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Lo vio inmóvil e impenetrable, cortado en dos desde la barba, y supo que se quedaría vigilando la larga frontera norte de México; para los mexicanos la única causa de guerra eran siempre los gringos.

Mansalvo miró sin querer la frontera del lado norteamericano.

– El gringo viejo decía que ya no hay frontera pa los gringos, ni pal este ni pal oeste ni pal norte, sólo pal sur, siempre pal sur -dijo el combatiente y desdobló un recorte de periódico.

Harriet, acodada al lado de Mansalvo, olió el sudor de alcohol, cebolla y cigarrillo negro del hombre. También miró la cara del gringo viejo en el recorte de un periódico norteamericano. Inocencio Mansalvo dejó caer el recorte al río.

– Qué lastima -dijo-. Yo no sé leer inglés. Ora usted ya no podrá leerme lo que decía allí.

Entonces Mansalvo se volvió y tomó con fuerza a Harriet de los brazos.

– Qué lástima. Cómo no se fue usted a enamorar de mí. Mi general estaría vivo ahorita.

La soltó.

– Siempre pal sur -repitió Inocencio Mansalvo-. Qué lástima. Con razón ésta no es frontera, sino que es cicatriz.

Entonces se alejó y Harriet lo vio por detrás, con su chaleco de gamuza encima de una camisa sin cuello y el sombrero tejano cubierto de tierra que Inocencio Mansalvo iba regando al ritmo de su paso norteño, vaquero.

Harriet no volvió a mirarlos ni a él ni al niño. Cuando cruzó el puente de fierro a El Paso, la esperaba una nubecilla de periodistas. Ellos, más que los funcionarios de la aduana, habían certificado ya que el capitán Winslow, perdido en combate en Cuba, seguramente amnésico y desorientado, victima de la sevicia española en los campos de prisioneros, pero siempre animado por el coraje guerrero que su admirable hija reconoció y recobró en los sangrientos combates de los revolucionarios mexicanos…: Harriet oyó y asimiló la historia urdida por la prensa, la aceptó como parte del tiempo que ella iba a mantener. El féretro fue colocado en un armón del ejército para trasladarlo a la estación de ferrocarril.

– Es usted noticia nacional, señorita Winslow. Un amigo suyo en Washington, el señor Delaney, ha declarado que el Senado la escuchará con gusto para testimoniar sobre la barbarie imperante en México.

Harriet se detuvo. Temió perder el contacto con su compañero, el cadáver recobrado, viéndolo alejarse otra vez, una conciencia errante y perdida en la muerte, más que nunca en la muerte, una conciencia habitada por fantasmas, padres asesinados e hijos perdidos.

– Señorita Winslow… noticia nacional…

Una bruma azul la alejaba otra vez del viejo: Harriet alargó la mano como para detener a ese cadáver errante ahora en una bruma hecha por el hombre, una niebla de vapor puntual y enérgico; para impedir la separación de los dos gringos que vinieron a México, él conscientemente, ella sin darse cuenta, a encontrar la siguiente frontera de la conciencia norteamericana, la más difícil, casi gritó en ese momento Harriet, noticia nacional, noticia nacional, tratando de separarse del grupo de periodistas para no separarse más del cadáver del viejo, la más difícil de todas porque era la más extraña siendo la más próxima y por ello la más olvidada y la más temida cuando resucitaba de sus largos letargos.

– Qué lástima. Cómo no se fue usted a enamorar de mí.

– Fiske, del San Francisco Chronicle . No ha contestado a mi pregunta. ¿Será usted testigo para que le traigamos el progreso y la democracia a México? Dése cuenta…

– ¿Le traigamos? Quiénes? -dijo Harriet dando vueltas sobre sí misma, aturdida, separada de su muerto, su compañero, mirando de un lado un puente de sol y un polvo moribundo, del otro la carrera azogada de los rieles y el humo azul de la estación de ferrocarril: el féretro envuelto en la bandera de los Estados Unidos.

– ¿Quiénes? Los Estados Unidos, señorita Winslow. Usted es ciudadana norteamericana.

– Fiske. Usted me llamó para declarar que su padre había sido brutalmente asesinado.

– Noticia nacional.

– La hemos servido con gusto. Ahora usted…

– ¿Cree que debemos intervenir en México?

– ¿No quiere vengar la muerte de su padre?

– San Francisco Chronicle .

– Washington Star .

– ¿No quiere que salvemos a México para la democracia y el progreso, señorita Winslow?

– No, no, yo quiero aprender a vivir con México, no quiero salvarlo -alcanzó a decir y abandonó al grupo de periodistas, abandonó al cadáver del viejo, corrió de regreso a la frontera, al río, al sol cansado de ese día que se iba poniendo a lo largo del occidente fronterizo, corrió como si hubiera olvidado algo que no les dijo a los periodistas, como si quisiera decirles algo a los que dejó atrás, como si pudiera hacerles entender que estas palabras no significaban nada, salvar a México para el progreso y la democracia, que lo importante era vivir con México a pesar del progreso y la democracia, y que cada uno llevaba adentro su México y sus Estados Unidos, su frontera oscura y sangrante que sólo nos atrevemos a cruzar de noche: eso dijo el gringo viejo.

Miró del otro lado del río al niño Pedrito y a Inocencio Mansalvo. Les gritó pidiendo perdón por la muerte de Tomás Arroyo, pero ellos no la oyeron ya ni la hubieran entendido. Sólo cumplí el deseo de Arroyo, morir joven, llevarme su tiempo, mantenerlo ahora .

No la oyeron gritar cuando el puente estalló en llamas.

– He estado aquí. Esta tierra ya nunca me dejará.

Ellos le dieron la espalda y la vieron para siempre entrando a un salón de baile lleno de espejos, sin mirarse a sí misma porque en realidad entraba a un sueño.

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