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Estaba un poquito pasado de copas, pero la recibió en la plataforma del carro, le ofreció el brazo como un caballero de la antigua usanza y todos sus conflictos se resolvieron en este hecho que era la presencia de una mujer joven y bella cerca de él, en disposición amena, social, lejos de las decisiones pospuestas: después de todo, la vida…

Ella aceptó la copita de tequila.

– ¡Bueno! -suspiró Harriet Winslow en situación de norteamericana en compañía de un paisano al atardecer y frente a una copa reconfortante-. Usted sabe que no es fácil dejar atrás Nueva York. Washington en realidad no es una ciudad, sino un lugar de paisaje. Los actores principales cambian tan a menudo -se rió quedamente y el viejo se preguntó si esta conversación tenía lugar al caer la noche sobre un desierto salvaje en México.

– ¿Por qué dejó usted Nueva York? -preguntó el viejo.

– ¿Por qué nos dejó Nueva York a nosotros? -ella expresó suavemente su alegría otra vez y el viejo se dijo que quizás la embriaguez de Harriet era anterior a la de él, y más vertiginosa. Y él sólo quería preguntarle de nuevo: "¿Te viste en los espejos al entrar al salón de baile?"

Pero se dio cuenta, en una mirada furtiva de la mujer que minutos atrás estaba de hecho en brazos de un hombre joven y extraño, de que ella prefería no hablarle sobre eso, pero tampoco quería parecer torpe e interrogarlo sobre su propia vida: esa mañana la norteamericana había visto la maleta abierta del viejo, un par de libros en inglés, ambos del mismo autor, y un ejemplar del Quijote; y ahora, junto a la copa, unas cuartillas y un lápiz mocho. Era más fácil para los dos, ahora, hablar de ella, de su pasado. El viejo había luchado; pudo haber muerto. Ella bebió a sorbos y le dijo en silencio sé que luchaste hoy, se te ve un entusiasmo en la cara, no te negaría un poco de candor y un poco de calor tampoco. Por eso prefirió hablar de ella y contestar así a la pregunta insistente del viejo:

– Tantas cosas quedaron sin respuesta cuando mi papá se fue a Cuba. Yo tenía dieciséis años y él nunca regresó.

Le contó que la historia de su familia era curiosa, parecía inventada, sobre todo "si se la cuento aquí". Su tío abuelo, en los cuarentas del siglo pasado, era uno de los hombres más ricos de Nueva York. Se sentía orgulloso de su hijo y lo envió a Europa a hacerse hombre. Pero también, en señal de confianza paterna, le encargó comprar algunos "viejos maestros" de la pintura clásica. En cambio, "mi maravilloso tío Lewis" compró cosas que entonces nadie apreciaba: Giotto y los maestros primitivos. "¿Sabe usted? Mi tío abuelo Halston lo desheredó, creyó que su hijo se había burlado de él comprando unas pinturas crudas y horrendas, indignas de serles mostradas a las damas y caballeros en un salón de la mansión a orillas del Long Island Sound."

Le dejó todo el dinero a sus dos hijas y las pinturas a Lewis como una herencia bufa, por ser inservibles nada más. El tío Lewis se quedó con las pinturas y murió en la pobreza. Una tía solterona las guardó en su ático "y mi propia abuela, que las heredó, se contentó con regalárselas a alguien. Cuando finalmente fueron subastadas hace veinte años, su precio resultó ser de cinco millones de dólares. Al tío Lewis le habían costado cinco mil. Pero para nosotros ya era demasiado tarde".

