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No había un segundo lecho. El que debía corresponder -casi sonreí- a los huéspedes. Pero la cama donde yacía "Alberta" era de tamaño matrimonial.

Pongo su nombre entre comillas porque el incidente de la peluca negra y la cabeza rapada me hacía dudar, pese a todo. Sólo había, por supuesto, una manera de averiguar si me las había con mujer u hombre. El ingeniero, después de todo, me había autorizado a explorar sin límites ese cuerpo. A pesar de ello, un extraño pudor se apoderaba de mí apenas me acercaba a la figura cubierta de edredones, como si el permiso de Emil Baur se convirtiese, perversamente, en prohibición que yo me imponía a mí mismo.

No poseía, en otras palabras, el coraje necesario para conocer, de un golpe, la verdad. O acaso la libertad que me otorgaba mi anfitrión yo mismo la convertía en temeroso misterio. Poseía, eso sí, la cobertura profesional, cada vez más frágil, de ser un médico auscultante.

El hecho es que, detenido de pie junto a esa figura, volví a acariciarle la cabeza ya sin asombrarme de que, a mi tacto, la cabellera brotase cada vez con más vigor: negra, lustrosa, captando luces que este sitio no autorizaba.

Me hinqué entonces al lado de la figura y apartando la profusa cabellera descubrí un rostro de acusados perfiles, agresivo aun en el sueño, como si su vida onírica fuese, más que una segunda existencia, el manantial mismo de su personalidad oculta, retenida, sumergida por eso mismo que yo diagnostiqué como narcolepsia o -mi propia segunda opinión-cataplexia recurrente. Los rasgos de "Alberta" eran tan poderosos que mal se avenían con mi idea de una fe religiosa -la menonita- identificada con el pacifismo, la no violencia, la no resistencia.

El perfil de "Alberta", la nariz larga y aguda, la tez gitana, las cejas muy pobladas, la delgada y prominente estructura ósea, la espesura negra de las pestañas, los gruesos, sensuales labios, la barbilla ligeramente saliente, desafiante, mal se avenían, además, con el estado perdido, narcoléptico, de mi paciente…

Me dije a mí mismo esa palabra -"paciente"- y en el acto dudé de su propiedad. La fuerza de los rasgos de esta persona no sólo desmentía la pasividad de su estado. Anunciaba un poder dormido por el momento pero que, al despertar, se afirmaría de manera avasallante.

"Alberta" no me dio miedo. Y sin embargo, yo era el amo de su actual esclavitud. Estaba en mis manos. Mi palma abierta sintió el aliento de su nariz. No era una respiración tibia. Era ardiente. Descendí, amedrentado, a los labios. Los rocé. Estoy seguro de que estaban blancos, drenados de sangre. Al tocarlos, les devolví el color. Y algo más: el habla.

Movió los labios.

Dijo: -No piense eso.

Iba a pedirle que se explicase. Me detuvieron dos cosas. Era una voz de mujer. Y mi experiencia médica me indicó que era inútil inquirir. La mujer hablaba sin haber recuperado la conciencia. Las frases siguientes vinieron a confirmar mi opinión.

– ¿Sabe usted?

Sin dejar de tocarle los labios, acerqué el oído a su voz.

– Duerma tranquilo.

Asentí en silencio.

– Olvide esas cosas.

Retiré la mano de los labios y Alberta calló. Sus palabras inconexas, casi ininteligibles, me produjeron una especie de náusea, como si una parte olvidada o desconocida de mí mismo las entendiera, pero no mi persona actual.

Alberta abrió los ojos negros como el carbón, pero como éste, escudo del diamante.

Yo sentí que las posiciones se revertían, que ella despertaba, me miraba y ahora era yo quien caía, sin poderlo evitar, bajo el poder de una mirada hipnótica. Era como si los ojos de Alberta fuesen dos agujas que penetraban con poderes fluctuantes en mi cuerpo, potenciando por un momento el flujo de la sangre sobre la lucidez mental, hasta ahogar el pensamiento revirtiendo enseguida el proceso: la sangre parece huir, abandonando una mente perfectamente clara pero igualmente vacía.

Yo sabía lo suficiente para dudar entre el poder hipnótico que los ojos abiertos de Alberta ejercían sobre mí y el poder de la autohipnosis que el despertar de la mujer provocaba, como una especie de defensa, en mí también.

Quería huir del despertar de la bella durmiente. Temblé de miedo.

Me entregué al azar.

5

Nunca podré distinguir entre lo que propiamente era una auscultación profesional del cuerpo de Alberta y lo que, con certeza onírica, era la posesión del cuerpo de Alberta.

¿No me había dado permiso el marido de explorar el cuerpo de su mujer?

¿Explorar implicaba poseer? ¿Conquistar?

Acaso sólo quería trazarle una forma.

Mis sensaciones eran como la corriente alterna en electricidad. Por momentos acariciaba un cuerpo ardiente, convulso, que clamaba amor. Ya no cabía duda, era mujer, era dueña de una piel más blanca que su rostro sombrío, como si la cara hubiese estado expuesta a un sol inclemente y el cuerpo sólo conociese la sombra. Quizá porque las zonas oscuras de la piel -los pezones grandes, redondos como monedas olvidadas en el fondo de una cueva, el vello negro ascendiendo hasta cerca del ombligo- eran tan sombrías que iluminaban el resto del cuerpo tendido, excitante y vivo cuando yo lo tocaba, exangüe apenas lo abandonaba. ¿Pude pensar, para mi vergüenza y horror, que ese cuerpo de mujer vivía dos momentos separados pero contiguos, instantáneos aunque sucesivos, como una luz eléctrica que se enciende y se apaga sin tregua? ¿Que uno de esos momentos era el de la vida y el otro el de la muerte? ¿Y que esta misma, la muerte, alternaba en Alberta el fallecimiento somático, el cuerpo sin vida ya y la muerte molecular, en la que los tejidos y células siguen respondiendo a estímulos externos por cierto tiempo?

