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XXII

– Miré dentro de esa casa (dijo Arroyo más tarde: ahora ella se sienta sola y recuerda) y vi a mi madre casada. Mi madre casada en la casa de mi padre. Vi a la mujer de mi padre y la vi soltera. Así lo decidí. Nadie había tocado a la mujer legítima de mi padre. El no la había tocado. El había tocado a mi madre: yo nací. Mi madre estaba casada con mi padre, no la mujer legítima de mi padre. Esta no era como yo la imaginé con el viejo Graciano aquella noche que me marcó para siempre, gringuita. Era una mujer amarillenta y anciana como un queso viejo y rajado, arrollado por el abandono, sin nadie que lo comiese, durante mucho tiempo. Era tan negra como su ropa, la negrura de la ropa imitando la negrura de todos los pliegues de su carne escondida. Mortificada, mortificada: lo que desde niños escuchamos en la iglesia, la mortificación de la carne, la confesión de todos los pecados, el perdón de todos los pecados antes de morimos: ¿tu iglesia es tan dura como la nuestra, gringuita, tan rápida en atribuir el pecado pero también tan veloz en absolverlo? Cuando la mujer legítima de mi padre venía a la capilla en días de fiesta yo me preguntaba si sería perdonada después de confesar sus pecados; pues yo no podía imaginar a mi padre de rodillas y diciendo 'Perdóname': eso era ella, la portadora de los pecados de mi padre porque era la feliz recipiente de su riqueza, su nombre y su cuidado: ella tenía que pagar todo esto confesándose en su nombre. A él nunca lo pude ver de rodillas. En cambio, a mi madre no le había ofrecido alegría alguna, ni riqueza, pero tampoco pecado: yo no era un pecado, yo su única posesión no era, lo repito, un pecado. Yo no tenía nada que confesar, nunca. Ni siquiera la transformación de la mujer legítima en la mujer reseca, negra, intocada. ¿Y él? Mi deseo más secreto era estar con él después de su muerte. No al morir; don Graciano merecía eso más que mi padre, muchísimo más, y yo no se lo había dado. Mi padre no merecía nada. Juré que si por algún extraño destino yo llegaba a estar presente en la muerte de mi padre, le rehusaría mi mirada, aunque él me rogase que mis ojos lo condujesen por el camino de la muerte; juré que reservaría mis ojos para su corrupción, lo desenterraría y lo llevaría conmigo y me quedaría con él durante todos los días y todas las noches necesarias para ver la decadencia de su carne, el pelo creciéndole y luego ya no, sus uñas furtivas arañando la quietud del mundo, y luego deteniéndose también; sus párpados desintegrarse y la mirada de su muerte reaparecer desafiándome a que lo mirara, sus huesos aparecer tan blancos y tan limpios como las cabezas del ganado muerto en el desierto; ¿tú sabes cuánto tiempo toma para que la verdadera muerte, la desnuda absoluta del hueso (ella se lo preguntó antes de que él pudiera hacerlo) se manifieste, cuánto tiempo para que la esencia absoluta de nuestra eternidad sobre la tierra aparezca, Arroyo, cuánto tiempo, sobre todo, para que toleremos la visión no sólo de lo que hemos de ser sino de la eternidad en la tierra como es de verdad, sin cuentos de hadas, sin fe en el espíritu o esperanza de resurrección? ¿Cuánto tiempo te hubieras pasado contemplando el cadáver de tu padre, Arroyo? ¿Cuánto