Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Refrenando por respeto la cólera había escuchado don Enrique el discurso del anciano, en cuya demora hallaron los demás nobles espacio para cavilar su preocupación. Pero las últimas palabras, trayendo a lo vivo la ocasión engañosa de aquella asamblea, reavivaron con su imprudencia la regia ira; y así, no bien hubo cerrado sus labios el condestable, le replicó el rey:

– Hartos son, en verdad, para una vida cinco reinados, y difícil de soportar la variedad de su poder. ¿Qué no sería si esos príncipes, en lugar de haber reinado por sucesivo orden, hubiesen reinado juntos, y si en lugar de cinco fuesen veinte?

Demudado por la furia, las primeras palabras habían salido, lentas y silbantes, de su pecho; pero tras la pausa de la primera frase comenzó a vibrar su voz, trémula al comienzo de la pregunta, y después cada vez más alta, hasta alcanzar el tono de la imprecación: – Pues ¡veinte!, ¡veinte, que no cinco, son los reyes que hoy reinan en Castilla! ¡Veinte, y aún más! Vosotros, señores, sois los reyes de ese reino; vosotros los que tenéis el poder y la riqueza; vosotros los que ostentáis autoridad, los que disponéis, los que mandáis y sois obedecidos… Pero yo juro por esos antepasados míos que nombraste, condestable Alfonso Gómez, juro que vuestro falso poderío ha caído de aquí en adelante, y no volverá a levantarse ya jamás en estas tierras.

Tornó la espalda el rey. Todas las miradas se alzaron entonces desde las losas del suelo hasta el penacho de su yelmo.

Luego que hubo desaparecido tras la puerta, quisieron ellos consultarse; pero no les dio tiempo la guardia que, invadiendo el salón, acudía a desarmarlos y prenderlos.

Mientras se daba así cumplimiento a las diligencias ordenadas para despojar a los magnates insolentes, dos criados desarmaban y desnudaban al rey, y le ayudaban a meterse en la cama. Don Enrique temblaba como una hoja, daba diente con diente.

Ya casi había pasado el estío y se anunciaba el otoño cuando el Doliente quiso levantar de nuevo la cabeza y dominar su postración y saber lo que se había hecho de sus prisioneros mientras tanto él estuvo sumido en fiebres y delirios. Nadie le daba razón; mas, como apretara e insistiera, vino a enterarse de que todos ellos se hallaban libres y tranquilos en sus moradas. Y supo más; supo con estupefacción que él mismo, el rey don Enrique, era quien había decretado esa libertad.

Cayó entonces en una sima de silencio. Por mucho que se esforzaba no le era posible recordar nada. Y ¿quién hubiera podido socorrer su memoria?, ¿quién?, ¿aquella pobre Estefanía acaso, que, sentada a la vera del lecho, le ahuyentaba las cansadas moscas?

(1946)

11
{"b":"81598","o":1}