Me sorprendió el cinismo de mi respuesta física.

Me desnudé rápidamente, abracé a la mujer, consigné el pálpito acelerado de su sangre, el revivir de su piel entera, froté con placer mi pene erecto contra la selva de su pubis, ella gimió, yo penetré su sexo con fuerza, con temblor, hasta lo más hondo y escondido de la vagina, sintiendo cómo mis pelos frotando contra su clítoris la excitaban fuera de todo control, tomando cuidado de que sólo el vello, como ala de pájaro, tocara la intimidad de su placer, tan externo como profundo era el mío.

Alberta gimió cuando los ritmos de ambos placeres se conjugaron. Abrió los ojos en vez de cerrarlos. Me miró.

Me reconoció.

Estoy seguro. Una cosa es ser mirado por alguien. Otra, ser reconocido.

Adentro de ella, reteniendo mi orgasmo con un acto de voluntad suprema, traté de entender sus nuevas palabras.

– Has regresado. No sabes cuánto lo he deseado.

Yo, instintivamente, me uní a sus palabras como un extraño que descubre después de una jornada de marchas forzadas en el desierto un fresco río fluyente y se sumerge en sus aguas.

¿Era un espejismo?

Lo puse a prueba: bebí.

– Yo también.

– ¿Te quedarás conmigo?

– Sí. Claro que sí.

– ¿Me lo juras?

– Te lo juro.

– ¿Cómo sé que la próxima vez que te vayas regresarás?

– Porque te amo.

– ¿Tú me amas?

– Lo sabes.

– No basta. Otras veces vienes, prometes y luego te vas…

– ¿Qué quieres decir?

– No basta.

– ¿Qué más puedo darte?

– Amarme ya no es un misterio para ti.

– No, tienes razón. Es una realidad.

Alejó mi cabeza de la suya.

– Pero yo no soy razonable -murmuró.

No aguanté más. Un diálogo puramente casual, azaroso, intuitivo, había encajado perfectamente con las palabras de la mujer, asombrando y desarticulando mi voluntad. No aguanté más. Me vine poderosamente como si mi cuerpo fuese en ese momento el árbitro de la vida y de la muerte, me vine con un rugido y el torso levantado, mirándola mientras ella se mordía la mano para no gritar y no cerraba los ojos como lo dicta el protocolo del orgasmo.

Tampoco me miraba a mí.

Giré el cuello para ver si yo veía lo mismo que ella.

Ella miraba con una mezcla de burla, satisfacción y temor casi infantil a la cortina carmesí del cuarto que sólo entonces sentí sofocante.

Caí, sin embargo, satisfecho sobre el hombro de Alberta. La abracé. Libré una mano para acariciarle el hombro, el brazo…

Rocé en ese cuerpo desnudo -por eso me llamó la atención- un pequeño espacio recubierto. Traté de adivinar. Era una tela adhesiva pegada al antebrazo. Ella se dio cuenta de mi insignificante descubrimiento y rápidamente ocultó el brazo debajo de la almohada. Su cuerpo vibraba con una nueva vida. Lo digo sin ambages. Yo había conocido a una hembra yacente, prácticamente muerta, por lo menos ausente del mundo.

Ahora esa mujer vigorizada, esta menonita prisionera que se parecía más bien a una heroína bíblica, una Judith resurrecta, se incorporó, me tomó de la mano, me obligó a hincarme, desnudos los dos, al pie de la cama, comenzó a murmurar: "Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados; bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia; bienaventurados los perseguidos, porque de ellos es el reino de los cielos…"

Entonces, con calma, se incorporó, tomó el aguamanil, se hincó frente a mí y procedió a lavarme los pies, sin dejar de murmurar,

– La iglesia de Dios es invisible. La iglesia de Dios está separada del mundo.

Lo decía con convicción. También con miedo. Miraba con insistencia hacia la cortina carmesí. Yo mismo volteé a mirarla. Juro que percibí un

movimiento detrás del terciopelo del lienzo.

Alberta interrumpió su oración. Yo ya la conocía. Era el Sermón de la Montaña. Los menonitas aprenden a recitarlo de memoria.

– Bienaventurados los perseguidos -murmuró Alberta y calló.

Me miró mirando la cortina.

Su mirada me interrogó.

Sentí que estábamos siendo observados. ¿Ella también lo sentía?

– ¿Tienes miedo de que mi marido nos sorprenda?

Trastabillé. -Sí, un poco.

– No te preocupes. Le gusta.

– ¿Le gusta o lo quiere?

– Las dos cosas.

– ¿Por qué?

– Porque me vas a acompañar.

– Él te puede acompañar. Lleva treinta años acompañándote.

– Pero tú me haces vivir -dijo con una sonrisa francamente odiosa, llena de desprecio, rencor y amenaza.

– Ven -le dije suavemente, tomándola del brazo. Ven. Recuéstate. No te fatigues demasiado.

Porque sentí que se desvanecía, como si el esfuerzo de amar y de orar la hubiesen vaciado.

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