Pronto recuperó el ánimo, y pudo hacerse con la jauría que alborotaba en sus oídos. Su cara dijo que no, tras el escudo de unas manos que oponían las palmas pálidas al mundo. Una y otra vez insistieron los grandes del reino, y otras tantas volvió a denegar aquella cabeza tonsurada, girando lentamente de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. No; no él; su vocación no era ésa. La negativa había perdido la premura del primer sobresalto; era serena, y estaba impregnada de una amargura que, por momentos, se transfiguraba -se corrompía acaso- en una especie mala de dicha. No; no él. El había hecho votos de servir a Dios en la humildad, con las obras que están al alcance de cualquiera, con las obras mínimas de la voluntad rendida. ¿Querían acaso perderle? ¿Cómo iba a abandonar la vestidura de Dios para empuñar la espada de quienes saben servirlo con el esfuerzo de su brazo, él, hecho a volver la violencia contra sí mismo?… Sus preguntas se repetían, y se prolongaban en el silencio, mientras sus ojos, entre consternados e irónicos, inquirían en los ojos de condes y prelados.
Pero cuando las bocas de éstos pronunciaron por fin e hicieron sonar en su propio corazón, que los caminos de Dios son secretos, y era mandato divino que en vano pretendería eludir, cedió el monje, con el alma muerta, a aquello que en su propio corazón tenía aceptado desde el primer instante.
Ramiro vistió la púrpura, ciñó la espada, calzó espuelas y, besando la corona de su padre, ocupó el trono. Los grandes acudieron a besarle la mano, helada como aquel metal, y el humilde tuvo que recibir acatamiento y mantener tendida esa mano que quisiera esconderse como un animal esquivo.
También hubo de tomar esposa; pues ahora sabía que el futuro estaba abierto como un inmenso seno a sus simientes, aguardándolas con temblorosa avidez para llevar hacia adelante su estirpe, mientras que la estirpe del primogénito había quedado trunca, deshecha, podrida en los tres lechos damascados donde, pocos meses antes de su muerte, viera la carne de sus hijos devorada por la viruela, y reducido así su nombre famoso a anidar en una rama podada del árbol de familia…
La Iglesia dispensó al Monje de sus votos, cediendo ante los signos de la Providencia, y el Santo Padre le dio permiso para desposar a la nieta del duque de Guyena, Inés de Poitiers, que le traería a Aragón su virginidad casi impúber.
Entró Inés sobre una hacanea blanca con guarniciones verdes y doradas. La novia venía acompañada de su ayo, guardada por una tropa de caballeros de su casa, y seguida por más de veinte acémillas cargadas de vestidos y regalos. Para que llegase descansada a la Corte, había acampado la compañía en cierto lugar casi a una legua de Huesca, desde donde se adelantó para anunciarla un hermano de la nueva reina, con un escudero. Don Ramiro salió a aguardar, en medio de sus criados, hasta las puertas de la ciudad. En viendo a su esposa, bajó los ojos el rey, pero enseguida volvió a levantarlos, ahora imperturbables y duros, y la miró desde detrás de la máscara impasible que se había compuesto a toda prisa con los músculos mismos de su cara, y que a ella le resultó turbadora y horrible: hecha de amarilleces ajadas, de pelos rojizos agrupados en espesas cejas y en una barba rala y todavía corta; demasiado grande en conjunto para el tronco que la sostenía, corto de talla y delgado de miembros, y como sumido dentro de la rica vestidura de novio. En el ánimo de Inés se sobrepuso enseguida a esta visión la alegre inocencia y la fuerza caudalosa de su corazón entero: dominando también su propia fatiga, el cansancio de su pelo lacio, de sus ojos sin pestañas irritados por el polvo, y de su pecho tierno y un poco hundido, se sintió y lució hermosa al brotarle de repente el amor que traía guardado para su esposo, y que tenía aprendido de los pájaros del bosque.
