Después de haber pretendido inútilmente en la Corte, el Indio González Lobo -que llegara a España hacia finales de 1679 en la flota de galeones con cuya carga de oro se celebraron las bodas del rey- hubo de retirarse a vivir en la ciudad de Mérida, donde tenía casa una hermana de su padre. Nunca más salió ya de Mérida González Lobo. Acogido con regocijo por su tía doña Luisa Álvarez, que había quedado sola al enviudar poco antes, la sirvió en la administración de una pequeña hacienda, de la que, pasados los años, vendría a ser heredero. Ahí consumió, pues, el resto de su vida. Pasaba el tiempo entre las labranzas y sus devociones, y, por las noches, escribía. Escribió, junto a otros muchos papeles, una larga relación de su vida, donde, a la vuelta de mil prolijidades, cuenta cómo llegó a presencia del Hechizado. A este escrito se refiere la presente noticia.
No se trata del borrador de un memorial, ni cosa semejante: no parece destinado a fundar o apoyar petición ninguna. Diríase más bien que es un relato del desengaño de sus pretensiones. Lo compuso, sin duda, para distraer las veladas de una vejez toda vuelta hacia el pesado, confinada entre los muros del recuerdo, a una edad en que ya no podían despertar emoción, ni siquiera curiosidad, los ecos -que, por lo demás, llegarían a su oído muy amortiguados- de la guerra civil donde, muerto el desventurado Carlos, se estaba disputando por entonces su corona.
Alguna vez habrá de publicarse el notable manuscrito; yo daría aquí íntegro su texto si no fuera tan extenso como es, y tan desigual en sus partes: está sobrecargado de datos enojosos sobre el comercio de Indias, con apreciaciones críticas que quizá puedan interesar hoy a historiadores y economistas; otorga unas proporciones desmesuradas a un parangón -por otra parte, fuera de propósito- entre los cultivos del Perú y el estado de la agricultura en Andalucía y Extremadura; abunda en detalles triviales; se detiene en increíbles minucias y se complace en considerar lo más nimio, mientras deja a veces pasar por alto, en una descuidada alusión, la atrocidad de que le ha llegado noticia o la grandeza admirable. En todo caso, no parecía discreto dar a la imprenta un escrito tan disforme sin retocarlo algo, y aliviarlo de tantas impertinentes excrecencias como en él viene a hacer penosa e ingrata la lectura.
Es digno de advertir que, concluida ésta a costa de no poco esfuerzo, queda en el lector la sensación de que algo le hubiera sido escamoteado; y ello, a pesar de tanto y tan insistido detalle. Otras personas que conocen el texto han corroborado esa impresión mía; y hasta un amigo a quien proporcioné los datos acerca del manuscrito, interesándolo en su estudio, después de darme gracias, añadía en su carta: «Más de una vez, al pasar una hoja y levantar la cabeza, he creído ver al fondo, en la penumbra del Archivo, la mirada negrísima de González Lobo disimulando su burla en el parpadeo de sus ojos entreabiertos.» Lo cierto es que el escrito resulta desconcertante en demasía, y está cuajado de problemas. Por ejemplo: ¿a qué intención obedece?, ¿para qué fue escrito? Puede aceptarse que no tuviera otro fin sino divertir la soledad de un anciano reducido al solo pasto de los recuerdos. Pero ¿cómo explicar que, al cabo de tantas vueltas, no se diga en él en qué consistía a punto fijo la pretensión de gracia que su autor llevó a la Corte, ni cuál era su fundamento?
