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Ella reflexionó antes de contestar:

– Helmut decía que estaba fatigado, que no tenía la energía de antes. Veíamos a algunos amigos, pero, como usted ha observado, no tantos como antes. Aunque no todo lo que hacíamos está anotado en la agenda.

– Eso no lo sabía. Pero este cambio me parece muy interesante. Usted no lo mencionó cuando le pregunté.

– Por si no lo recuerda, comisario, usted me preguntó por mis relaciones sexuales con mi marido. Desgraciadamente, no están anotadas en la agenda.

– Aparece con frecuencia el nombre de «Erich».

– ¿Y por qué supone que eso puede ser importante?

– No he dicho que fuera importante: sólo que el nombre aparece con regularidad durante los últimos meses de vida de su marido. Unas veces, seguido de la inicial H y otras veces, solo.

– Como ya le he dicho, no todas nuestras citas están en la agenda.

– Pero éstas eran lo bastante importantes como para que su marido las anotara. ¿Puede decirme quién es ese Erich?

– Erich. Erich y Hedwig Steinbrunner. Los más antiguos amigos de Helmut.

– Y de usted, ¿no?

– También son amigos míos, pero Helmut los conocía desde hacía más de cuarenta años, y yo sólo desde hace dos, por lo que es lógico que los considere más amigos de Helmut que míos.

– Entiendo. ¿Podría darme su dirección?

– Comisario, no sé qué importancia pueda tener esto.

– Ya le he explicado por qué me parece importante. Si no quiere usted darme la dirección, estoy seguro de que otros amigos de su marido me la darán.

Ella soltó rápidamente una dirección y explicó que estaba en Berlín, luego se interrumpió mientras él sacaba el bolígrafo y lo apoyaba en el papel que aún tenía en la mano. Cuando lo vio preparado, repitió las señas despacio, deletreando cada palabra, incluso Strasse , lo que pareció a Brunetti una alusión excesiva a su estupidez.

– ¿Es todo? -preguntó cuando él acabó de escribir.

– Sí, signora . Muchas gracias. ¿Puedo hablar ahora con la criada?

– No veo la necesidad.

Él, como si no la hubiera oído, preguntó:

– ¿Está en el apartamento?

Sin contestar a esto, la signora Wellauer se levantó y se acercó a un cordón que colgaba de la pared, tiró de él y, se situó delante de la ventana, de cara a los tejados de la ciudad.

Poco después, se abrió la puerta y entró la criada. Brunetti esperó a que la signora Wellauer dijera algo, pero ella permanecía rígida y muda delante de la ventana, dándoles la espalda. Brunetti no tuvo entonces más remedio que tomar la iniciativa, y dijo a la criada, de modo que ambas mujeres pudieran oírle:

– Signora Breddes, me gustaría hablar con usted unos minutos, si no tiene inconveniente.

La mujer asintió, pero no dijo nada.

– Quizá podríamos ir al estudio del maestro -sugirió Brunetti, pero la viuda seguía mirando por la ventana, impasible. Él fue hasta la puerta, se paró e hizo un ademán invitando a la mujer a precederle y la siguió por el pasillo hasta el estudio que ya conocía. Cerró la puerta y señaló una silla. Ella se sentó y él volvió a ocupar el sillón del escritorio.

Era una mujer de unos cincuenta y cinco años y llevaba un vestido oscuro que podía ser señal tanto de su condición como de luto. El largo hasta media pantorrilla era anticuado y el corte hacía resaltar su extrema delgadez, sus hombros estrechos y su pecho liso. La cara, de ojos muy juntos y nariz muy larga, armonizaba con el cuerpo. Sentada como estaba en el borde de la silla, recordaba al comisario a una de aquellas aves zancudas y de cuello largo que se posaban en los pilotes de los canales.

– Me gustaría hacerle unas preguntas, signora Breddes.

– Signorina -rectificó ella automáticamente.

– Supongo que no habrá dificultad en que hablemos en italiano.

– Por supuesto que no. Llevo viviendo aquí diez años. -Su tono daba a entender que su observación le parecía ofensiva.

– ¿Cuánto tiempo ha trabajado para el maestro, signorina ?

– Veinte años. Diez en Alemania y diez aquí. Cuando el maestro compró este apartamento, me pidió que viniera a cuidar de él. Yo accedí. Hubiera ido a cualquier sitio por el maestro. -Por la manera en que lo dijo, Brunetti comprendió que, para ella, tener que vivir en Venecia, en un apartamento de diez habitaciones, era un sufrimiento que aceptaba de buen grado por devoción a su señor.

– ¿Usted administra la casa?

– Sí. Estoy aquí desde que la compró. Él vino para dar instrucciones sobre los muebles y la pintura y yo me encargué de hacerlas cumplir y organizarlo todo. Desde entonces he cuidado de la casa cuando él no estaba.

– ¿Y cuando estaba?

– También.

– ¿Con qué frecuencia venía él a Venecia?

– Dos o tres veces al año. Casi nunca más.

– ¿Venía a trabajar? ¿A dirigir?

– A veces. Pero también a ver a sus amigos o para asistir a la Bienal. -La mujer imprimía en sus palabras un acento que daba a entender que consideraba estas cosas vanidades terrenas.

– ¿Cuáles eran sus obligaciones, cuando estaba aquí el maestro?

– Yo guisaba, aunque en las fiestas venía una cocinera italiana. Elegía las flores. Supervisaba el trabajo de las criadas. Son italianas. -Esta aclaración, supuso el Comisario, explicaba la necesidad de la supervisión.

