– Usted me admitió como amante de su mujer. ¿Por qué?
– Para mirarlos. Para admirar la posesión viril de mi mujer.
– ¿Por qué?
– Porque la trató como si estuviera viva. Yo la amé, ingeniero. La poseí sexualmente. Sólo otro muerto podía hacerlo.
No supe qué contestarle.
Se levantó y lo seguí. Me condujo hasta la puerta.
Salimos a un crepúsculo turbio, cerrando la puerta para que no escapara la bruma.
Caminamos por el desierto un corto trecho. El terreno se estaba quebrando. Baur me condujo hasta un espacio poco visible en la inmensidad del erial.
Me indicó las dos lápidas horizontales, tendidas como lechos de piedra en la tierra.
ALBERTA SIMMONS
1920-1945
GEORG VON REITER
1910-1945
Se alejó de mí lentamente, dándome la espalda, dueño de la tierra que pisaba, pero expulsado de la muerte que no supo compartir.
Soplaba con fuerza el viento del desierto. El calor del día se transformaba en noche helada.
Emil Baur nos miraba desde los altos ventanales de su salón.
Yo la vi venir de lejos.
Era ella, con su belleza agresiva, fosforescente, negra.
Se acercó a mí poco a poco.
Me, habló.
– Dime algo, por favor. Dime lo que sea.
Vestía igual que en su alcoba y caminaba con los pies descalzos.
La tomé de la mano.
Ella apretó la mía.
Emil Baur murmuró solitario en su mansión del desierto:
– Podemos partir de la muerte al amor. Podemos postular la muerte como condición del amor.
Ella me miró con los ojos oscuros, no por el color, sino por las sombras.
– ¿No tienes otra pasión? -me dijo Alberta-. ¿No quieres a otra?
– Sí, quiero a otra.
– ¿Quién es? -ella bajó la mirada.
– Tú misma, Alberta. Tú eres la otra. Como eras cuando vivías.
Alberta y yo nos alejamos tomados de la mano. El desierto es inmenso y solitario.
Y ocupar un cuerpo vacío es vocación de fantasmas.
Pasaron volando en formación las aves del invierno.
– ¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen de ellos? -murmuró Emil Baur-. ¿Se confunde la muerte con el paso del sueño?
Guardó silencio un momento y luego entonó: -¿Se confunde la muerte con el paso del sueño? ¿Pude salvar a más muertos? ¿Sólo a dos entre millones? ¿Bastan dos cuerpos rescatados para perdonarme? ¿Hasta cuándo nos seguirán culpando? ¿No comprenden que el dolor de las víctimas ya fue igualado por la vergüenza de los verdugos?
Eternamente sentada al lado de Emil Baur en la sala de la mansión del desierto, supe, una vez más, que mi propia voz no sería escuchada por mi marido. Yo sólo era el fantasma que servía de voz a otros fantasmas. ¿Qué iba a decirle para cerrar este libro una vez más, antes de iniciarlo de vuelta?
– Emil, ¿crees que salvas tu responsabilidad resucitando una y otra vez a Georg y a Alberta? ¿No te das cuenta de que yo misma estoy siempre a tu lado? No me importa que nunca me mires o me dirijas la palabra. Soy tu mujer, Emil. Soy La Menonita. Me has despojado de nombre. Me has vuelto invisible. Pero yo soy tu verdadera mujer, Emil Baur. Yo vivo siempre a tu lado. ¿Ya no me recuerdas? ¿Por qué no tienes una sola fotografía mía en esta casa?
Sonreí y suspiré al mismo tiempo, mirando la grotesca colección de retratos, el Káiser, el Centauro, el Führer.
– Un día tendrás que verme a la cara. Yo sé que sólo me usas para darle voz a tus espectros. Si me mirases, tendrías que darme la palabra a mí y quitársela a ellos. No te engañes, Emil Baur. Yo soy tu verdadero fantasma.
Él no me miró. Nunca me mira. No admite mi presencia. Pero yo sé por qué estoy en esta casa embrujada. Estoy para contar. Estoy para repetirle una y otra vez la historia a mi marido Emil Baur. Para salvarme, como Scherezada, de una muerte cada noche gracias a la voz de una mujer que murió hace treinta años:
"En Chihuahua todo el mundo sabe del ingeniero Emil Baur. No sé si esta es la manera más correcta de empezar mi relato…”