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El abrazo

"Tierra de sal y de hierro; tierra violenta, sedienta, áspera; tierra ocre; flor de romero, amarillos jaramangos, pinares de verde perenne y amargo; caballos, toros, cabras, sucias ovejas, pastores de ojos duros; breñas, espinos, peñascos, sangre, greda, polvo: tierra mía, ¡adiós!" Eran los ojos de don Juan Alfonso quienes se despedían; sus labios, temblaban en silencio. Había detenido allí, junto al río, su cabalgadura para tomar aliento: bajo la barranca, la corriente bramaba en la angostura, como el corazón en la garganta del jinete. Había galopado desde la medianoche hasta el alba, la blanca barba flotando sobre el hombro. No bien advirtiera que su señor sucumbía, apenas hubo visto la mano de don Pedro abrirse en el suelo y soltar el cuchillo reluciente, se había escurrido y, saliendo del castillo, saltó sobre un caballo, cruzó el campamento y huyó a campo traviesa por tierras de Toledo. Había visto caer al rey, y escapaba a las gentes del Bastardo antes que la noticia se le adelantara hacia las fronteras del reino. Temía al miedo de los indecisos que ahora querrían acudir al remedio de las vacilaciones pasadas con algún apresurado testimonio de celo. Y ¿cuál mejor -pensaba-, qué tributo más agradable para el nuevo rey, que entregarle, atadas las manos a la espalda, al hombre venerable que durante los veinte años de guerra había sido consejero y guía sagaz de su recién vencido hermano?…

Una vez más, el anciano volvió a extender la vista sobre la tierra indiferente, y luego, ya con lenta andadura, vadeó el río y se internó en un encinar, buscando descanso a sus fatigados huesos. Recostado contra un árbol, lloró entonces la muerte de don Pedro. El abrazo fratricida, que había tenido suspensos en la sala del castillo a los séquitos de ambos reyes, fue para él anticipo de la propia agonía; y ahora, llorando a su señor, se lloraba a sí mismo.

¡Veinte años, ay, en continua lucha! Veinte años, y recordaba los comienzos de este reinado desastroso mejor aún que su turbio final, acaecido la noche antes. ¡Veinte años! El fuerte rey don Alfonso había caído en medio de su poderío: sitiaba la plaza de Gibraltar, cuando la peste rindió la fortaleza de su cuerpo, derribando alevosamente a aquel gigante de brazo invicto. Y él, don Juan Alfonso, ayo del infante real, y ya gobernador del campo en los últimos días de la calentura del rey, tomaba providencias y disponía el traslado a Sevilla de sus restos mortales. ¡Bien que la inquietud le había rondado el alma con la oscura pertinacia de un tábano durante el ajetreo de las primeras disposiciones y a lo largo de las tristes jornadas, cuando la comitiva emprendió el camino a la Corte, a través de Andalucía, por entre olivares, acompañados siempre, día y noche, por el agrio chirrido de las chicharras! Del campo de Gibraltar a Sevilla, tuvo tiempo don Juan Alfonso de rumiar sus aprensiones y de instruir al regio pupilo en los peligros que sentía sobre su cargado corazón. Tras el féretro adornado con el pendón y seguido por el corcel del rey difunto, cabalgaba él junto al nuevo rey, don Pedro, y le daba sus consejos.

– Nada son, hijo y señor mío -le decía-, los trabajos de la guerra que ya han conocido tus cortos años, comparados con los que te esperan en el gobierno. Rey adulto, ha de mostrar debilidad para que alguien se atreva a desacatarlo; pero el rey mozo tiene que acreditar su vigor para que no se atrevan. Tanto más, si los que están en condiciones de hacerlo son poderosos, y de su propia sangre.

– ¿De los bastardos hablas, Juan Alfonso? -había replicado don Pedro-. Yo les haré sentir que soy el rey.

– Más te valiera hacerles notar que eres su hermano -observó el ayo con aire grave-. Y quiero que sepas cuáles fueron las palabras con que tu padre me encomendó…

– Pero ¿no soy el rey acaso?

– Lo eres. Mas, por el ímpetu de tu sangre has de calcular el de la suya.

