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XIX

La mujer de la cara de luna le dio cuerda a la victrola y silenciosamente colocó la aguja sobre el disco giratorio. Del magnavoz en forma de cornucopia beige y estriada adornada por la figura de un perrito blanquinegro escuchando la Voz de su Amo, salió el sonido sedante aunque rayado de la voz de Nora Bayes cantando A la luz de la luna plateada ,

By the light light light of the…

Harriet pensó de nuevo en el Wabash y los otros lánguidos ríos de la América del Norte, pero se negó a mirar por las ventanas del tren detenido hacia el desierto mexicano.

La mujer no lo dijo, pero su voz apagada le dejó entender que esta rayada pieza musical serviría para apagarla aún más: ésta era una mujer perpetuamente temerosa de ser escuchada por los hombres, pensó Harriet con cierto desprecio.

La campanita de la hacienda repicó.

La mujer que él llamaba La Luna dijo que era extraño oír una campana y no saber el origen de su rumor. Así supo ella que la revolución había llegado a su pueblecito provinciano en Durango: las campanas empezaron a repicar en una hora que nadie podía identificar como vísperas o maitines o cualquier otra cosa: era como un nuevo tiempo; dijo, un tiempo que no sabíamos imaginar, y entonces ella pensó en la regularidad de nuestro tiempo, generación tras generación aferrada a las estaciones tradicionales, las horas consabidas, incluso los minutos tradicionales: ella fue criada de esa manera, decente, no demasiado rica pero sí decente, su padre un comerciante en granos, su marido un prestamista en el mismo pueblecito donde todos, niños o mujeres, se levantaban a las cinco, para vestirse cuando aún estaba oscuro (eso era muy importante, nunca ver el propio cuerpo) y luego presentarse en la iglesia a las seis y regresar a casa con hambre incluso cuando se habían comido el cuerpo de Cristo (el misterio que aligeraba su memoria, el misterio que intrigaba a su imaginación: un cuerpo en un pedazo de pan, el cuerpo de un hombre nacido de una mujer que nunca había conocido obra de varón, sabe usted, miss Winslow: aquí hablamos con circunloquios terribles, de niñas nos enseñaron a nunca decir piernas sino con las que camino, nunca nalgas sino con las que me siento, La Luna rió suavemente, casi suspirando) (el cuerpo de un Hombre que era Dios) (el cuerpo de un hombre que compartía su divinidad con dos hombres más, ella los imaginaba a los tres como hombres: un segundo hombre barbado, antiguo y poderoso, sentado en un trono, que era al mismo tiempo el hombre joven clavado en la cruz; y un tercer hombre, espectral, sin edad: un mago que se llamaba a sí mismo El Espíritu, y Santo por añadidura, y que sin duda era el responsable en su imaginación infantil de todas las demás transformaciones: uno en tres, tres en uno, uno en la virgen, luego uno fuera de la misma virgen, luego uno muerto, luego resucitado y presumiblemente de regreso entre los tres sin dejar de ser uno y luego los tres-en-uno en una hostia, muchos, millones de trocitos de pan todos conteniéndolo a Él, y el Mago trabajando sin cesar, el Fantasma de un Mundo Espectral): la iglesia se convirtió así en un espectro, igual que mi casa, igual que mi destino: todos éramos espectros desplazándonos por turnos, desayuno, lecciones de lo que se llamaba economía doméstica, comida, repostería, oraciones, merienda, un poco de piano, desvestirse en la oscuridad y a la cama: una vida de niña, y usted me dirá que no era una mala vida; pero cuando la vida del hombre es uncida a la vida de la novia niña, miss Harriet, entonces esa vida se vuelve sombría, repetitiva, como le pasa a las cosas cuando se detienen y ya no florecen más a partir de lo que eran antes de que el hombre, el padre, el marido, estuviese presente para asegurar que una permaneciera siendo la niña novia, y que el matrimonio era una ceremonia del miedo: miedo a ser castigada por no ser más una niña chiquita; y sin embargo este hombre la toma a una, señorita, y la castiga a una con su sexo por no ser ya una niña, por traicionarlo con la sangre menstrual y con el vello sexual y yo que pronto comprobé mi esterilidad para darle hijos era peor: no había justificación para mi feo mono peludo, para mis feroces sobacos peludos, para mi periodo abundante como un albañal, para mis pezones irritados, inflados, florecientes pero sin leche: él me envolvió en su camisón largo burdo grueso con una rajada enfrente de mi coño y el sagrado corazón de Jesús bordado allí con hilo grueso, rojo, plateado, un emblema congelado de mi sucia feminidad, sagrado sólo ahora en el encuentro ciego con su propio sexo intocable: enfundado velozmente, seguido de un suspiro pesado, apenas unos segundos: yo sé que él se masturbaba muchas veces a fin de evitarme, y cuando la imaginación se le secaba o él me necesitaba para probarse a sí mismo que seguía siendo macho, aun entonces jugaba con su pene primero para tenerlo listo al instante de meterlo, dejarlo venirse y salirse rápidamente: yo no debía tener placer alguno y rehusé tenerlo, con o sin él: traicioné todas mis enseñanzas y me vi desnuda algunas veces frente al espejo, pero luego dejé de hacerlo, no porque sintiese la tentación de permitir que mis dedos se extraviaran hacia abajo, lejos de mis tetillas florecientes hacia mi entrepierna oscura y pesada, sino porque empecé a mirarme en ese espejo como una niña anciana, una vieja acartonada e idiota murmurando babosadas infantiles, una muñeca arruinada cantando villancicos obscenos y ensartándome las pingas imaginarias de los animales de peluche en mi vagina reseca, apasada: campanas, maitines, vísperas, confusiones, comuniones, avemarías, meaculpas, credos, humo espeso y sagrado en la iglesia y fuera de ella, homilías, miedo al Infierno, amor a Jesús amor de Jesús el hombre amor del hombre desnudo Jesús en su cruz, en su féretro, el precioso niño Jesús con su pene gordo y chiquito jugando sobre las rodillas temblorosas de su madre: la vida se había detenido y mi marido, cada sábado por la tarde, ordenaba a sus contadores recibir a los trabajadores del lugar, los pequeños comerciantes y los artesanos con sus sombreros de fieltro color marrón y sus camisas a rayas y sin cuello y sus chalecos bien abotonados, así como a los más pobres: los ropavejeros, candeleros, escobilleros y a las escasas mujeres envueltas en rebozos y escondiendo las caras, y las filas más largas de trabajadores del campo que no estaban fijos en ninguna hacienda y que toditos le debían dinero a mi marido: una larga fila de hombres y mujeres a lo largo de una calle del sábado, plana, caliente y polvosa, calle de casas chaparras con las celosías cerradas, casas encadenadas a si mismas, los candados como cinturones de castidad en cada puerta cochera, señorita, casas encarceladas por sí mismas, los bajos balcones de herrería colgando como jaulas en la cara de las casas: como los bozales de los perros, señorita, amiga, ¿puedo llamarla amiga?