Más aun: supuesto que este fundamento no podía venirle sino en méritos de su padre, resulta asombroso el hecho de que no lo mencione siquiera una vez en el curso de su relación. Cabe la conjetura de que González Lobo fuera huérfano desde muy temprana edad y, siendo así, no tuviera gran cosa que recordar de él; pero es lo cierto que hasta su nombre omite -mientras, en cambio, nos abruma con obsesiones sobre el clima y la flora, nos cansa inventariando las riquezas reunidas en la iglesia catedral de Sigüenza… Sea como quiera, las noticias anteriores al viaje que respecto de sí mismo consigna son sumarias en extremo, y siempre aportadas por vía incidental. Sabemos del clérigo por cuyas manos recibiera sacramentos y castigos, con ocasión de un episodio aducido para escarmiento de la juventud: pues cuenta que, exasperado el buen fraile ante la obstinación con que su pupilo oponía un callar terco a sus reprimendas, arrojó los libros al suelo y, haciéndole la cruz, lo dejó a solas con Plutarco y Virgilio. Todo esto, referido en disculpa, o mejor, como lamentación moralizante por las deficiencias de estilo que sin duda habían de afear su prosa.
Pero no es ésa la única cosa inexplicable en un relato tan recargado de explicaciones ociosas. Junto a problemas de tanto bulto, se descubren otros más sutiles. Lo trabajoso y dilatado del viaje, la demora creciente de sus etapas conforme iba acercándose a la Corte (sólo en Sevilla permaneció el Indio González más de tres años, sin que sus memorias ofrezcan justificación de tan prolongada permanencia en una ciudad donde nada hubiera debido retenerle), contrasta, creando un pequeño enigma, con la prontitud en desistir de sus pretensiones y retirarse de Madrid, no bien hubo visto al rey. Y como éste otros muchos.
El relato se abre con el comienzo del viaje, para concluir con la visita al rey Carlos II en una cámara de palacio. «Su Majestad quiso mostrarme benevolencia -son sus últimas frases-, y me dio a besar la mano; pero antes de que alcanzara a tomársela saltó a ella un curioso monito que alrededor andaba jugando, y distrajo su Real atención en demanda de caricias. Entonces entendí yo la oportunidad, y me retiré en respetuoso silencio.»
Silenciosa es también la escena inicial del manuscrito, en que el Indio González se despide de su madre. No hay explicaciones, ni lágrimas. Vemos las dos figuras destacándose contra el cielo, sobre un paisaje de cumbres andinas, en las horas del amanecer. González ha tenido que hacer un largo trayecto para llegar despuntando el día; y ahora, madre e hijo caminan sin hablarse el uno al otro, hacia la iglesia, poco más grande, poco menos pobre que las viviendas. Juntos oyen la misa. González vuelve a emprender el descenso por las sendas cordilleranas…
Poco más adelante, lo encontraremos en medio del ajetreo del puerto. Ahí su figura menuda apenas se distingue en la confusión bulliciosa, entre las idas y venidas que se enmarañan alrededor suyo. Está parado, aguardando, entretenido en mirar la preparación de la flota, frente al océano que rebrilla y enceguece. A su lado, en el suelo, tiene un pequeño cofre. Todo gira alrededor de su paciente espera: marineros, funcionarios, cargadores, soldados; gritos, órdenes, golpes. Dos horas lleva quieto en el mismo sitio el Indio González Lobo, y otras dos o tres pasarán todavía antes de que las patas innumerables de la primera galera comiencen a moverse a compás, arrastrando su panza sobre el agua espesa del puerto. Luego, embarcará con su cofre. -Del dilatado viaje, sólo esta sucinta referencia contienen sus memorias: La travesía fue feliz.
Pero, a falta de incidentes que consignar, y quizá por efecto de expectativas inquietantes que no llegaron a cumplirse, llena de folios y folios a propósito de los inconvenientes, riesgos y daños de los muchos filibusteros que infestan los mares, y de los remedios que podrían ponerse en evitación del quebranto que por causa de ellos sufren los intereses de la Corona. Quien lo lea, no pensará que escribe un viajero, sino un político, tal vez un arbitrista: son lucubraciones mejor o peor fundadas, y de cuya originalidad habría mucho que decir. En ellas se pierde; se disuelve en generalidades. Y ya no volvemos a encontrarlo hasta Sevilla.