– Sabré domarlo, te lo prometo.

– Energía no te falta, hijo; ya lo sé. Pero quizá faltan años a tu prudencia. De ese gran señor que ahí llevamos a enterrar has de aprenderla.

– ¿Fue prudencia entonces llenar el reino de hijos bastardos, alimentados y crecidos en la envidia hacia un hermano más joven, al que odiaban ya en el vientre de su madre?

– ¡Ay, don Pedro, que en los pechos de la tuya mamaste tú el odio hacia los hijos de doña Leonor!. ¡Ay, desventurado don Pedro, que la pasión no te deja medir las palabras ni las ocasiones!

– Pero, dime, ¿por qué hablas de prudencia?, ¿es que eso fue prudencia? Dímelo, así Dios me perdone…

Cabalgaron un trecho con las cabezas bajas, más por el peso de sus pensamientos que por el castigo del sol, que ya remontaba en el cielo. Pasado un buen rato, volvió el ayo a tomar la palabra:

– Quizá sea mucho atrevimiento mío el de amonestar a quien es ya mi rey. Pero lo hago, hijo, por obedecer al que ahora está muerto; y en mi boca van a resonar palabras de la suya, enmudecida. Te ruego que las escuches como de quien vienen, pues quiero repetirte la plática que conmigo tuvo nuestro buen rey don Alfonso antes de entregar su alma al de los cielos. Escúchame, pues, con respeto, y quiera Dios que estas admoniciones de tu padre se graben en tu pecho como se han grabado en mi memoria.

Hizo una pausa y -como callara el joven- prosiguió:

– Has de saber que, viendo venir su muerte, nuestro señor don Alfonso me llamó a su lado y me encomendó la guía de tu juventud. Era difícil contener las lágrimas comprobando cuán poco le importaba al buen rey perder la vida por la vida misma, y cuánto por el desamparo en que te dejaba en medio de tantos peligros y de tantas asechanzas. Pero has de entenderlo: estas asechanzas eran en su ánimo las de la imprudencia juvenil antes que las de la hostilidad ajena. Si esa maldita peste no hubiera venido a cortar en pleno vigor su vida, y la hubiera dejado llegar a natural término, la corona habría recaído sobre tus sienes cuando ya tus hechos de armas y gobierno hubieran forjado tu fama y templado tu seso.¿Qué hubieras podido temer entonces de esos grandes señores? Los hijos de doña Leonor de Guzmán, enriquecidos y honrados por su padre, el rey don Alfonso, hubieran sido entonces los mejores y más fuertes vasallos de su hermano, el rey don Pedro, apaciguado por la vejez o tal vez extinguido por la muerte el recíproco rencor de las madres… Pero, habiéndolo dispuesto Dios de otra manera, tu padre me encomendó que siempre me mantenga a tu lado y te asista con mi consejo, fruto de los años y de la experiencia adquirida al lado suyo.

– Y ¿qué me manda hacer por tu boca el rey don Alfonso, mi padre?

– Te aconseja, rey don Pedro, ante todo, que doña Leonor de Guzmán no sea molestada, ni en su persona ni en sus bienes: todo lo que él le dio debe ser respetado en su poder. Y este consejo, si bien se lo mira, lo es de buen político, y no sólo de buen caballero. Pues el tiempo, desvaneciendo los recelos de que hoy ha de estar llena esa señora, desarmará sus prevenciones; o, cuando menos, se habrá evitado así que se coloque en actitud de resistencia frente a la Corte, y abra con ello una rebeldía para la que no habrían de faltarle asistencias -por lo pronto, como es de suponer, la de sus propios hijos.

– Quien los engendró tenía que conocerlos bien; y, conociéndolos, ha muerto con temor de su traición. ¿Qué más? ¡Prosigue, ayo!