tiempo hubieras mirado a la muerte después de la muerte, Arroyo, sin saber, pobre valiente idiota, que la muerte es sólo lo que ocurre dentro de nosotros?, está bien, tienes razón pero no como tú lo piensas, no la muerte inseparable de la vida como tú lo crees, sino la muerte en vez de la vida mientras creemos estaría viviendo: yo, Harriet Winslow, vivía de tantas maneras una muerte dentro de mí, sabiendo que estaba muerta y que sabiéndolo la muerte sólo ocurriría dentro de mí, sólo dentro de mí y lo demás no contaba: ahora tú dime, general Tomás Arroyo, tú dime si yo he salido de mí misma, de alguna manera, misteriosamente, sin que yo misma sepa cómo, y habiendo vivido mi muerte solamente dentro de mí, ahora he salido a la vida fuera de mí, la vida que ignoraba, ahora la admito y tú eres parte de esa vida, pero sólo parte, mi hombrecito, no te sientas tan orgulloso, hay un millón de cosas que caen en cascada y mis palabras, mis sueños, mi tiempo, aunque los duplicaras como lo dijiste del viejo que nos odiaría si le diéramos el regalo, como tú dices, de otros setenta años, nos detestaría: ¿hay otros, además de ti, que lo hayan condenado, Arroyo?, el viejo es ahora parte de la vida fuera de mí que ahora milagrosamente parece ser la única vida dentro de mí, ¿me entiendes? y también tu amante la mujer llamada La Luna, y también la pobre mujer a cuya hija yo le salvé la vida mientras dudaba si valía la pena salvarla, dudaba si yo podría jamás tener mi propio hijo y luego salvarle la vida como salvé la de lo desconocido, lo anónimo: Arroyo, yo lo sé, no he conocido a toda tu gente, no les he dado mi mirada a todos como hubiera querido, sé que he perdido algo, ¿qué es lo que he perdido?, ¿hay un par de ojos que debieron encontrarse con los míos, soy culpable de no haber establecido, por primera vez, un mundo fuera de mí, fuera de mi mundo cerrado, lo soy, Arroyo? Tú debes decirme. Yo no puedo asimilarlo todo en tan poco tiempo. Yo soy débil y extranjera y aun en mi condición de aristocracia empobrecida, un ser protegido. ¿Entiendes esto? Pero he aprendido. Estoy haciendo un esfuerzo, te lo juro. Estoy tratando de entenderlo todo, a ti, a tu país, a tu pueblo. Pero también soy parte de mi propio pueblo, no puedo negar lo que soy, Arroyo, y aquí no tengo padre ni madre ni nada más que el viejo, sólo en el viejo me reconozco yo aquí mientras trato de reconocerlos a todos ustedes. Sólo él, ¿me escuchas, Arroyo? Tú me has obligado a escucharlos a todos ustedes (dime si me he perdido algo, Arroyo) y yo he tratado de entender por qué están ustedes haciendo todo lo que hacen. Pero si tú me permites ver que les harás a ellos las mismas cosas contra las cuales ellos están luchando, la muerte-dentro-de-ellos de la cual están huyendo en este movimiento asfixiante en el que todos estamos capturados, si yo creo que tú vas a dañarlos de la misma manera en que tú fuiste dañado de niño, Arroyo, entonces, Arroyo, me habrás matado y me habrás enviado de vuelta al aislamiento que es mi propia muerte, la única muerte que yo he conocido jamás. Y eso no te lo perdonaré Arroyo. No hagas nada contra tu propio pueblo. Pero tampoco hagas nada contra mi única gente, el viejo que escribe, Arroyo. Eso no te lo perdonaré nunca -dijo Harriet.

