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…gusanos royentes

que coman de dentro su carne podrida…

De La danza de la muerte.

Sin descanso, hora tras hora durante muchos días, había estado lloviendo sobre la tierra. Y ahora, el viento se llevaba a toda prisa los últimos jirones de nubes, dejando limpio el cielo, de un azul inverosímil, al mismo tiempo que arrancaba alaridos sordos, y todavía lágrimas, de los árboles sin hojas, negros, mutilados, crispados, desesperados, amenazantes.

No había nada por ninguna parte. Nada, sino silencio; un silencio húmedo que rezumaba, calaba hasta lo más hondo; un silencio que era la ausencia y el vacío de la atronadora refriega, ya pasada. No había nada, nada sobre la tierra… Bajo ella, muertos infinitos yacían en confusión, ahora casi tierra ya también ellos, y todavía lastimada humanidad, sin embargo; muertos preñados con el plomo de su muerte, muertos retorcidos en el horror de su martirio; muertos consumidos en la perfección absoluta de su hambre; muertos. Sepultados de cualquier modo, entre las raíces de los vegetales -entregados a esas garras ávidas, insaciables, vivificadas por la lluvia que había escurrido tan largamente por entre piedras y huesos.

Y los muertos, bajo la mudez angustiosa y como definitiva del mundo, entablaron un diálogo soterrado, sin comienzo ni final, ni acentos ni pausas; o quizá, mejor, tejieron una red de monólogos dichos en voz apagada y blanda como ruido de pasos sobre las hojas caídas en un sendero, sucias de barro y de invierno.

– Esta mano -dijo uno-, este puñado de huesos que se quiere hundir en la caja vacía de mi pecho, ¿perteneció a un amigo o a un enemigo? Siempre ahí, oprimiendo mi esternón con cruel ensañamiento de guitarrista, ¿no podré saber cuál fue su gesto de aquella hora para conmigo? La incertidumbre de aquel brazo que se ha hecho eterno traslada a la eternidad la angustia de mi vida, dándole fórmula definitiva y simple.

Y otro:

– Ya todo acabó; ya todos somos unos. Nos une la tierra; nos iguala la tiniebla de la tierra; nos liga, tanto como nuestro amor, nuestro odio; nos hermana la comunidad de nuestro destino.

– Impío, burlón destino, si de todo hace tabla rasa y hueso mondo para hermanar en estratos de nuestro suelo a los enemigos, hasta el punto de no poderse distinguir ya el abrazo de la agresión. Y no sólo a los que nos hemos odiado por amor y nos hemos amado por odio, sino también a gentes que vinieron de otras tierras a profanar la nuestra con su codicia logrera, para caer sobre espinos y abrojos cuya fiereza no sospechaban.

– Así es, sin embargo; todos iguales. Y todos igual a nada. Es la grande y redonda verdad, a la que se llega por todos los caminos del mundo.

– En esa mascarada de la muerte, ¿quién es quién, y quién conoce a quién?

– Para siempre, sumidos en este no conocer.

– Bajo las pisadas de los caballos, bajo la reja de los arados, bajo las nieves, y los soles, y los vientos.

– Convertidos ya en suelo patrio, en jugo nutricio de Historia, en dolor y orgullo de los que aún viven y de los que vivirán después.

– Pero ¿sigue la vida? ¿Otros siguen viviendo? ¿No quedó todo detenido de repente un día para nunca más?

– Seguirán su curso los ríos, de nuevo limpios después de haber arrastrado pesados, lentos despojos (¡tanto y tanto han visto los ojos de sus puentes!). Seguirán su curso las estaciones del año en segura rotación: florecerá el campo, y luego volverá a ponerse adusto; vendrán soles blandos, indecisos, tras los soles violentos que arrancan de las breñas mariposas de luto y de fuego. Pero apenas puede concebirse que otros seres humanos sigan viviendo más allá de nuestra muerte, a nuestras espaldas, ni cabe imaginar siquiera esa vida. ¿Habían de ser ellos sangre caliente de nuestra sangre helada, y podrían comer los frutos regados con el jugo de nuestro corazón? ¡Seguir viviendo! Y luego ¡qué villana trivialidad, qué sabor insípido habrían de encontrarle ellos mismos a esa vida, cuando les reviniera a la boca el gusto amargo y glorioso de los días del sacrificio! No; no puede imaginarse tal vida.

– Ni en puridad existe. Pues parecen seres vivientes, y quizá creen serlo: pero no son sino sombras, dobladas de dolor, silenciosas, errabundas, vacías, aterrorizadas. Muchos tienen miembros de su cuerpo pudriendo ya entre nosotros; el alma, todos la tienen muerta. Son proyección nuestra, fantasma, nada. Si hablan, nada dicen; su voz es opaca, suena como el cristal de los vasos que un aire ha trizado; se advierte en ella el poso de lo que no llegó a decirse y ya no se dirá nunca. Si ríen, es con risa hueca de calavera, con risa de nervios y espanto. Y sus ojos nos buscan siempre, atraídos por los senos de la tierra; siguen a las hormigas, quieren distinguir las lombrices del fango, pretenden enviarnos mensajes con los animales que minan el suelo -y ya no saben mirar de frente, huyen la vista unos de otros. ¡Pobres vivientes! ¡Cuánta compasión merece su suerte! Creyeron haber escapado con vida, y la vida se había escapado de ellos.

