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Los Impostores

Así fue. Ni las advertencias de su propio Consejo de Estado, ni las admoniciones del rey don Felipe, que le exhortaba con su doble autoridad de político y de pariente, ni siquiera la voz prudentísima del Santo Padre, habían bastado a refrenar el ímpetu de aquella obstinada muchachez. Y la Cristiandad entera tuvo que presenciar, consternada, cómo se cumplía su vertiginoso destino: la estrella del rey don Sebastián cayó, pues, segada en el furor de miles de alfanjes, para anegarse en un espeso charco de sangre. Y ahora, pasada con el tiempo la angustia, en la memoria de los príncipes cristianos -testigos de la tierna, brillante exhalación que, sobre los mares, cruzara de Lisboa a Marruecos en el verano de 1578- sólo quedaba ya un recuerdo piadoso del adolescente que, contra todo consejo, había ido a sumirse allí con su ejército de turbulentos y perdularios.

Eso, ahora, transcurrido el tiempo y vencido el horror. Que en su día, cuando la nueva del desastre llegó a Portugal, un raro silencio había cundido por toda la tierra; el reino entero enmudeció, lleno de compasión indecible hacia el príncipe que, poseído de santo celo, sucumbía contra el imperio de la infidelidad por no saber dominar su noble impaciencia, aquella misma impaciencia que, pocos años atrás, le moviera a probar, con censura de algunos y asombro de todos, la solidez de las defensas que guardaban a la capital de la Monarquía atacándola con su propia flota; aquella misma impaciencia que los más sensatos solían tachar de locura, moviendo tristemente la cabeza, pero en donde la juventud mejor de Portugal y con ella todo el pueblo pensaba ver el signo y promesa de un brío que, por el momento, excedía a la destreza de manos aún infantiles… Y en la común estupefacción y desconcierto que su pérdida produjo, sólo su tío, el cardenal regente don Enrique, se había retirado -palidísimo con la noticia- al oratorio de palacio, para implorar en el mayor desconsuelo la salvación de su alma; pues sólo él acertaba a descubrir la desesperación oculta bajo el denuedo gentil del rey mozo; él sólo entendía la jornada de Alcazarquivir como lo que en verdad había sido: un grandioso suicidio. A través de las lágrimas que los empañaban, querían ver sus ojos marchitos, una vez y otra, al terco príncipe cerrando los suyos durísimos y extraños, apretando los dientes, y espoleando a su yegua blanca, para entregar a la muerte aquella su carne maldita, que se le resistía a engendrar en carne de mujer sucesor para el trono.

Mas los años habían pasado; y su curso alejaba ya, hecha Historia, la aventura que un día suspendiera el aliento de la Europa atónita, y que, al tronchar en flor la dinastía, debía traspasar el reino desde las manos de un viejo prelado a las del gran Felipe. Los portugueses vivían ahora dentro de la Corona de España y, remansadas en su quieto cenit las ansias de poder, comenzaba a desvanecerse para ellos como un espejismo la imagen de la rota africana. Sin duda que la figura ardiente, inexperta y frenética del rey desaparecido con su hueste en la desatinada empresa seguía llenando los corazones de nostalgia. Su nombre y su estampa se hallaban ligados en cada casa al nombre y a la estampa de algún hijo perdido en su compañía; los hermanos que, desde los balcones de una niñez envidiosa, habían quizá despedido a las goletas de la escuadra expedicionaria, eran ya hombres hechos; por su propia edad calculaban la de los que partieran jóvenes, y daban así empleo a la imaginación ociosa madurando y envejeciendo en ella los mal recordados rasgos de los ausentes. Pues, ¿no era todavía un tiempo en que cada familia podía permitirse la esperanza de ver regresar a su propio hijo, sano -en medio de tanta muerte- y salvo del cautiverio? Sí; la primera mano que batiera a la puerta podría bien ser, todavía, la de ese hijo. Como podía ser también la del rey don Sebastián en persona… Pero, al dilatarse, el tiempo iba convirtiendo ya esta esperanza en una melancólica costumbre.

Fue entonces cuando comenzaron a surgir los impostores.