Entonces los cadáveres del encuentro durante la noche de los cerdos chillantes fueron tendidos alrededor de la plaza enfrente de la iglesia. Harriet había visto la reproducción del cuadro de uno de los viejos maestros que su tío abuelo odiaba tanto como deseaba, deseaba si eran famosos y sin precio, odiaba cuando aún su fama no podía disfrazar la distorsión de la realidad, las perspectivas tan escandalosamente irreales y autodramáticas (¿odiaba su tío abuelo algo tanto como el desplazamiento de la vida por el teatro, todas las cosas que se negaban a fundirse y desaparecer en su esquema del mundo, silenciosas y reticentes a fin de que él, mister Halston, pudiese ocupar el digno centro de todo? "!Qué lejos!", gritó Harriet casi con cólera): le recordaban el Cristo de Mantegna, tan solitario en su plancha fúnebre, sus pies, su cuerpo entero disparándose fuera de la tela, pateando al espectador como si deseara despertarlo violentamente al hecho de que la muerte no era noble sino baja, no serena sino convulsiva, no prometedora sino irrevocable e irredenta: los ojos vidriosos a medio cerrar, la barba rala de dos semanas, los pies ulcerados, las bocas sin aliento y medio abiertas, los hoyos nasales atascados, los costados sangrientos, las greñas empapadas de polvo y sudor, la sensación aterradora de la presencia de los nuevos muertos, de su jurar y su cargar y su andar y su detenerse erectos apenas horas antes: Arroyo tenía razón al hablar de la muerte de su padre y de la vigilia de su hijo sobre los despojos del padre: qué tal si de repente el padre salta de regreso y prueba que todos están muertos ya (esto es lo que ella supo un momento antes recostada con Arroyo en el carro de ferrocarril) y que todos estábamos duplicando nuestro tiempo en otra circunstancia, otra posición, otro tiempo: ¿eran todos estos cuerpos cuidadosamente tendidos alrededor de la plaza como muñecos blanqueados (pálidos como la niebla Arroyo que descendió de las cumbres y sin embargo anhelaba regresar a los montes) sólo la prueba de que ellos mismos -el viejo escritor y el joven general, su padre errante y su madre arraigada, el niño Pedrito y la mujer de la cara de luna- eran todos ellos cuerpos ocupados por los muertos, cadáveres habitados en el presente por gente llamada "Harriet Winslow", "Tomás Arroyo", "Ambrose Bierce"?.. Se detuvo con un miedo helado: como si nombrar a alguien, especialmente por primera vez, fuese en verdad una violación de su vida: como si al decir este nombre inmediatamente condenase a muerte al viejo, lo vio allí tendido entre los muertos de la batalla, preguntándose si Arroyo lo había matado, o ella en su imaginación, o el propio viejo en su propio deseo, oscuro y laberíntico: un nombre que ella leyó en la cubierta de los libros que el viejo acarreaba consigo; un nombre que seguramente no era el suyo, porque él no quería ser nombrado y ella respetaba su deseo expreso a fin de respetar todos los deseos implícitos también: ella estaba aprendiendo a ocuparse de lo invisible a través de lo que podía ver, y de lo visible a través de lo que no podía ver: hace unas horas, estos cuerpos estaban animados y ahora ella vio cómo los habían destripado las bayonetas, los intestinos derramados, los cerebros atravesados por las balas, los pechos puntuados por la metralla, las piernas irrumpiendo en rojos hoyos volcánicos de polvo sulfúrico, las nalgas cagadas con la última mierda, los pantalones mojados por la última meada; quizás la última semilla, quizás, si murieron con las erecciones que algunos hombres tienen cuando se enfrentan a la muerte. "Ambrose Bierce" era un nombre muerto impreso en las cubiertas de los libros que un viejo llevaba en su viaje a la muerte. Harriet no lo llamaría "Cervantes", el nombre del autor del otro libro. De manera que llamarlo "Bierce" quizás era igualmente extravagante. Pero el segundo nombre le daba un escalofrío: era un nombre invisible, simplemente porque el gringo viejo no tenía nombre: su nombre era ya un nombre muerto. Tan muerto como los cadáveres cuidadosamente dispuestos alrededor de la plaza. ¿Tuvieron ellos alguna vez un nombre? ¿Quién había entre los cuerpos que ahora vio al cruzar la plaza que ella había conocido en fiesta y en luto, cuando las plañideras se instalaron en las esquinas y comenzaron su metamorfosis ritual de vida y muerte en gesto y palabra? ¿Quién había allí que ella conociera allí? ¿Estaba allí su propio padre? ¿Estaba allí el gringo viejo? ¿Estaba allí el padre de Arroyo en medio de los gritos y el polvo naciente y las cenizas moribundas de comidas olvidadas?

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