– Pero, no; que al menos saben, recuerdan. Si su vida quedó cortada como la nuestra, vacía de futuro, tienen en cambio todo el pasado para revivirlo y paladear sus sabores, y desandar el camino una y mil veces. Y saben el nombre de cada uno, y pueden distinguir al enemigo…

– …y aún, en su insensatez de sombras, por la fuerza del hábito criminal, siguen asesinando y siendo asesinados, ya sin odio, sin pasión, lánguidamente, con desgana y hartazgo.

– En todo eso ha de haber, no obstante, una especie de vida y hasta, para algunos, de vida frenética.

– Pues ¿y los traidores, y los insensatos, y los sádicos (locos de atar que anduvieron sueltos); los autores responsables de la tragedia; los verdugos; los frívolos profundos? Preservados por su contumacia los unos, por inconsciencia los otros, por la fuerza funesta de su instinto los demás, acorazados todos ellos tras su respectiva insania, vivirán, y vivirán plenamente.

– Creen vivir quizá, porque están de pie. Pero tienen corrompidas las raíces del ser.

– Los que perpetraron la traición, cegados por la soberbia y poseídos por la furia del mando, están protegidos contra la pesadumbre de todo cargo de conciencia por la liviandad de sus cerebros que les consiente aceptar sin examen los endebles idearios (sarcasmo, a la dura luz de hoy) con que apresuradamente quisieron vestir y dar hechura a su fechoría. En cuanto a sus partidarios, el séquito lamentable de los cobardes, pobres de espíritu, crueles por miedo, por resentimiento, hasta por ramplonería, éstos, saciado con el terror su terror, se sentirán aliviados… Más penoso será el destino de los responsables de la otra banda, de los primeros, o últimos, o sumos responsables, los que con su frivolidad propiciaron la traición; los flojos, los inhibidos, los débiles de voluntad, los pasivos, omisos y remisos -lanzados ahora como tristes pingajos a la intemperie para rumiar sin tregua su culpa. Pues su infierno está hecho de su propia clarividencia, y su tormento de su análisis.

– Pero tal es su vida auténtica, la que cuadra a su condición. Si ya terminó el mortal forcejeo que los aprisionaba, y han sido por fin liberados, ¿qué mayor delicia? Les abrumaban las situaciones públicas que con tanto afán habían alcanzado, el peso de sus codiciados cargos y prestigios se les vino encima de improviso, al tornárseles en verdades ardientes las mentiras de su boca; y creyeron morir aplastados, porque sus enemigos tardaban ya en venir a desligarles. ¡Qué encanto, ahora, poder saborear el agridulce de la derrota, lejos, solos! ¡Y qué secreta gratitud hacia sus enemigos-libertadores que han convertido al pueblo indómito en un sosegado pueblo de cadáveres! Sí, ésos también viven sin duda, y viven en su elemento, como el pez en el agua.

– No porque sean muertos de nacimiento son menos muertos. Los fuegos fatuos de su intelectualismo, su profesionalismo, de sus pseudos y sus paradojas, pudieron pasar a veces por brillo de vida, no habiendo sido nunca sino luces mendaces de cementerio, vanidad de pudridero y gala de osario.

– ¿Distinguirán, acaso, en la masa compacta del silencio del mundo, en el obstinado callar de los muertos y de las sombras mudas que aún recorren la superficie de la tierras, las vetas de desprecio hacia su ser, el verde y amarillo de la náusea, al igual que los otros perciben sin duda flecos del odio salpicándoles en el rostro como el salivazo caliente, cárdeno, agrio, de la sangre de sus víctimas?

– Sea como quiera, todos merecen compasión; también ellos, unos y otros. No porque el loco ignore su locura, su desvarío frenético o su desvarío caviloso, es menos digno de aquella. Pues, en realidad, se compadece en él, no tanto a él mismo como a la humanidad entera: el no saber y no sentir; la inocencia patética de los recién nacidos; el titubeo de los viejos a quienes, de pronto, se les ha hecho desconocido el mundo; el tantear desesperado de todos hacia lo que no entienden, o entienden mal. Y hasta, más allá de las fronteras, el propio pasmo de los animales sujetos a una suerte que no alcanzan.

– Y ¿hemos de ser nosotros quienes los compadezcamos a ellos, que viven o creen vivir, culpables y traidores; nosotros, la legión innumerable de los sacrificados, de los que estamos comiendo tierra y los que comen, por comer algo, la yerba y las raíces?

– Nosotros, sí, que los contemplamos desde esta gran verdad impasible, unidos para siempre en el anónimo de cada uno y la gloria de todos.

– Nosotros que, todavía fresca la sangre en los labios de la tierra, húmedos aún los pañuelos, calientes los escombros, rotas las gargantas, aterrados los pájaros, nos hallamos instalados ya en una inmortalidad severa, impasible, marmórea, distante.

– Pero ¿es que puede fundarse en nuestra terrible muerte gloria alguna, más allá de la piedad que trasciende de las piedras calcinadas y rotas; orgullo alguno, sobre desolación tan grande? Pues, por nuestra obra, bajo el cielo, de norte a sur y de oriente a occidente, toda la geografía es cementerio: cementerio las marismas, los valles, las llanuras, las montañas violentas y las dulces rías, los huertos y jardines; cementerio las lagunas y pantanos; cementerio los suburbios de las ciudades, el borde de las carreteras, las playas, el lecho de los ríos. Y los hombres mismos son cementerio de sus muertos -encierran dentro, pudriendo, sus muertos: padres, hermanos, hijos, amigos. Y enemigos. Enemigos, sí; que también los enemigos se llevan sobre el corazón, y hacen hediondo el aliento de quienes los han matado con sus manos o con el deseo.

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