– De esos tus hermanos me dijo el rey (que gloria haya): "Todos son magnánimos, y todos soberbios. Lo que puede llegarlos a unir un día a don Pedro no es el amor, sino el honor. Procura tú, Juan Alfonso, mi viejo amigo, compañero mío (y al decirme estas palabras me apretó, suplicante, la mano), procura tú llevar el reino hacia empresas grandes, como esta guerra contra infieles que ahora estamos haciendo, y que mi hijo pida la ayuda de sus hermanos -pues el pedir para Dios no desdora. Batallando juntos, compartiendo triunfos y peligros, hermanarán sus corazones." Y me dijo más. Díjome que correspondía a tu mayor grandeza tanto como a tus menos años el adelantar hacia ellos el ademán benévolo; que en los siempre desconcertados y suspicaces comienzos de un reinado, un gesto así puede ser del mejor augurio; que debes reparar, sobre todo, en la dulce condición de don Fadrique, y hacer de su amistad puente hacia el ánimo de tus otros hermanos, más duros y orgullosos: don Enrique, siempre tentado de ambición; don Tello, siempre en el disparadero de la cólera. Pues don Fadrique ni pone frenos de astucia a un corazón impaciente, ni tampoco se entrega a la fácil ira: gusta de canciones, festeja con amigos, y está siempre abierto a una palabra buena…

– Buenas son, y discretas, las palabras del rey mi padre, y he de atenerme a su consejo, que también es el tuyo, señor don Juan Alfonso -respondió don Pedro, pasado un rato.

– Quiera Dios que así sea -exclamó el ayo.

Antes de que la fúnebre procesión hubiera hecho la mitad del camino, ya la noticia de la muerte del rey había entrado al Alcázar de Sevilla, donde la reina María estaba morando. Y así, mientras el ayo aconsejaba al príncipe real tras el féretro de don Alfonso, la desaconsejada viuda mandaba degollar a su enemiga, doña Leonor de Guzmán. Disponiendo antes el castigo de la concubina que las exequias del esposo, convocó la reina a un grupo de sus adictos, y les dio instrucciones apresuradas y furiosas para que corrieran enseguida a Medina Sidonia, donde estaba doña Leonor, y le trajeran la cabeza de la rival. Todavía, desde la ventana, los despidió con gritos de espantoso apremio: "Pronto, pronto; corred; que me hice vieja esperando, y ya no quiero esperar un día más. Ella, maldita sea, me quitó la vida a pedazos; quitádsela a ella vosotros de un solo tajo. Antes del domingo quiero tener su cabeza entre mis manos."

Las últimas voces habían sonado como un aullido. Transpuesto que hubieron los jinetes la verja, entró la reina a su cámara con los ojos secos y relucientes. Todas las campanas de Sevilla estaban doblando; pero doña María no podía pensar en el rey muerto: sólo tenía pensamientos para la manceba que tantos hijos le había dado, y cuya fortuna y poderío habían ido creciendo con los hijos, mientras que ella, cuitada, criaba a su don Pedro y guardaba la casa del señor, siempre ausente. "¿Por qué -pensaba- he de llorar su muerte, si no ha sido mío en vida? Yo, sí, he vivido para él; él, para la otra. Ella me ha robado mi propia vida; no, no paga con este solo y súbito golpe…" Y repasaba los años de esa vida anhelante, siempre al acecho, inquiriendo siempre, siempre atando cabos, siempre pendiente de don Alfonso que, por su parte, se mostraba para con ella cada vez más ceremonioso, más deferente y más distanciado. En todas sus maneras, gestos y palabras creía descubrir rastros de la otra mujer, a la que nunca veía, pero de quien siempre le llegaban informes que le hacían palidecer y llorar. Veintiocho años habían pasado desde aquella ocasión única en que hubo de encontrarse con doña Leonor, y no podía olvidar su sonrisa entre forzada y feliz; recordaba el color de su toca, su aderezo, el brocado de su manto, la cinta negra de su garganta, la estatura elevada que, al inclinarse ante la reina, destacaba todavía su ventaja frente al breve talle de ésta… Y ahora, mientras aguardaba el cumplimiento del terrible mandato, acudía a su memoria una y mil veces, y cada vez con más distintos detalles, esa remota escena que impacientaba su odio… Ni dormir pudo, hasta que, de regreso, le entregaron sus emisarios la prenda sangrienta.

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