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Doña María despidió a todo el mundo, y se quedó a solas con el espantoso envoltorio sobre el regazo; su peso parecía doblarle las piernas. Después de un rato desanudó las puntas del pañuelo y, poniéndose en pie, levantó a la altura de la suya la cabeza exangüe de doña Leonor: desencajada la boca, pegadas con cuajarones las grises mechas de su pelo… La reina -entre sus manos aquella cabeza extrañamente chica, gastada, borrosa- rompió a llorar de fatiga. Pero en ese mismo instante comenzaron a tocar las campanas anunciando la llegada de la procesión que traía al rey difunto. Se repuso; depositó el despojo sobre la mesa, echóse agua fría en la cara, y tañó una campanilla de plata para dar órdenes.

Por una puerta entraba en Sevilla el cuerpo del rey muerto, y por la otra llegaba noticia de que sus hijos, los bastardos, se estaban fortificando en sus castillos. Cuando -ya en la catedral, y durante el oficio divino- supo don Juan Alfonso las temibles novedades, sintió que con ellas se abatía sobre su cargado corazón el barrunto que por el camino no había dejado de revolotear por encima de su cabeza: entre las nubes de incienso y los graves tonos del canto ritual vio cómo se alzaba ya, inexorable, el final desastroso de este reinado.

Y, sin embargo, ese destino debería avanzar a lo largo de los años, lento, fatigoso, pesado, mediante episodios tortuosos -tortuosos, e inútilmente crueles- en los que tendrían su parte, no sólo las furias de la sangre, sino también, de modo bastante misterioso, los empeños mismos de la buena voluntad. ¿De qué hubieran podido valer contra un tal destino los cálculos de la prudencia, las diligencias discretas, las mañas del político? ¿De qué valió, en efecto, el trabajo emprendido y continuado durante meses por la buena voluntad de don Juan Alfonso para ver de disipar el horror que la insensata reina infundiera con su venganza en las gentes de la casa de Guzmán? ¿De qué, las demoradas negociaciones, las protestas, las promesas y gajes? ¿De qué, el empeño de muy buenos varones del reino? Las más ruines ocurrencias venían siempre a envenenar el fruto de los mejores deseos. Y así fue cómo, no mucho tiempo después, el maestre don Fadrique se encaminó hacia la muerte por los mismos pasos que debían conducirlo al favor del rey; pues éste, persuadido al fin, lleno de benevolencia, lo había llamado a presencia suya para arreglar mano a mano, amigablemente, la enfadosa porfía del maestrazgo; a su espera estaba en el Alcázar, dispuesto a estrechar contra su corazón y besar la mejilla de aquel hermano a quien nunca había visto antes y cuya gentileza tanto le habían ponderado, cuando alguien le trajo, a última hora, delación de su falsía; supo a ciencia cierta que, antes de acudir a su llamado, el maestre de Alcántara había concurrido a deliberar con los otros bastardos y, lleno de irreconciliable rencor, se había quejado ante ellos contra el rey que cercenaba sus fueros; hasta pretendían poderle repetir a éste el tenor exacto de sus amargas palabras: "¿Qué maestre soy yo?", decían que había dicho. "Una a una, me ha despojado él de todas mis prerrogativas. Ni siquiera se me deja ya entrar en los castillos de la Orden sin anuencia suya… La cruz del hábito se ha convertido sobre mi pecho en baldón de ignominia." Y así, había recapitulado la enconada querella con infatigable prolijidad. Lágrimas de rabia y de vergüenza llegaron a brotarle de los ojos recordando la escena de desacato en que una guarnición, por obediencia al rey, se la negaba al maestre, su señor natural. "Exhortaciones, amenazas: ¡nada! Tuve que volver las espaldas, humillado." "¿Cómo puedo saber -concluyó- para qué soy llamado al Alcázar? ¿Debo ir allá?" Parece que los hermanos habían acordado, tras muchas discusiones, que don Fadrique acudiera a Sevilla fingiendo ánimo de conciliación y, después de haber obtenido las concesiones posibles de don Pedro, las empleara quizá más tarde contra su tiranía. -Esta fue la confidencia que le trajeron: la noticia había corrido más veloz que el propio maestre hacia la cámara del rey. Y cuando le anunciaron su llegada y lo tuvo ahí, en persona, ante las puertas, ya estaba cambiada la disposición de su voluntad, y ardía en su pecho la ira, alimentada por la revulsión de su anterior benevolencia. ¿Ahí estaba, pues, el falso?