En Sevilla lo vemos resurgir de entre un laberinto de consideraciones morales, económicas y administrativas, siguiendo a un negro que le lleva al hombro su cofre y que, a través de un laberinto de callejuelas, lo guía en busca de posada. Ha dejado atrás el navío de donde desembarcara. Todavía queda ahí, contoneándose en el río; ahí pueden verse, bien cercanos, sus palos empavesados. Pero entre González Lobo, que ahora sigue al negro con su cofre, y la embarcación que le trajo de América, se encuentra la Aduana. En todo el escrito no hay una sola expresión vehemente, un ademán de impaciencia o una inflexión quejumbrosa: nada turba el curso impasible del relato, pero quien ha llegado a familiarizarse con su estilo, y tiene bien pulsada esa prosa, y aprendió a sentir el latido disimulado bajo la retórica entonces en uso, puede descubrir en sus consideraciones sobre un mejor arreglo del comercio de Indias y acerca de algunas normas de buen gobierno cuya implantación acaso fuera recomendable, todo el cansancio de interminables tramitaciones, capaces de exasperar a quien no tuviera tan fino temple.
Excedería a la intención de estos apuntes, destinados a dar noticia del curioso manuscrito, el ofrecer un resumen completo de su contenido. Día llegará en que pueda editarse con el cuidado erudito a que es acreedor, anotado en debida forma, y precedido de un estudio filológico donde se discutan y diluciden las muchas cuestiones que su estilo suscita. Pues ya a primera vista se advierte que, tanto la prosa como las ideas de su autor, son anacrónicas para su fecha; y hasta creo que podrían distinguirse en ellas ocurrencias, giros y reacciones correspondientes a dos, y quién sabe si a más estratos; en suma, a las actitudes y maneras de diversas generaciones, incluso anteriores a la suya propia -lo que sería por demás explicable dadas las circunstancias personales de González Lobo. Al mismo tiempo, y tal como suele ocurrir, esa mezcla arroja resultados que recuerdan la sensibilidad actual.
Tal estudio se encuentra por hacer; y sin su guía no parece aconsejable la publicación de semejante libro, que necesitaría también ir precedido de un cuadro geográfico-cronológico donde quedara trazado el itinerario del viaje -tarea ésta no liviana, si se considera cuánta es la confusión y el desorden con que en sus páginas se entreveran los datos, se alteran las fechas, se vuelve sobre lo andado, se mezcla lo visto con lo oído, lo remoto con lo presente, el acontecimiento con el juicio, y la opinión propia con la ajena.
De momento, quiero limitarme a anticipar esta noticia bibliográfica, llamando de nuevo la atención sobre el problema central que la obra plantea: a saber, cuál sea el verdadero propósito de un viaje cuyas motivaciones quedan muy oscuras, si no oscurecidas a caso hecho, y en qué relación puede hallarse aquel propósito con la ulterior redacción de la memoria. Confieso que, preocupado con ello, he barajado varias hipótesis, pronto desechadas, no obstante, como insatisfactorias. Después de darle muchas vueltas, me pareció demasiado fantástico y muy mal fundado el supuesto de que el Indio González Lobo ocultara una identidad por la que se sintiera llamado a algún alto destino, como descendiente, por ejemplo, de quién sabe qué estirpe nobilísima. En el fondo, esto no aclararía apenas nada. También se me ocurrió pensar si su obra no sería una mera invención literaria, calculada con todo esmero en su aparente desaliño para simbolizar el desigual e imprevisible curso de la vida humana, moralizando implícitamente sobre la vanidad de todos los afanes en que se consume la existencia. Durante algunas semanas me aferré con entusiasmo a esta interpretación, por la que el protagonista podía incluso ser un personaje imaginario; pero a fin de cuentas tuve que resignarme a desecharla: es seguro que la conciencia literaria de la época hubiera dado cauce muy distinto a semejante idea.