Verdadera como lo es, y bien documentada, la historia del Pastelero de Madrigal pertenece, no obstante, a aquella especie de aventuras que sólo después de haber licenciado toda vigilancia del buen seso consienten ser narradas y oídas. Exige concentrar en ella las potencias últimas del recuerdo, sutilizado hasta convertirse en pura imaginación, y todavía, transformar ésta de nuevo en memoria del estupendo caso. Se trata, como digo, de un caso averiguado: actas oficiales lo registran. Pero, con todo, investigar, inferir o conjeturar los pasos que condujeron al protagonista desde la oscuridad hasta la escena pública, resulta vano empeño; inútil preguntar cómo pudo acercarse a las puertas del reino, llegar hasta la escalinata misma del tono y pisar sus gradas, para que bajo los pies se le trocaran en las del patíbulo…

Jamás por los ojos del protagonista se hubiera conseguido saber si él era en verdad el príncipe que busca su corona tras la peregrinación de una vida infeliz, o un plebeyo de osadía increíble. Vedlo ahí, grave y taciturno: su cabeza está inclinada, tiene aplastadas las facciones del rostro entre las palmas de las manos, y escucha en silencio las palabras que, muy a solas, le dirige con discurso barroco el antiguo confesor del rey don Sebastián, este fray Miguel de los Santos, que es promotor actual de su causa. Oiremos lo que le está diciendo:

– Ha de saber, señor -advierte la voz insinuante del viejo agustino, predicador de príncipes-, que el prodigioso regreso de su majestad, después de tan larga y desesperada ausencia, aunque muy deseado, es de difícil crédito, y no sin trabajo alcanzaremos a verle restituido en el trono. Cierto que muchos de sus fieles súbditos, asombrados, relegados, reducidos a sus casas desde que Portugal ingresó en la Corona de España, no sueñan sino con la vuelta del rey perdido; cierto que el pueblo, ansioso siempre de maravillas, se muestra dispuesto a reconocerlo a cada instante en la persona de quien llegue bien provisto de increíbles y fantásticas historias. Pero, frente a esto, hemos de contar de otro lado con la suspicacia de los muchos que, por no convenir a su interés y acomodo, negarían fe a los propios ojos -tanto más, señor mío, que el paso de los años ha ido desvaneciendo en las almas la imagen de don Sebastián; y si, con sus naturales mudanzas, autorizan cambio en su apariencia, desde el doncel que desapareció en la triste jornada de Alcazarquivir hasta el varón cumplido que hoy reaparece en tierras castellanas, consienten también cualquier duda y alientan las esperanzas de cualquier pleito.

"Muerto el infante don Enrique, no queda, señor, nadie que pueda reconocer con autoridad al rey, si no este pobre viejo que os habla. Y mis ojos, aunque enturbiados por la edad, se regocijan contemplando el retorno de su grande y desdichado penitente, del pobre rey don Sebastián, y quieren ser testigos de vuestra identidad con aquel gentil mozo. De ella he dado seguridades y hecho juramento, no sólo a los señores portugueses que esperamos para esta noche, sino también, según tengo dicho ya, a doña Ana de Austria, quien con la impaciencia de sus pocos años y la privación del convento, arde ya en deseos de recibir la anunciada visita del caballero que le he descrito como su regio primo. ¿Por qué había de dudar yo de mi vista debilitada? La identidad, señor, es más cosa del alma que del cuerpo, y ¿quién mejor que yo conocerá esa alma que tantas veces hubo de desnudarse ante Dios por mediación mía en el tribunal de la Penitencia? Él quiera que la dilatada ausencia, sin quitaros el brío, os haya enseñado prudencia para manejarlo, y aun para disimular que la adquiristeis; no sea que un alarde de esa virtud, mostrando ser mayor de lo prometido por la natural maduración del seso, impida reconocer en el demasiado prudente al desbocado e insensato que fue a perderlo todo en Alcazarquivir. ¡Terrible escarmiento!, sin duda. Pero ninguno hay tan grande que pueda mudar el carácter; y resultaría indiscreto el exceso de discreción en quien ganó fama de locura: en un rey cuya infancia no se conformaba con menores juguetes que ejércitos y escuadras de mar; en quien ensayó el furor de la guerra contra Lisboa, que fue tanto como castigar su propio cuerpo; en quien soñó vencer a Hércules, quebrando sus columnas… Quiera Dios, repito, que los tiempos y las aventuras corridas os muestren amaestrado, sin privaros de la apostura que a la sangre real corresponde. El príncipe ha de distinguirse siempre, aún confundido entre la muchedumbre y bajo el más humilde hábito, pues lleva en el ánimo la realeza. Quien ha nacido para reinar, camina hacia el trono con la seguridad de los astros, y no hay obstáculo capaz de cerrarle el paso, por más que a veces le convenga antes sortearlos con astucia que acometerlos con denuedo, como ahora acontece.

