Литмир - Электронная Библиотека
A
A

La campana de Huesca

En aquel tiempo en que los hombres sabían hacer dignidad del servicio y servicio de la vida, porque vivían para la muerte, un monje de sangre real fue sacado de la devoción en que vivía absorto, y elevado entre los hombres a ocupar el trono.

Hasta ese mismo instante había ignorado Ramiro el Monje su destino. Nacido para ignorarlo, creció y maduró en esa ignorancia -una ignorancia distinta de la que pertenece al común de los mortales-; pues, ¿quién conoce, en verdad, su propio destino? Con barruntos, sospechas, anhelos y expectativas se adelantan manos ciegas a tantear la presunta imagen del futuro para decaer luego, y retraerse, y desistir, y plegarse a las formas rugosas que las rocas y peñascos del mundo imponen a la impetuosa blandura vegetal de cada alma… Pero la de Ramiro había brotado de espaldas a su destino, mirando hacia otro, hacia un destino apócrifo, y alzando las ramas a un cielo que parecía prometerse a su cabeza tonsurada como gloria y corona única.

Porque la de su padre, Sancho Ramírez, rey de Aragón, estaba ya asignada a ceñir las sienes del hermano mayor, quien la transmitiría después a su propia descendencia por líneas que se perdían en un porvenir poblado de nobles generaciones, donde, sin embargo, no había puesto alguno para sus simientes de infante real: y, porque no decayeran en lo oscuro, habían de ser ofrecidas a Dios en sacrificio de esterilidad. Eso era ya establecido y dispuesto cuando nació Ramiro: ya estaba ahí Alfonso, con la obstinación regia en la frente aún desnuda, con el pecho alto, los labios apretados, cerradas las grandes manos de dedos cortos, y pesados los andares de unas piernas que el ejercicio de cabalgar había endurecido; ya estaba ahí, lleno de sí mismo y esperando sin prisa lo indefectible. El poder corría, por secretos cauces de sangre, de padre a hijo; venía de los muertos e iba a los todavía no nacidos. Y Ramiro había abierto los ojos al mundo para ver desde la orilla esa confabulación firme y misteriosa del rey con su primogénito, confabulación que lo excluía sin remedio y lo abocaba a un destino de obediencia, hijo de reyes, henchidas sus venas de la misma sangre violenta y soberbia de los poderosos, pero apaciguándola y debiéndola apaciguar siempre, acallándola, tapándole la boca, cegándola, doblegándola siempre, porque, tan cerca del poder, era súbdito, y tenía que templarse para la sumisión.

Pero todo esto se lo había encontrado al nacer, ya dispuesto y establecido, y no vaciló un momento: se encaminó en silencio hacia ese destino que pensaba ser el suyo, del que nadie dudaba fuera el suyo, y lo abrazó de corazón, se abrazó a él, y en él quiso salvarse. Desdeñosamente, abandonó el segundo puesto, y prefirió no tener puesto alguno, ni ser nadie. Sentía que el segundo puesto había sido creado para envilecer al vil haciéndolo revolcar en su vileza, y para quebrar las almas nobles que, habiendo resistido a la corrosión de los peores ácidos, son empujadas a perderse, desesperadas de ambición, por el puñal o el veneno: es el puesto de las tentaciones violentas, de estas a las que sólo se puede escapar en una huida que renuncie a todo.

Huyó Ramiro, y fue a echarse a los pies de Dios. Encogido y doblado sobre sí mismo, oculto bajo la estameña como en el fondo de una gruta, había conseguido en horas y meses y años de forcejeo estrangular a su propia sangre y reducirla al silencio. Llegó a aborrecer el poder, pues que Dios no quería que aborreciera a los poderosos, harto cargados con el fardo de su digno servicio. Y compadecido de sus honores, le imploraba por ellos -por el padre, por el hermano-, en una súplica donde la piedad infinita hacia los grandes estaba mezclada con una también infinita gratitud por la insignificancia, que al fin había alcanzado mediante el oscuro hábito otorgado por el Señor Dios para que pudiese eludir la vergüenza de aquella dignidad sin servicio que le venía de su nacimiento.

Y tanto había conseguido limpiarse de soberbia que, requerido más de una vez, en memoria y mérito de su estirpe real, para que invistiera una abadía o un obispado, accedió Ramiro, sonriendo desde el fondo de su humildad, a asumir esta autoridad y poder menor, aun cuando para abdicarla también poco más tarde, una vez que su renuncia no pudiera ya tener color de altanería… Por último, hasta su nombre y su linaje parecían olvidados definitivamente bajo la estameña indistinta.

Entonces fue cuando vinieron los grandes del reino a reclamarlo para rey. Alfonso, el primogénito, había muerto sin dejar sucesión directa. Había dejado, sí, un testamento; pero era un testamento increíble, que añadía perturbaciones y perplejidad del ánimo al trastorno ocasionado en el reino por su muerte. Leído el manuscrito, la curiosidad había hecho paso a la sorpresa; la sorpresa creció en estupefacción; la estupefacción degeneró en escándalo… Había caído el Batallador. Y ahora, cuando ya no era capaz de levantar siquiera el temido brazo, el escándalo brotaba alrededor de su cadáver como brotan en el bosque apenas apaciguada la tormenta, incontenible y silenciosamente, los botones de las setas. Pues, ¿cómo imaginarse que alguien quisiera emplear las órdenes de Dios para ofenderlo? Cansado de su batallar, Alfonso legaba el reino a las espadas santas de los caballeros templarios, los del Santo Sepulcro y los de San Juan de Jerusalén: ésta era su voluntad. ¿Había querido con ello extender los límites de su capilla mortuoria hasta la frontera de sus estados y convertir el reino todo en cripta para su cadáver y monumento a su gloria bajo la sagrada custodia de las Órdenes militares?