Se empinó la copita y le dijo al gringo viejo que imaginara nomás y él le dijo que sí, podía imaginar los sueños de una muchacha joven, ser rica en Nueva York a principios de siglo, cuando la vida era dulce allí, y en cambio "tener que esperar, esperar como su madre tuvo que esperar también, no fue fácil, claro que no fue fácil", porque ellas no estaban acostumbradas a aceptar caridad, en cualquiera de sus formas; los pretendientes no abundan para una muchacha sin peculio, hija de un oficial menor perdido en Cuba, la hija de la viuda de un capitán del ejército cursando estudios normalistas en Washington, D. C., para estar cerca de Dios sabe qué y…

– Bueno. ¿Y usted? Allí termina mi historia.

– Imagínese

– Si -ella dijo sí y volvió a mirar las cuartillas garabateadas, el lápiz mocho-. Estudiamos literatura en la escuela, ¿sabe usted, señor? Qué bueno que trajo el libro de Cervantes a México.

– Nunca lo había leído -dijo el gringo viejo-. Pensé que aquí…

– Nunca es demasiado tarde para leer a los clásicos -esta vez Harriet ofreció la copita y el gringo se la llenó antes de servirse su cuarta, quinta…- o a nuestros contemporáneos. Veo que también trae usted dos obras del mismo autor, un autor americano vivo…

– No las lea -dijo el viejo limpiándose el bigote del sabor pungente del tequila-. Son obras muy amargas, diccionarios del diablo…

– ¿Y usted? -insistió ella, como él había insistido, ¿se vio ella en los espejos al entrar al salón de baile?, ¿qué historia le contaban los espejos?

– ¿Y él? ¿Iba a repetir acaso todo lo que sentía? Vine a morirme, soy escritor, quiero ser un cadáver bien parecido, no tolero cortarme cuando me afeito, tengo temor de que un perro rabioso me muerda y luego morir desfigurado, no le tengo miedo a las balas, quiero leer Don Quijote antes de morir, ser gringo en México es mi manera de morir, soy…

– Un viejo amargo. No me hagas caso. Es una simple coincidencia que nos hayamos encontrado aquí. Si no la encuentro a usted, miss Harriet, sin duda encuentro a un periodista gringo de los que andan siguiendo a Villa y a él no tendría que contarle mi historia. La sabría.

– Pero yo no la sé -dijo Harriet Winslow-. Y yo he sido cándida con usted. ¿Un viejo amargo, dice?

– Old Bitters. Un despreciable reportero remuevelodos al servicio de un barón de la prensa tan corrupto como aquellos a los que yo denuncié en su nombre. Pero yo era puro, miss Harriet, ¿me lo cree usted? Puro pero amargo. Yo ataqué el honor y el deshonor de todos, sin hacer distingos. En mi tiempo fui temido y odiado. Tómese otra y no me mire así. Usted me pidió candor. Yo se lo voy a dar. Para eso me pinto solo.

– No sé, en verdad, si…

– No, no, no -dijo terminantemente el viejo-. Usted entiende por qué me tiene que oír hoy.

– Mañana… Yo sé su nombre.

El viejo hizo una mueca irónica.

– Mi nombre era sinónimo de la frialdad antisentimental. Yo era el discípulo del diablo, sólo que ni siquiera al diablo hubiera aceptado como maestro. Mucho menos a Dios, a quien difamé con algo peor que la blasfemia: con la maldición a todo lo que Él creó.

Ella intentó una interjección graciosa, ella era metodista, él soñaba, un minuto, quería imaginarlo, pero él no le permitió ningún juego, ninguna distracción.

– Me inventé un nuevo decálogo -dijo él abruptamente.

"No adoréis más imágenes que las que aparecen en las monedas de vuestro país; no matéis, pues la muerte libera a tu enemigo de su constante penar; no robéis, es más fácil dejarse sobornar; honra a tu padre y madre, a ver si te heredan su fortuna."

– De manera que me inventé una nueva familia, la familia de mi imaginación, el objeto de la destrucción a través de mi Club de Parricidas. Por Dios, si hasta en los senos de mi madre percibí señas de canibalismo y urgí a los amantes a que se mordieran al besarse, anden, muérdanse, bestezuelas, cómanse entre sí: muérdanse… ¡ja!