Don Pedro se asomó a la ventana y pudo ver abajo la compañía del maestre, todos jinetes en caballos blancos de jaeces escarlata. Los hombres de la escolta habían quedado aguardando en el patio, mientras don Fadrique echaba pie a tierra y penetraba, solo, en el palacio… Aún no había subido el primer tramo de las escaleras, cuando oyó -y en sus labios quedóse cuajada la sonrisa- el vozarrón que, desde lo alto de la balaustrada, lanzaba contra él una orden de muerte. "¡Maceros -gritaba-: muerte al maestre de Alcántara!" Alzó la cabeza don Fadrique y por vez primera, aterrorizados, se encontraron sus ojos con los iracundos de su hermano Pedro. "¡Traición!", exclamó el maestre, ronca la voz de espanto. Y la voz enfurecida y temblona del rey lo persiguió escaleras abajo: "¡Sí, bastardo! ¡Sí! Contra la traición, ¡traición!" De todas partes acudían maceros atajando el paso al fugitivo. Ya lo aguardaban unos al pie de la escalera, cuando otros descendían tras él, cerniendo sobre su cabeza la férrea cabeza de sus mazas… Saltó el maestre, en la diestra el desenvainado puñal, y pudo abrirse paso por entre los grupos que lo asediaban, huyendo por corredores y galerías. Acosado, se refugió en un aposento; un hilo de sangre, fluyendo de la rota ceja, le manchaba la barba, rubia y rizosa. Allí, apurado en un rincón, la cabeza cubierta con el brazo izquierdo y en la mano derecha el fino puñal, todavía pudo, blandiendo su hoja, escapar de nuevo hacia la sala. Pero no le quedaban más fuerzas: se detuvo, y cayó desplomado. Ya en el suelo, un último golpe le hendió el cráneo.

Todo esto había pasado con rapidez y en silencio, sin que trascendiera cosa alguna a la escolta que esperaba fuera.

Dispuso el rey: "¡Cada cual a su puesto!" Luego se aproximó al cuerpo del maestre e inclinado sobre él se puso a contemplarlo con estupor: en la magullada sien veíanse, amasados en sangre y sudor, unos rizos rubios, muy semejantes a los que se enroscaban sobre sus propias orejas; y también la boca, ensangrentada, contraída, presentaba aquel mismo trazo carnoso que, en la faz de don Pedro, era copia de la boca del difunto rey Alfonso. Pero, en cambio, aquella mano pequeña, delicada, pulida, del maestre, donde brillaba una sortija y el puñal parecía un juguete, nada tenía de común con las anchas, cortas y recias manos de don Pedro… Apartando la vista de la destrozada cabeza, el rey concentró su atención sobre esa mano mujeril y extraña, cifra de la traición. "¡Bien muerto, el maestre don Fadrique!", murmuró entre dientes, al tiempo que se retiraba.

Con eso, los puentes habían quedado rotos; ya los hermanos tenían que ser por siempre enemigos. Hubiera él sabido refrenar su cólera, cubrirla de disimulo… Pero ya no había remedio: cual incendio que después de haber arrastrado algún tiempo su pereza a ras del suelo se alza hasta los cielos con repentino ímpetu, así creció entonces la violencia en Castilla para arrasarlo todo… Apoyando la cabeza en el tronco de la encina sobre que estaba recostado, tendió su cansada vista don Juan Alfonso por las tierras que se disponía a abandonar; pesados los párpados, irritados los ojos, el incendio de las pasiones que durante años y años asolaron el reino se le aparecía bajo la imagen tantas veces contemplada de los campos ardiendo: mieses arruinadas, el sudor de una aldea entera quemado en espigas, humo, negras heridas de los rastrojos, piedra calcinada en las eras… ¡Ay, mi don Pedro, ya caído para siempre! El viejo ayo conocía desde un principio este final que, sin embargo, tanto bregó por impedir. ¡Ay, cuántas advertencias, cuántos ejemplos, cuántos desvelos, cuántas angustias! Te afanas, sudas, pasas trabajos: ¡en vano! En vano se había esforzado don Juan Alfonso por cumplir el encargo que en su agonía le diera el señor rey. Con el peso todo de sus artes de gobierno, de sus letras y de su buena voluntad, había podido tan poco y nada, como desde su tumba el propio difunto cuyos hijos desgarraban el país hasta dejarlo hecho sangrientos jirones; tan poco había podido remediar en vida de don Pedro, su pupilo, como podía ahora que ya don Pedro mismo había caído bajo el puñal de don Enrique y él, fugitivo de la muerte, desterrado, evocaba las sombras inconsistentes de lo que fue.

