– Tienen en común no sólo la raza semita -prosiguió Miguel Asmá-, sino el destino ambulante, la fuga, el desplazamiento…
– Vagos -interpuse ya con ánimo de ofender.
Miguel Asmá no se inmutó. -Peregrinos. Maimónides judío, Avicena musulmán, ambos maestros eternos de una medicina destilada, señor Durán, esencial.
– De manera que me han enviado a un curandero árabe -volví a reír.
Miguel se rió conmigo. -Quizás le aproveche la lectura de La guía de perplejos de Maimónides. Allí entendería usted que la ciencia y la religión son compatibles.
– Curandero -me carcajeé y me largué de allí.
Al día siguiente, Miguel, desde temprana hora, estaba trabajando en el jardín. Poco a poco la maleza desaparecía y en cambio el viejo Ponciano reaparecía ayudando al joven médico-jardinero, podando, tumbando las hierbas altas, aplanando el terreno.
Miguel, bajo el sol, trabajaba con un taparrabos como única prenda y vi con molestia las miradas lascivas que le lanzaba la criadita Hermenegilda y la absoluta indiferencia del joven jardinero.
– ¿Y usted? -interpelé al taimado Ponciano-. ¿No que no?
– Don Miguel es un santo -murmuró el anciano.
Ah, ¿sí? ¿A santo de qué? -jugué con el lenguaje.
– Dice que los jardineros somos los guardianes del Paraíso, don Esteban. Usted nunca me dijo eso, pa'qués más que la verdá.
Seductor de la criada, aliado del jardinero, cuidador de mi esposa, sentí que el tal Miguel me empezaba a llenar de piedritas los cojones. Estaba
influyendo demasiado en mi casa. Yo no podía abandonar el trabajo. Salía a las nueve de la mañana a Puebla, regresaba a las siete de la tarde. La jornada era suya. Cuando la Cuca comenzó a cocinar platillos árabes, me irrité por primera vez con ella.
– ¿Qué, doña Cuca, ahora vamos a comer como gitanos o qué?
Ay, don Esteban, viera las recetas que me da el joven Miguelito.
– Ah sí, ¿cómo qué?
– No, nada nuevo. Es la manera de explicarme, patrón, que en cada plato que comemos hay siete ángeles revoloteando alrededor del guiso.
– ¿Los has visto a estos "ángeles"?
Doña Cuca me mostró su dentadura de oro.
– Mejor todavía. Los he probado. Desde que el joven entró a la cocina, señor, todo sabe a miel, ¡viera usted!
¿Y con Calixta? ¿Qué pasaba con Calixta?
– Sabe, señor Durán, a veces la enfermedad cura a la gente -me dijo un día el tal Miguel.
Yo entendí que el efebo caído en mi jardín encandilara a mi servicio. Trabajaba bajo el alto sol de Puebla con un breve taparrabos que le permitía lucir un cuerpo esbelto y bien torneado donde todo parecía duro: pecho, brazos, abdomen, piernas, nalgas. Su única imperfección eran dos cicatrices hondas en la espalda.
Más allá de su belleza física, ¿qué le daba a mi mujer incapacitada?
La venganza. Calixta era atendida con devoción extrema por un bello muchacho en tanto que yo, su marido, sólo la miraba con odio, desprecio, o indiferencia.
¿Qué veía en Calixta el joven Miguel Asmá? ¿Qué veía él que no veía yo? ¿Lo que yo había olvidado sobre ella? ¿Lo que me atrajo cuando la conocí? Ahora Calixta envejecía, no hablaba, sus escritos estaban quemados o arrumbados por mi mano envidiosa. ¿Qué leía Miguel Asmá en ese silencio? ¿Qué le atraía en esta enferma, en esta enfermedad?
Cómo no me iba a irritar que mientras yo la despreciaba, otro hombre ya la estaba queriendo y en el acto de amarla, me hacía dudar sobre mi voluntad de volverla a querer.
Miguel Asmá pasaba el día entero en el jardín al lado de Calixta. Interrumpía el trabajo para sentarse en la tierra frente a ella, leerle en voz baja pasajes de un libro, encantarla, acaso…
Un domingo, alcancé a escuchar vergonzosamente, escondido entre las salvajes plantas cada vez más domeñadas, lo que leía el jardinero en voz alta.
– Dios entregó el jardín a Adán para su placer. Adán fue tentado por el demonio Iblis y cayó en pecado. Pero Dios es todopoderoso. Dios es todo misericordia y compasión. Dios entendía que Iblis procedía contra Adán por envidia y por rencor. De manera que condenó al Demonio, y Adán regresó al Paraíso perdonado por Dios y consagrado como primer hombre pero también como primer profeta.
Miró intensamente con sus ojos negros bajo la corona de pelo rubio y ensortijado.
– Adán cayó. Mas luego, ascendió.
De manera que tenía que vérmelas con un iluminado, un Niño Fidencio universitario, un embaucador religioso. Me encogí, involuntariamente, de hombros. Si esto aliviaba a la pobre Calixta, tant mieux, como decía mi afrancesada madre. Lo que comenzó a atormentarme era algo más complicado. Era mi sorpresa. Mientras yo la acabé odiando, otro ya la estaba queriendo. Y esa atención tan tierna de Miguel Asmá hacia Calixta me hizo dudar por un instante. ¿Podría yo volver a quererla? Y algo más insistente. ¿Qué le veía Miguel a Calixta que yo no le veía ya?
De estas preguntas me distrajo algo más visible aunque acaso más misterioso. En pocas semanas, a las órdenes de Miguel Asmá y sus entusiastas colaboradores -Ponciano el viejo jardinero, Hermenegilda la criada obviamente enamoriscada del bello intruso y aun la maternal doña Cuca, rebosante de instinto-, el potrero enmarañado en que se había convertido el jardín revertía a una belleza superior a la que antes era suya.