El rey monje había aceptado a la esposa como parte de su destino recién manifiesto; pero no quería su amor. El amor no pertenecía a las exigencias de ese destino. Y así, venido el momento, cuando Inés, aturdida de luces, músicas, incienso y calor estival, le aguardaba temblorosa, agitada el alma en movimientos de oscura y dichosa confusión, se llegó a ella con desabrida autoridad de varón y de rey. Luego, apenas pasadas las noches nupciales, abandonó la cámara, forcejeando contra su propia sangre que quería reventarle las sienes, le golpeaba el costado y le henchía el sexo… Pero ¿acaso había de dejarse arrastrar también por su sangre?
Noche tras noche tuvo que pasar sola en el lecho la reina adolescente, ya grávida. Cada vez que sentía los pasos de Ramiro acercarse a la puerta de la alcoba, se le cortaba el aliento; pero los pasos pasaban de largo ante ella, siempre de nuevo, en un incansable recorrer la galería hasta la luz del alba -hasta el límite de la locura y del sollozo y del grito.
De esta manera se cerraba el rey a un amor que no quería admitir y del que, en alguna ocasión, hubo de escapar saliéndose al campo y cabalgando en la noche, primero al galope y luego despacio, al andar del caballo, puestos los ojos en la negra masa de las encinas y el oído en el diálogo interminable del arroyo y del ruiseñor, un diálogo penetrante, pero envuelto en sombras: como su destino.
Cada vez se le hacían más oscuros los designios de Dios; nuevas ramas espinadas y floridas le brotaban en las entrañas cada día para distraerle durante horas enteras. Suplicaba al señor que le permitiera saber el enigma de aquel engaño en que lo había tenido, y por qué le había hecho aborrecer el poder para luego hacerlo poderoso, y le había empujado con la suavidad irresistible de su mano hacia el camino de la humildad y obediencia para ordenar luego a su alma sumisa que adoptara el ademán imperioso de los soberbios. Pues, en verdad, temía a su propio poder más que los mismos súbditos, y la sensación de la autoridad que rodeaba a la púrpura le subía su color a las mejillas.
Apenas si dejaban lugar sus cavilaciones a las cosas venidas de afuera: eran o demasiado crudas, o demasiado triviales, y en ningún caso tenían el tamaño de su ánimo; no eran cosas para él. Él sabía atarse las calzas y moverse en el espacio breve de una celda; sabía también descubrir el semblante de Dios en el movimiento de los cielos, en el temblor del agua, en la oscilación desolada de la rama que el pájaro abandona. Pero si tenía que sentarse a dirimir una querella entre dos barones que medían codicia con altivez, u obstinación con miseria, apenas si podía mantenerse en su asiento: apresuraba el laudo, y dejaba irritados a los contendientes, y la Corte misma se sentía vejada, y más vejada aún porque la justicia del fallo era intachable: lo había dictado el rey en su mente desde el comienzo, juzgando el pleito en los ojos de los adversarios, y juzgándolo bien; pero no les había permitido explayarse, ejercitar la perfidia y acreditar la torpeza, volcar a sus pies el encono, y tuvieron que volverse a marchar con el lío de sus malas pasiones como el buhonero al que despide el campesino sin haberle consentido que desate su mercancía… Y siempre lo mismo: agitado, envuelto en polvo y mojado en sudor, un emisario se acercaba a su oído para depositar allí, con voz en que el aliento brotaba a borbotones, la noticia de que el rey de Castilla se había entrado de nuevo por tierras aragonesas, y ya tenía en su poder Tarazona, o Calatayud o Zaragoza. El rey monje lo miraba despacio, y cuando la mala nueva alcanzaba a penetrarlo como piedra que cae en las aguas espesas de un estanque, aplazaba con una seña el asunto, quién sabe si para entregarse otra vez, la cabeza en la mano, a reconstruir con ansia un cierto gesto que le había acudido a la memoria desde lejanas brumas del pasado, y que lo mismo podría expresar el desprecio con que Alfonso, aún muchacho, sorprendiera a su niñez acurrucada en un rincón entre los criados, para oírles relatos y burlas, que el enojo dolorido de su padre, Sancho Ramírez, comprobando años más tarde, desde el arco de una ventana, su poca destreza para ensillar caballos.
