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La imagen de mi mujer había desaparecido. Era un puro espacio blanco, sin efigie.

Era el anuncio -lo entendí- de mi propia muerte.

Corrí a la ventana, asustado por el vuelo de las palomas en grandes bandadas blancas y grises. Vi lo que me fue permitido ver.

La joven Calixta Brand, la linda muchacha a la que conocí y amé en los portales de Puebla, descansaba, bella y dócil, en brazos del llamado Miguel Asmá.

Otra vez, como en el principio, ella hizo de lado, con un ligero movimiento de la mano, el rubio mechón juvenil que cubría su mirada.

Como el primer día.

Abrazando a mi esposa, Miguel Asmá ascendía desde el jardín hacia el firmamento. Dos alas enormes le habían brotado de la espalda adolorida, como si todo este tiempo entre nosotros, gracias a una voluntad pesumbrosa, Miguel hubiera suprimido el empuje de esas alas inmensas por brotarle y hacer lo que ahora hacían: ascender, rebasar la línea de los volcanes vecinos, sobrevolar los jardines y techos de Huejotzingo, el viejo convento de arcadas platerescas, las capillas pozas, las columnas franciscanas, el techo labrado de la sacristía de San Diego, mientras yo trataba de murmurar:

– ¿Cómo ha podido este joven robarme mi amor?

Algo de inteligencia me quedaba para juzgarme como un perfecto imbécil.

Y abajo, en el jardín, Cuca y Hermenegilda y Ponciano miraban asombrados el milagro (o lo que fuera) hasta que Miguel con Calixta en sus brazos desaparecieron de nuestra vista en el instante en que ella movía la mano en gesto de despedida. Sin embargo, la voz del médico y jardinero árabe persistía como un eco llevado hasta el agua fluyente del alfa, que ayer seco, ahora un río fresco y rumoroso que pronosticaba, lo sé, mi vejez solitaria, cuando en días lluviosos yo daría cualquier cosa por tener a Calixta Brand de regreso.

Lo que no puedo, deseándolo tanto, es pedirle perdón.

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