"Pues, señor, las dificultades que estorban vuestro derecho están aumentadas -¡irritante contrariedad!- por haber sido ya varios los impostores que antes de hoy quisieron hacerse pasar por el rey don Sebastián. ¡Que la suerte de esos desdichados no se repita en vuestra alta persona! Si tal ocurriera, ¿quién aseguraría nunca en los siglos venideros que fuisteis en verdad el rey? Vos mismo, señor, dudaríais de que vuestra sangre no os hubiera engañado, pensando más bien haber tenido los demonios en el cuerpo. Nadie sino ellos pudo haber aconsejado tan mal al impío ermitaño de Alcobaza, que empezó a referir patrañas de la batalla y del cautiverio, fingiendo ser el llorado rey por conseguir oyentes y limosnas; bellaco afortunado, vivió de su engaño, y luego pudo engañar a la muerte: su codicia fue penada en galeras, y sólo halló perdón del cielo cuando éste cerró contra la soberbia del rey don Felipe dispersando con su furia la Invencible armada donde remaba aquel mísero… Peor suerte cupo al otro ermitaño, Mateo Álvarez, que repitió poco más tarde su pretensión. Envenenado tal vez su cerebro con los jugos de raíces y bichos de que se nutría, comenzó a soñar el cuitado historias de Alcazarquivir; y conforme las inventaba, las creía, y las daba a creer a cuantos acudían a escucharle. Proporcionaba noticia de muchos mancebos y soldados, y sabía la muerte que a cada cual le había sido deparada, y el dónde y el cómo, y el destino de los que a ella habían podido escapar. Y explicaba de qué manera había sido el combate, y por qué desdichado azar vino a perderse, y cómo caían al río, en racimos, los castellanos, y los portugueses, y los andaluces, y cómo el río llevaba todavía una semana más tarde hinchados cadáveres de hombres y de caballos… Primero habían sido pocos los que se detuvieron a escucharle, y ésos con incrédula curiosidad. Yo mismo acudí a oírlo. Tenía una voz áspera, seca, aguda. Sus manos renegridas revoloteaban igual que pájaros, y aquella voz sonaba como su graznido… Luego se corrió la fama, y empezaron a llegar las gentes desde lejos para preguntarle qué fuera de tal o cual deudo, de quien nunca más había vuelto a saberse. El ermitaño callaba entonces durante un rato, largo como la eternidad: nadie se atrevía a respirar. Algunas veces, la expectativa resultaba fallida: no decía una palabra: pero otras daba la noticia pedida, y eso, con detalles tan verdaderos que hacían palidecer a los oyentes y romper en lágrimas a los allegados. Tampoco era raro que, tomando el término medio entre el silencio y la información precisa, respondiera por enigmas o parábolas, como en aquella ocasión en que increpó a una madre, y para reprocharle su desesperanza le propuso el ejemplo de una bestezuela: debiera aprender del perrillo de la casa, que habiendo despedido con saltos de cachorro al que partía, ahora, viejo y ciego, pesado, se resistía con obstinación a la muerte que desde los estercoleros y los remansos de las acequias le estaba haciendo señas, en espera de comparecer, lloroso y estúpido, ante el ausente aguardado más allá del límite natural de su vida. El día en que ese perro se acueste a morir en el muladar, ese día no esperes ya el regreso de tu hijo -terminó diciéndole. Y la vieja sollozaba, arrodillada entre las ortigas.

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