E Inés, viéndolo así, insomne hasta el asombro, las horas muertas con la mejilla sobre la palma de la mano, permanecía en silencio, algo retirada de él, sin atreverse a cortar sus pensamientos. Lo amaba sin comprender nada, sin preguntar nada, lo esperaba siempre; años lo hubiera esperado; la vida entera hubiera podido seguir esperando. Pero, entre tanto, el tiempo corría: era pasado ya el otoño, el invierno, y dentro del cuerpo infantil de la reina había crecido otro cuerpo que lo dominaba vorazmente y le infundía la apariencia hinchada de una gran araña de blancura terrosa.
Llegó la hora del parto, y él quiso presenciarlo. En pie junto a la cama, asistió todas las horas de un día completo a la convulsión ritual de la sacrificada, cuyo enorme vientre inmóvil agitaba con regularidad infalible piernas, brazos y cabeza. Por fin, vio abrirse las entrañas como una grieta en la tierra y asomar, empujando, la gran cebolla de raíces húmedas sobre que debía recaer la corona de Aragón.
Cuando Ramiro quiso unir en matrimonio a Petronila, su recién nacida hija, con el heredero del rey castellano, su adversario afortunado, volvieron a sentir los señores aragoneses que el reino estaba a punto de perderse. Si Alfonso había pretendido sepultarlo en su mausoleo por pura soberbia, este manso Ramiro pretendía ahora hacer abandono del gobierno, cederlo en vida, y colocarlos a ellos bajo el poder de otro rey cuya violencia habían probado en propia carne. Se opusieron, pues, los grandes a esta voluntad negativa, a esta sutil abdicación mediante la que el rey monje creía poder recuperar lo perdido entregando el resto al ganador para que, en sus manos, se reintegrara la desmembrada tierra. Después de haber sufrido el del Batallador, temían los señores al puño de Alfonso VII de Castilla: no consintieron en los desposorios; el reino denegó su anuencia.
Y entonces, sólo entonces, se dio cuenta Ramiro de que, mientras vivía en la turbación del ánimo, aquellos que lo hicieran rey prometiéndose de su mansedumbre holgura para sus propios asuntos, habían puesto mano en los del reino; de que había perdido el poder a que temía, la autoridad de que se avergonzaba; y de que todo marchaba al fin como si hubiera recaído el reino en las órdenes militares. Y se dio cuenta asimismo de que con ello había faltado al mandato de Dios.
Dicen que pasó toda una noche pidiéndole consejo, y fuerzas para cumplirlo. En todo caso, ejecutó su crueldad pensando obedecerle. Con desgana horrible, pero con horrible seguridad, dispuso el sonado escarmiento; lo hizo, llena el alma de fría repugnancia, pero sin vacilar un instante. Hasta entonces, la voluntad de Dios le había llegado siempre a través de la meditación, entre insufribles perplejidades: había tenido que aguardarla espiando pacientemente durante horas, en la vigilia, en el silencio nocturno, para entreverla un momento en las vueltas de su razón, para sentirla apenas, imprecisa como la señal con que una ramita golpea en la ventana. Y nunca había conseguido, tras la fatigosa espera en que se agotaba aguardando signos sutiles, estar seguro de que los interpretaba bien… Pero esta vez el Señor le hizo conocer su voluntad de manera súbita y clara. Le llegó el mandato a través de su corazón, en un solo golpe de su sangre. Fue su sangre violenta quien le dictó la hazaña: ¡la sangre pide sangre siempre, quiere ensangrentar el mundo! Y tanta evidencia, tan fácil llamada, una resolución tan inequívoca, le prestó ligereza terrible para disponer lo siniestro.