– ¿Quién hacía la compra? La comida, el vino…

– Cuando el maestro estaba aquí, yo confeccionaba el menú y todas las mañanas enviaba a las criadas al Rialto a comprar verduras frescas.

Brunetti estimó que ya la había preparado para empezar a contestar el verdadero interrogatorio.

– Así que cuando el maestro se casó usted ya trabajaba para él.

– Sí.

– ¿Supuso su matrimonio algún cambio? Me refiero a cuando venía a Venecia.

– No sé a qué se refiere -dijo la mujer, aunque era evidente que lo sabía.

– En la organización de la casa. ¿Cambiaron sus responsabilidades después de que él se casara?

– No. A veces, guisaba la signora , pero no muy a menudo.

– ¿Algo más?

– No.

– ¿Le causó algún problema la hija de la signora?

– Ninguno. Comía mucha fruta. Pero eso no suponía ningún inconveniente.

– Ya. Entiendo -dijo Brunetti sacando un papel del bolsillo y garabateando unas palabras en él-. Dígame, signorina Breddes, durante estas últimas semanas que ha estado aquí el maestro, ¿ha notado usted algo… alguna diferencia en su comportamiento, algo que le llamara la atención?

Ella permaneció callada, con las manos fuertemente enlazadas en el regazo. Finalmente, dijo:

– No comprendo.

– ¿Había en él algo extraño? -Silencio-. Bueno, si no extraño -sonrió pidiéndole que comprendiera lo difícil que esto era para él-, fuera de lo corriente. -Como ella siguiera sin decir nada, agregó-: Estoy convencido de que usted habría notado cualquier cambio, porque no en vano conocía al maestro desde hacía tanto tiempo y sin duda le comprendía mejor que ninguna otra persona de la casa. -Era una adulación patente, pero podía dar resultado.

– ¿Se refiere a su trabajo?

– Bueno -empezó él con una sonrisa de complicidad-, podía ser el trabajo y podía ser cualquier otra cosa, quizá algo personal, algo que no tuviera nada que ver con su carrera ni con su música. Como le digo, estoy seguro de que, al cabo de tantos años de tratarle, usted tenía que ser especialmente sensible a cualquier cambio.

Observaba cómo el cebo flotaba hacia ella y agitó ligeramente la caña, para acercarlo más todavía.

– Sin duda usted podía detectar cosas que a otros se les hubieran escapado.

– Eso es verdad -reconoció ella. Se humedeció los labios nerviosamente, acercándose al anzuelo. Él permaneció mudo, inmóvil, para no remover las aguas. Ella se manoseaba un botón del vestido haciéndolo girar hacia uno y otro lado en semicírculo. Finalmente, dijo-: Algo noté, pero no sé si será importante.

– Quizá lo sea. Recuerde, signorina , que todo lo que pueda usted decirme ayudará al maestro. -Sin saber por qué, estaba seguro de que ella no repararía en la colosal estupidez de esta afirmación. Dejó el bolígrafo y juntó las manos en actitud sacerdotal, esperando sus palabras.

– Hubo dos cosas. Esta vez, desde que llegó, parecía más y más distraído, como ausente. No; no es eso exactamente. Era como si le fuera indiferente lo que ocurría a su alrededor. -Se interrumpió, no satisfecha todavía.

– ¿Podría ponerme un ejemplo?-la animó él.

Ella movió la cabeza negativamente. Aquello no le gustaba nada.

– No; no lo digo bien. No sé cómo explicarlo. Antes, siempre me preguntaba qué había pasado durante su ausencia, preguntaba por la casa, por las criadas y por lo que había hecho yo. -¿Se había ruborizado?-. El maestro sabía que me gustaba la música, que en su ausencia yo iba a conciertos y a la ópera, y siempre me preguntaba qué me había parecido. Pero esta vez, nada. Me saludó al llegar, y me preguntó cómo estaba, pero no parecía interesarle lo que yo le decía. A veces… no, fue una vez. Tuve que ir al estudio para preguntarle a qué hora quería la cena. Tenía ensayo aquella tarde, y yo no sabía a qué hora pensaba terminar, de modo que entré a preguntar. Llamé a la puerta y entré, como hacía siempre. Pero aquel día no me hizo caso, como si no estuviera allí, me tuvo esperando mientras acababa de escribir. No sé por qué, me hizo esperar como a una criada. Al final me sentía tan violenta que iba a marcharme. Después de veinte años, no iba a consentir que me tuviera esperando como a un reo delante del juez. -Brunetti veía asomar la angustia a sus ojos mientras hablaba.

»Por fin, cuando ya daba media vuelta, él levantó la cabeza e hizo como si acabara de darse cuenta de mi presencia, como si yo hubiera aparecido por arte de magia para hacerle una pregunta. Le pregunté a qué hora pensaba volver. Me parece que le hablé en un tono muy seco, lo siento. Por primera vez en veinte años, le levanté la voz. Pero él hizo como si no hubiera notado nada y sólo me dijo la hora a la que pensaba regresar. Y me parece que entonces le pesó la forma en que me había tratado, porque me dijo que las flores eran muy bonitas. Le gustaba tener flores en la casa cuando estaba aquí. -Su voz se apagó, y agregó, como si tuviera algo que ver-: Las traen de Biancat, desde el otro lado del Gran Canal.

Brunetti no sabía si en su voz había indignación o dolor, o las dos cosas. Desde luego, ser criada durante veinte años te da derecho a que no te traten como a una criada.

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