Como el jardín se inclinaba del alfiz que enmarcaba la puerta de entrada al alfaque que Calixta observaba el día entero como si por ese banco de arena fluyese un río inexistente, Miguel Asmá fue escalonando sabiamente el terreno a partir del patio con su fuente central, antes seca, ahora fluyente. Un suave rumor comenzó a reflejarse sutilmente, tranquilamente, en el rostro de mi esposa.
Con arduo pero veloz empeño, Miguel y su compañía -¡mis criados, nada menos!- trabajaron todo el jardín. Debidamente podado y escalonado, empezó a florecer mágicamente. Narcisos invernales, lirios primaverales, violetas de abril, jazmín y adormideras, flores de camomila en mayo convirtiéndose en bebida favorita de Calixta. Azules alhelíes, perfumados mirtos, rosas blancas que Miguel colocaba entre los cabellos grises de Calixta Brand, jajá.
Estupefacto, me di cuenta de que el joven Miguel había abolido las estaciones. Había reunido invierno, primavera, verano y otoño en una sola estación. Me vi obligado a expresarle mi asombro.
Él sonrió como era su costumbre. -Recuerde, señor Durán, que en el valle de Puebla, así como en todo el altiplano mexicano, coexisten los cuatro tiempos del año…
– Has enlistado a todo mi servicio -dije con mi habitual sequedad.
– Son muy entusiastas. Creo que en el alma de todo mexicano hay la nostalgia de un jardín perdido -dijo Miguel rascándose penosamente la espalda-. Un bello jardín nos rejuvenece, ¿no cree usted?
Bastó esta frase para enviarme a mi dormitorio y mirar la foto antigua de Calixta. Perdía vejez. Iba retornando a ser la hermosa estudiante de las Ciudades Gemelas de Minnesota de la que me enamoré siendo ambos estudiantes. Dejé caer, asombrado, el retrato. Me miré a mí mismo en el espejo del baño. ¿Me engañaba creyendo que a medida que ella rejuvenecía en la foto, yo envejecía en el espejo?
No sé si esta duda, transformándose poco a poco en convicción, me llevó una tarde a sentarme junto a Calixta y decirle en voz muy baja:
– Créeme, Calixta. Ya no te deseo a ti, pero deseo tu felicidad…
Miguel el jardinero y doctor levantó la cabeza agachada sobre un macizo de flores y me dijo:
– No se preocupe, don Esteban. Seguro que Calixta sabe que ya han desaparecido todas las amenazas contra ella…
Era estremecedor. Era cierto. La miré sentada allí, serena, envejecida, con un rostro que se empeñaba en ser noble pese a la destrucción maligna de la enfermedad y el tiempo. Su mirada hablaba por ella. Su mirada escribía lo que traía dentro del alma. Y la pregunta de su espíritu a mí era: "Ya no soy bella como antes. ¿Es esta razón para dejar de amarme? ¿Por qué Miguel Asmá sabe amarme y tú no, Esteban? ¿Crees que es culpa mía? ¿No aceptas que tampoco es culpa tuya porque tú nunca eres culpable, tú sólo eres indolente, arrogante?"
Miguel Asmá completó en voz alta el pensamiento que ella no podía expresar.
– Se pregunta usted, señor, qué hacer con la mujer que amó y ya no desea, aunque la sigue queriendo…
¡Cómo me ofendió la generosidad del muchacho! No sabía su lugar…
“Pon siempre a los inferiores en su sitio” -me aconsejaba mi madre, q.e.p.d.
– No entiendes -le dije a Miguel-. No entiendes que antes yo dependía de ella para tener confianza en la vida y ahora ella depende de mí y no lo soporta.
– Va a vengarse -murmuró el bello tenebroso.
– ¿Cómo, si es inválida? -contesté exasperado aún por mi propia estupidez, y añadí con ferocidad-. Mi placer, sábetelo, nene, es negarle a Calixta inválida todo lo que no quise darle cuando estaba sana…
Miguel negó con la cabeza. -Ya no hace falta, señor. Yo le doy todo lo que ella necesita.
Enfurecí. -¿Cuidado de enfermero, habilidad de jardinero, condición servil?
Casi escupí las palabras.
Atención, señor. La atención que ella requiere.
– ¿Y cómo lo sabes, si ella no habla?
Miguel Asmá me contestó con otra interrogante. -¿Se ha preguntado qué parte podría usted tener ahora de ella, habiéndola tenido toda?
No pude evitar el sarcasmo. -¿Qué cosa me permites, chamaco?
– No importa, señor. Yo he logrado que desaparezcan todas las amenazas contra ella…
Lo dijo sin soberbia. Lo dijo con un gesto de dolor, rascándose bruscamente la espalda.
– Ha carecido usted de atención -me dijo el joven-. Su mujer perdió el poder sobre las palabras. Ha luchado y sufrido heroicamente pero usted no se ha dado cuenta.
– ¿Qué importa, zonzo?
– Importa para usted, señor. Usted ha salido perdiendo.
– ¿Ah, sí? -recuperé mi arrogante hidalguía-. Ahora lo veremos.
Caminé recio fuera del jardín. Entré a la casa. Algo me perturbó. El cuadro me atrajo. La imagen del árabe tocado por un turbante se había, al fin, aclarado, como si la mano de un restaurador artífice hubiese eliminado capa tras capa de arrepentimientos, hasta revelar el rostro de mirada beatífica y labios crueles, la nariz recta y la cabeza rizada asomándose sobre las orejas.
Era Miguel Asmá.
Ya no cabía sorprenderse. Sólo me correspondía correr escaleras arriba, llegar a mi recámara, mirar el retrato de Calixta Brand.