"¿Quién sujeta -pensaba el anciano-, quién sujeta a las bestias desbocadas, ni qué fuerzas mandan las palabras razonables? Calculas tu jugada, preparas cuidadosamente alfil y torre; has trazado un plan, y gozas imaginándote al adversario que se debate y sucumbe bajo el poder sutilísimo de tu juego… Pero un manotazo impaciente viene a romper los combinados movimientos, si no es que derriba el tablero en un fracaso de reyes y damas. Entonces, ¿qué hacerle? ¡Vuelta a empezar!" Don Juan Alfonso recordó trazos, perfiles sueltos de una lejana y vaga escena en que, jugando al ajedrez con el joven rey, éste había destrozado la partida a punto de perderla: veía su mano ancha y pecosa caer torpemente sobre los dos trabados ejércitos y barrerlos juntos, entreveradas las piezas blancas con las piezas rojas; y veía las rodillas del rey empujar la mesita liviana, alzarse su cuerpo y, en pie ya, iniciar una paseata a lo largo de la sala: paseos coléricos, rabiosos, ante la expectación silenciosa… ¿Quién era el otro hombre que, parado junto a la mesa de juego, seguía a la par suya los movimientos furiosos del muchacho? ¡Era don Samuel Leví!. Ahora, de golpe, le acudía a la memoria la escena cabal: don Samuel, el tesorero, había llegado con sus pasos de gato junto al rey don Pedro, y se había detenido a seguir en silencio el curso de la partida, dejando oír tan sólo algún que otro suspiro; hasta que, a favor de una pausa, consiguió interesarlo con una frase suelta en lo que se proponía decirle. Le traía al rey el informe del asalto dado a la judería de Toledo por las gentes de don Enrique, según lo había recogido hacía un momento de labios de su sobrino, José Leví, una criatura de quince años, que llegara hasta él escapándose del desastre. Don Samuel empezó su relato en forma impersonal; pero pronto no hacía sino describir, juntas las manos, lo que el muchacho le había contado, y tal como si él mismo lo hubiera visto con sus propios ojos. Acababa la familia de tomar su almuerzo y seguían aún a la mesa, entretenidos en comer dulces y en conversar, apaciblemente, cuando, de golpe, se abrió la puerta y, despavorida, apareció en su marco una de las criadas con las manos sobre la cabeza: "¡Vienen, llegan!" Antes de que pudiera explicar la causa de su miedo, ¡el tumulto que se precipita, y que lo arrasa todo en un instante! Desde el fondo del armario en que fue a esconderse, divisó el muchacho la cruel escena: paralizado de terror vio José el hacha que hendía la cabeza venerable de su padre; y aquellas manos velludas que empuñaban el mango eran las de otro José, José Rodríguez, el oficial talabartero que, sin lograrla, había pretendido durante dos años la mano de su hermana Estrella: ahora la tenía postrada a sus pies, más blanca y pálida que su nombre, y se disponía a violar el desmayado cuerpo, mientras otros facinerosos saqueaban la casa y llenaban de platería tintineante bolsas y pañuelos… Todo esto tuvo que presenciar el joven desde el fondo de su escondrijo. La encanallada turba resollaba azacaneada, lanzaba exclamaciones de codicia y, a ratos, quedaba en un silencio increíble… ¿Cómo no lo habían descubierto a él todavía, ahí en su escondrijo? No pudo aguantar más. Salió del armario, fue a arrodillarse ante el talabartero y humilló la cabeza en espera de la muerte. Pero, en lugar de otorgársela, aquella mano tosca separó sus greñas con levedad inverosímil, casi con cariño… Ya comenzaban a arder los fondos de la casa: huyó el tropel, y la pobre criatura escapó también corriendo. Nadie quería reparar en él; nadie. Anochecido, fue a dormir bajo el puente del Tajo, y con la madrugada emprendió camino hacia Sevilla, en busca de su poderoso tío…

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