– ¿Y qué te dijo?
– Guá, chica, ¿qué me iba a decir? Que estaba enamorado de mí, que no hacía sino pensar en mí a todas horas y que si yo no sentía lo mismo.
– ¿Y tú qué le contestaste?
– Pues le contesté la verdad, que yo también lo quería.
– ¿Y cómo lo sabes?
– Lo sé desde hace tiempo. Porque me tiemblan las manos cuando él se acerca, porque me siento rara cuando él está lejos…
– Entonces, ¿ahora son novios?
– Claro.
– ¿Y qué cosa es ser novios?
– Chica, ¡tú sí que preguntas! Ser novios es mirarnos mucho y decirnos que nos queremos, cuando podemos.
– ¿Y no te ha besado?
– Todavía no. Pero en cuanto me pida un beso, palabra de honor que se lo doy…
Como se acercaba Juanita Lara, aliviada del calambre, Marta cortó la charla y se lanzó de espaldas a la corriente del río. Las aguas del Paya arrastraron un trecho, dulcemente, su silueta en botón, su perfil de medalla, sus nacientes senos pequeñitos y duros como ciruelas.
Carmen Rosa ayudaba a doña Carmelita y a Olegario en el trabajo de la tienda. No vendía queso para no ensuciarse las manos al cortarlo, ni servía el trago de ron o yerbabuena a los bebedores. Pero atendía a las mujeres que iban a comprar telas elementales, liencillo, zaraza, género blanco, y cintas para adornarse, o despachaban papeletas de quinina, frascos de jarabe, paquetes de algodón. A veces necesitaba treparse al mostrador para descolgar una olla de peltre o un rollo de mecate. También llevaba las cuentas porque Olegario se equivocaba siempre en las sumas y la vista cansada de doña Carmelita solía confundir el cinco con el tres.
El negro Güeregüere nunca compraba nada. Era un negro costeño de Guanta o Higuerote, marinero en su remota juventud a bordo de una goleta contrabandista que hacía viajes innumerables a Curazao, Trinidad y Martinica. Ahora estaba viejo, casi tan viejo como el señor Cartaya y nadie recordaba cuándo llegó a Ortiz y por qué se había quedado en el pueblo. Güeregüere nunca trabajó por dinero sino a cambio de la comida, bebida o ropa. Iba a buscar agua al río si le proporcionaban un almuerzo, ayudaba dos semanas en un conuco a trueque de un par de alpargatas y realizaba tareas aún más arduas por una botella de ron. Se emborrachaba al tercer trago y hablaba entonces, o simulaba hablar, en idiomas extranjeros que no conocía pero que imitaba con sagaz intuición.
– Carmen Rosa, juat tiquin plis brindin palit de ron for Güeregüere -entraba mascullando en su arbitraria fonética inglesa.
O bien:
– Si vú plé, que es que cé, le mesié Güeregüere con si con sá, mercí pur le torcó.
Llegaba hasta meterse con las lenguas muertas en virtud de haber sido amigo, compañero de parrandas y feligrés del padre Tinedo:
– Dóminus vobiscum, turris ebúrnea, salva espiritu tuo brindandum tragus Güeregüerum.
Carmen Rosa estallaba de risa y le servía el trago, a escondidas de doña Carmelita y de Olegario, por supuesto, que bien se cuidaba Güeregüere de no entrar a «La Espuela de Plata» sino cuando ellos estaban ausentes. Y permanecía un rato frente al mostrador divirtiendo a Carmen Rosa con aquellas extrañas jerigonzas.
– Tu mamá comin pliqui. Güeregüere spic basirruc, raspinflai gudbai.
Otro visitante, cuando se hallaba sola en la tienda, era Celestino. Celestino tenía apenas un año más que ella pero le llevaba de altura toda la cabeza. Se enamoró de Carmen Rosa desde que tuvo uso de razón. La esperaba a la salida de la escuela, plantado en la esquina, estirado y soportando sol como un cardón. La seguía luego hasta la casa, a más de veinte pasos de distancia, y la miraba con unos ojos anhelantes y profundos, con una ternura que era una larga súplica. A medida que ambos crecían, le iba creciendo el amor a Celestino y extendiéndosele por todo el cuerpo, como la sangre. Pero nunca se atrevió a decirle nada porque estaba seguro de lo que ella iba a responderle, que no lo quería, y entonces sería preciso renunciar a todo, inclusive a la esperanza. A aquella dulce, dolorosa, infundada esperanza.
– Buenas tardes, Carmen Rosa.
– Buenas tardes, Celestino.
Y callaba mirándola a hurtadillas para no parecerle impertinente, sobrecogido por el angustioso temor de que llegaran a serle incómodas sus visitas. El paludismo le había agudizado más los pómulos, entristecido más la mirada.
– ¿Qué hay de nuevo? -decía ella por romper un largo silencio.
– Nada. Se le murió la burra negra a la señora Socorro, de una gusanera…
Y se mordía los labios al comprender que estaba diciendo una torpeza, una vulgaridad inadecuada.
– Anoche se cayó la pared más alta de la casa de los Vargas en la calle real -decía, cambiando de tema-. ¿Te acuerdas?
Se acordaba Carmen Rosa. Celestino la llevó una vez a las ruinas de esa casa que conservaba intactas la puerta principal y una ventana por la cual asomaban a la calle las ramas desesperadas de un árbol. Al trasponer la puerta, el interior derrumbado explicaba la fuga del árbol, su atormentado afán de escapar de aquella desolación. Quedaba una pared muy alta, al fondo, cubierta de grietas y costras amarillas, arañada por enredaderas salvajes. De la pared emergía una viga rota, como un brazo partido, como un oscuro muñón implorante. Celestino se perdió entre los escombros y volvió al rato con un pichón de paloma poncha que había cazado para ella.
Ahora también le traía regalos: doradas naranjas de San Sebastián, un peine que le compró al turco Samuel, gonzalitos en castaño y amarillo, paraulatas en sepia y gris.
– Gracias, Celestino -decía Carmen Rosa, muy seria.
Pero no sonreía cuando él le hablaba, ni cuando la paraulata rompía a cantar sobre el mostrador, y Celestino comprendía una vez más que era mejor no decirle nada porque, al responderle ella que no lo quería, tendría que renunciar a todo, inclusive a la esperanza.