A veces los vi e intenté que mis ojos se encontraran con los suyos cuando salía a confesarme los sábados por la tarde, pero un día crucé la mirada con un hombre impresionante: era un peón muy humilde vestido de blanco y con un sombrero entre sus fuertes manos, pero su cara, me di cuenta, era nueva; no había nada humilde en ella: lo que había era un orgullo temible, me miró y me detuvo con su mirada y con su mirada también me dijo allí mismo lo que yo probablemente quería escuchar (La Luna continuó:…"Soy pobre y encadenado por la deuda. Tú eres rica y encadenada por la falta de amor. Déjame hacerte el amor una noche"): tal era el orgullo feroz y deseoso de sus ojos, la mueca retadora y torcida de sus sonrientes dientes blancos, la gallardía de su gran bigote negro, la arrogancia desvelada y enmarañada de su cabeza. No pude contenerme, señorita. Toda mi educación me decía que no hiciera lo que hice. Debía bajar mi cabeza y seguir rumbo a la iglesia, deteniendo las cuentas del rosario entre mis manos cruzadas. En vez, me detuve.

– ¿Cómo te llamas? -logré preguntarle a este hombre cuya cabeza parecía demasiado grande para su cuerpo corto y poderoso.

Las celosías de todas las casas se abrieron de repente. Los rostros de todas las casas se mostraron súbitamente en las sombras de los interiores.

– Doroteo -me contestó-. Doroteo Arango.

Yo afirmé con la cabeza y seguí mi camino.

Llegué a la iglesia. Me arrodillé al costado del confesionario, modestamente, como conviene a una mujer, protegida por la rejilla del contacto con las manos del cura, pero no de su aliento. Confesé mi lista acostumbrada de pecados veniales. Él sacudió la cabeza.

– Te estás olvidando de algo.

– ¿De qué, padre?

– Te detuviste a hablarle a un desconocido en la calle. Un peón. Un hombre que le debe dinero a tu marido. ¿Qué significa esto, hija mía? Temo por ti.

Cuando regresé a mi casa, la fila de gente se había ido, las celosías estaban cerradas.

Al día siguiente, en la iglesia, el padre dio un sermón sobre la caridad. Citó a San Lucas cuando Cristo expulsó a los mercaderes del templo. Pero nos aseguró que la santa cólera de Cristo era una defensa del templo, no una falta de caridad hacia los comerciantes. Estos habían sido perdonados por Cristo, puesto que Su voz era la de la caridad eterna para todos.

Durante la cena de esa noche le dije a mi marido y a su familia reunida siempre con nosotros que había pensado en lo dicho por el padre durante la misa del domingo y no entendía si la caridad también quería decir el perdón de las deudas.

La palabra cayó como una sábana de hielo quebrado sobre la mesa.

– Deudas -repetí-. Perdonar las deudas. No sólo los pecados.

Mi marido me ordenó abandonar la mesa sin cenar: Yo era siempre la niña, ¿ve usted, señorita, amiga, puedo llamarla mi amiga?

Cuando mi marido subió a mi recámara, yo no estaba asustada, porque sabía lo que debía decirle.

– Te quiero a mi manera. Escúchame -le dije-, por tu propio bien.

– Eres indecente -me interrumpió-, dices cosas indecentes en la mesa, haces cosas indecentes en la calle, te detienes a hablarle a hombres desconocidos, hombres bajos, ¿cómo te atreves, putilla ridícula?

Lo miré derecho, como el hombre llamado Doroteo me miró a mí, y le dije:

– Siente miedo. Debiste mirar a los ojos de ese hombre como yo los miré. Debes tener miedo. Estos hombres son distintos. Han soportado todo lo que pueden soportar. Ahora te verán derecho a los ojos y tomarán tu vida. Cuídate.

Me derribó de un golpe y me dijo que me mandaría castigada al sótano si volvía a portarme mal.

¿Qué había en el sótano?

Yo nunca había bajado hasta allí.

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