Al principio nadie supo qué pensar ni qué decir: ¡tan difícil era desentrañar la impiedad oculta bajo el manto de lo piadoso! La sensación de la sutil estratagema estaba en todos; ninguno podía precisar, sin embargo, en qué consistía lo inquietante, ni dónde residía lo intolerable. Pero el escándalo crecía y crecía en las conciencias con la pujanza lasciva de las setas; y aún no se habían enfriado dentro de la armadura los miembros del rey difunto cuando los grandes del reino osaban alzar la voz en presencia del cuerpo muerto y deliberaban ante el propio catafalco oponerse a su voluntad escrita.

Se consultaban nombres y estirpes, sin hallar acuerdo. La antigua sangre real de algunas líneas, diluida en mezclas y bastardías, oscurecida por el ejercicio sin brillo de pequeños señoríos o por largos periodos de minoridad en que la familia había vegetado como asombrada, en círculos de mujeres y huérfanos, hubiera podido, sin embargo, llevarlas al trono. Pero este trono se había hecho entre tanto demasiado grande y glorioso; y si todos querían servirlo cada cual con sus estados y feudos como señores campesinos, y esto era ya una honra, ninguno parecía a los demás bastante bueno para cargar sobre sus hombros la pesadumbre del servicio máximo, y hacerle servir como rey.

En el ardor de las deliberaciones llegaron a olvidarse por completo del testamento y hasta del propio rey Alfonso, tendido ahí, crecido, imponente bajo sus armas: la ancha espada rígida a su costado; entrelazados los cortos dedos peludos de sus manos, que salían como revoltijo de enormes gusanos por entre las mallas de los guanteletes; hundidos y borrados los ojos que fueron lo terrible en su cara, y destacada en cambio la desvaída barba, rubia canosa en cuyo desorden se medio perdía la famosa cicatriz por la que era reconocido de las gentes y que, desde la oreja, perpetuaba en la carne de la mejilla izquierda el veloz trazado del tajo que la abriera, hasta caer sobre el ángulo mismo de esa boca, ahora negra, de la que un paje oxeaba a las moscas contumaces. A su lado, los susurros se habían ido elevando a rumores, y los rumores a voces destempladas y agrias; y ya los irritados acentos pasaban de irreverentes a sacrílegos ante el cuerpo cuya alma estaba rindiendo cuentas por haber pretendido sepultar con él al reino entero, cuando el obispo de Sahagún hubo de recordar y propuso el nombre del infante monje que fuera su predecesor en el ejercicio de la diócesis para volver pronto al silencio del Monasterio de Tomeras y reasumir, según su vocación humilde, la incomparable dignidad del alma que sólo sirve a Dios.

Este nombre sonó como un hallazgo en los oídos conturbados de los magnates: las palabras del obispo aliviaron todos los corazones, y ahora parecía imposible que nadie lo hubiera recordado antes. Era como si la preterición hecha por Alfonso en su testamento hubiese tenido hasta ese instante la fuerza necesaria para mantener omiso el nombre de su hermano Ramiro, persistiendo insidiosamente, una vez desmontado el artificio de legar el reino a las Órdenes militares, el tácito designio oculto en la cáscara de esa almendra vana que era su expresa voluntad. Y sólo cuando fue invocado el derecho de Ramiro el Monje se comprendió que estaba decaído y anulado por fin el testamento de Alfonso el Batallador.

El reino hizo cortes en Borja. Los procuradores del común, que habían acudido a la ciudad sin tener del testamento regio otra noticia que las desfiguradas en el paso de boca a oreja; que habían comentado en los corrillos de la plaza y en el atrio de la iglesia los dichos sobre una conjuración contra el gran muerto, y que se miraban ahora con ojos de desamparo al conocer el tenor de sus disposiciones, se llenaron de alegría cuando oyeron el nombre de Ramiro y lo aceptaron.

La exaltación del Monje daba forma y hechura al espeso rencor que en los pechos hervía contra el soberbio que pretendiera cerrar tras de sí todas las puertas y perpetuar la orfandad del pueblo y ser el último rey, ofreciendo la corona a Dios -para que nadie pudiera tomarla sin sacrilegio- y entregándola, como una manda que se cuelga en el muro de la ermita, a la custodia de las órdenes. La exaltación del Monje humillaba al soberbio y henchía de regocijo a los súbditos, que en él se sentían exaltados. Pero éstos se regocijaban también porque, después del violento que los había forzado a olvidarse de sí mismos y poner todo lo suyo y ponerse ellos con alma y cuerpo a engrandecer el reino, cargándolos con el sacrificio anejo a la gloria de que él se revestía, deseaban el reinado del manso, que no los abrumaría con su talla ni los obligaría con la magnitud de nuevos estados.

Se acercaron, pues, a reclamarlo como príncipe hasta el monasterio donde estaba cumpliendo su falso destino. Y tan pronto como se supo llamado, apenas le dijeron que no existía ya el que ya estaba ahí cuando él naciera, y que el reino le pedía que ocupase su puesto y viniera a mandar en los hombres, un flujo de terror, angustia y felicidad le nubló la vista: corrió el sudor de su frente, y humedeció su pecho y sus ingles. Creyó comprender de repente su verdadero destino que, oculto durante todos los años de su vida, se le revelaba ahora en un golpe tardío; ahora, cuando ya su alma se había plegado a otro que era de obediencia y renunciación. Y así, mientras su cara traslucía el espanto y se le aflojaban, desmadejados, brazos y piernas, alzábasele la sangre alocada en la cabeza, el corazón y el sexo y lo inundaba, por oleadas, del horror de sí mismo…

12
{"b":"81598","o":1}