Se puso de pie sin quererlo, haciendo que se cayeran las cuartillas y el lápiz precariamente detenidos sobre el descanso de una silla en la plataforma y afuera la noche del desierto reclamaba su parentesco con el mar vacío. Las lejanas montañas duras y pelonas tenían el color de las pirámides. Los pájaros pasaron con un rumor de pasto ondulante y quebrado.

– Oh, tuve mi minuto de gloria -rió sarcásticamente el viejo, en cuclillas, recogiendo sus materiales de trabajo-. Me convertí en la némesis del gran corruptor y desfalcador californiano hasta que él mismo me invitó a visitarle en su oficina y trató de cohecharme. Si, le dije, yo soy incorruptible. Él se rió como me río ahora yo, miss Winslow, y me dijo: "Todo hombre tiene un precio." Y yo le contesté tiene usted razón, escríbame un cheque por setenta y cinco millones de dólares. "¿A su nombre o al portador?", dijo Leland Stanford con la chequera abierta y la pluma en la mano, burlándose de mí con algo peor que la burla, la complicidad de sus ojillos de ratón gris. No, le dije, a favor de la Tesorería de los Estados Unidos por el precio exacto de las tierras públicas robadas por usted, y usted, señorita, nunca vio una cara como la de Stanford cuando yo le dije eso. ¡Ja!

El viejo rió de su travesura más que al cometerla, porque entonces tuvo que mantener la cara de palo y ahora no, ahora podía gozarla, el recuerdo era mejor que el hecho, ahora si podía reír: ¿así iba a morir mañana?

– Claro -dijo secándose las lágrimas de risa con un paliacatón de alamares rojos-, un periodista investigativo necesita a un financiero corrupto como Dios necesita a Satanás y la flor requiere del estiércol, si no, ¿con qué se compara su gloria?

Guardó silencio un rato y ella no dijo nada. Recordó su paso por las montañas días antes y hasta ahora recapacitó en que sobre la Sierra Madre aún sopla el aliento poderoso de la creación.

– Hubiera aceptado el ofrecimiento de Stanford y le hubiera tirado su puesto a la cara a Hearst, en vez de andar juntando para vivir y negándoles cosas a mi mujer y a mis hijos y luego incrementando mi culpa gastando lo poco que ahorraba en esos malditos bares de San Francisco donde los californianos nos reunimos a mirar hacia el mar para decirnos: Se acabó la frontera, muchachos, se nos murió el continente, se fue al diablo el destino manifiesto, ahora a ver dónde lo encontramos: ¿seria un espejismo del desierto? Otra copa.

– Ya no más oeste, muchachos, salvo en la frontera invisible de una copa de whiskey vacía.

Harriet Winslow tomó la mano temblorosa del viejo y le preguntó si quería seguir, si lo que había contado no era ya una derrota suficiente, y una expiación en el recuerdo. Pero él dijo que no, no era así porque él siguió justificándose, él no era responsable.

– Yo era algo así como el ángel exterminador, ve usted. Yo era el amargo y sardónico discípulo del diablo porque trataba de ser tan santurrón como los objetos de mi desprecio. Usted debe entender esto, usted metodista, yo calvinista: los dos tratando de ser más virtuosos que nadie, ganar la carrera puritana pero fastidiar de paso a quienes más cercanos a nosotros se encuentran; pues verá usted, miss Harriet, que yo en realidad sólo tenía poder sobre ellos, mi mujer y mis hijos, no sobre los lectores tan satisfechos de sí como yo o como Hearst, tan del lado de la moral y la rectitud y la indignación todos ellos, diciendo: ése al que denuncian no soy yo, sino mi abyecto hermano, el otro lector. Pero tampoco tuve poder alguno sobre los blancos de mi furia periodística y mucho menos sobre quienes manipularon mi humor y mi furia para sus propios fines. Viva la democracia.

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