en ese instante, de que Baur quería la recuperación de su esposa pero, absurdamente, no deseaba verme tocarla. Iba a decirle que no se preocupara, era un examen médico. Pero él ya se había retirado.

Me dejó frente a la puerta de la recámara. No sé qué diabólico espíritu se apoderó de mí. Recordé fugitivamente la disciplina a la que fui sometido como estudiante de medicina en Heidelberg. Sólo que entonces no tuve esta poderosa sensación de placer, un placer sin límite, sin pecado, porque el marido complaciente de esta mujer me la entregaba no sólo por razones médicas. Seguramente su impotencia sexual -admitida por él mismo con sorprendente candor en un hombre de reputación temible, imperialista, villista, nazi, viril- me hacía entrega de las llaves de ese cuerpo frío, inerte, desconocido, al que ahora me correspondía calentar, mover, conocer… Médico y amante.

Casi reí. Casi. La puerta de la recámara se cerró detrás de mí. Mi maletín médico, pero también mi maleta de viaje, estaban al pie de la cama. No había ventanas. Tres paredes estaban acolchadas, como en un manicomio. La cuarta la cubría una ancha y larga cortina carmesí. Sobre una mesa había un lavabo y un jarrón con agua vieja. Me asomé con curiosidad. Una nata la cubría… Como por descuido, descansaba al lado del recipiente un jabón sin perfume. Busqué lo que faltaba. Debajo de la cama asomaba un bacín de porcelana carcomida por el óxido.

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