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VIII

Al amanecer, el general Arroyo le dijo al gringo viejo que iban a salir a limpiar el terreno de lo que quedaba de la resistencia federal en la región. Grupos del viejo ejército trataban de hacerse fuertes en las cuestas de la Sierra Madre con la esperanza de tirarles emboscadamente y de inmovilizarlos largo tiempo por aquí, cuando el grueso de la Divi sión ya anda muy al sur, ya tomó las ciudades de la Laguna y nosotros tenemos que seguir adelante, al encuentro de Villa, dijo con tono opaco y terco el general, pero antes tenemos que limpiar el terreno aquí…

Entonces ¿aún no iban a unirse a Villa?, dijo con inquietud el viejo. No, contestó Arroyo, todos vamos a juntarnos a donde decida el general Villa para luego caer juntos sobre Zacatecas y México. Ese es el premio de esta campaña. Tenemos que llegar allí antes que la gente de Obregón y Carranza. Pancho Villa dice que esto es importante para la revolución. Nosotros somos gente del pueblo; los otros son perfumados. Villa cabalga hacia adelante; nosotros limpiamos la retaguardia para que no nos sorprendan por detrás, dijo Arroyo, ahora sonriendo.

– Somos lo que se llama una brigada flotante. No es la posición más gloriosa…

El viejo no vio motivo para sonreír. El tiempo había llegado y Pancho Villa andaba lejos. Dijo que estaría listo en cinco minutos y fue al final del carro de ferrocarril, donde la mujer con cara de luna dormía sobre el piso. Le había dejado la cama a la señorita Winslow. La mexicana despertó al entrar el viejo. El le pidió silencio con un gesto. La mujer no se alarmó; cerró de vuelta los ojos. El viejo se quedó mirando un rato el rostro durmiente de la hermosa mujer, le acarició la cabellera castaña y luminosa, le tapó con el sarape el seno descubierto, pequeño y redondo y suavemente le rozó la mejilla cálida con los labios. Quizás la mujer con la cara de luna entendía la ternura (deseó el gringo viejo).

El sueño es nuestro mito personal, se dijo el gringo viejo cuando besó a Harriet dormida y pidió que ese sueño se prolongara más que la guerra, venciera a la propia guerra para que al regresar de ella, vivo o muerto, ella lo recibiera en este sueño ininterrumpido que él, a fuerza de desear y de inducir con el deseo, llegó a ver y comprender en los escasos minutos que dura un sueño que, más tarde, la memoria o el olvido restaurarán como un argumento largo, poblado de detalles, de arquitecturas y de incidentes. Quería invitarla, quizás, a su propio sueño; pero éste era un sueño de la muerte que no podía compartir con nadie: en cambio, mientras vivieran ambos, por más separados que estuviesen, podían penetrar sus sueños respectivos, compartirlos; hizo un esfuerzo gigantesco, como si éste pudiese ser el último acto de su vida, y en un instante soñó con los ojos abiertos y los labios apretados el sueño entero de Harriet, todo, el padre ausente, la madre prisionera de las sombras, el paso de la luz estable sobre una mesa a la luz fugitiva dentro de una casa abandonada.

– Estoy muy sola.

– Puede usted tomarme cuando guste.

– ¿…te viste en el espejo…?

– ¿Viste cómo se miraron ayer en los espejos? -dijo Arroyo cuando se subió a su caballo negro, junto al gringo montado en su yegua blanca. El viejo lo miró bajo sus cejas blancas. El viejo Stetson arrugado no bastaba para ocultar su mirada azul hielo. Asintió.

– Nunca se habían visto en un espejo de cuerpo entero. No sabían que sus cuerpos eran algo más que un pedazo de su imaginación o un reflejo roto en un río. Ahora ya saben.

– ¿Por eso no fue quemado el salón de baile?

– Tienes razón, gringo. Por eso mismo.

– ¿Por qué fue destruido todo lo demás?, ¿qué ganó usted con ello?

– Mira esos campos, general indiano -dijo Arroyo con un movimiento rápido y cansado del brazo, que le arrojó el sombrero sobre la espalda-. Casi nada crece aquí. Menos el recuerdo y el rencor.

– ¿Cree usted que el resentimiento es lo mismo que la justicia, general? -sonrió el viejo.

Arroyo nada más le contestó:

– Ya vamos llegando a las cuestas de la sierra.

Entonces era aquí. El viejo miró a lo alto de las montañas dentadas de basalto amarillo. Las vertientes de la sierra eran como viejas bestias cansadas surgidas del vientre de una montaña infinitamente indiferente y generadora de sí. Pero el viejo se obligó a pensar que los federales escondidos allá arriba no estaban nada cansados. Tenía que estar alerta, igual que cuando los Voluntarios de Indiana ayudaron a Sherman a, liquidar lo que quedaba del ejército rebelde de Johnston después de la caída de Fayeteville. Una terrible ausencia, casi un olvido, resucitó en ese instante en la cabeza del gringo viejo: entonces, de joven, había deseado encontrarse del lado azul, con la Unión, contra el lado gris, los rebeldes, sólo porque había soñado que su padre militaba con la Confederación contra Lincoln. Quería lo que soñó: el drama revolucionario del hijo contra el padre.

– Van a atacar ahora o nunca -dijo el viejo, descendiendo a la realidad táctica como un azor sobre su presa-. Ahora estamos a la vista de todos.

– Si nos atacan, sabremos dónde están -dijo Arroyo. Las balas picaron la costra de tierra a doce metros de ellos.

– 'Tan nerviosos -sonrió Arroyo-. Así no nos pegan. Ordenó el alto; todos desmontaron. Excepto el viejo. El se siguió de largo.

– Oye, general indiano, ¿no puedes dominar a tu montura? Ordené el alto -gritó Arroyo.

Y siguió gritando mientras el viejo comenzó a trotar dirigiéndose derecho a los peñascos de donde salieron los disparos.

– Oye, gringo idiota, ¿no oíste la orden?!Regresa aquí, viejo idiota!

Pero el viejo siguió derechito mientras el fuego de la ametralladora pasaba encima de él, dirigido a Arroyo y su gente, no al espejismo de un caballero blanco sobre un caballo blanco, que de tan visible parecía invisible, trotando como si no notara el fuego, zafando el lazo del arzón, aprestándose. Arroyo y sus hombres cayeron de bruces, más asustados por el gringo viejo que por ellos mismos o los federales emboscados. De barriga, se dieron cuenta de que los federales se habían equivocado, la metralla no llegaba hasta donde estaba Arroyo y tampoco le pegaba al viejo. Pero ahoritita iban a darse cuenta de su error. Y entonces, adiós, gringo viejo, murmuró Arroyo, acostado sobre su pecho.

Lo vieron venir y la verdad es que no lo creyeron. El viejo entendió lo que pasaba apenas pudo distinguir sus caras atónitas. No se parecía a ellos, era como un diablo blanco y vengador, tenía ojos que sólo los tiene Dios en las iglesias; el Stetson voló y reveló la imagen de Dios Padre. Se parecía a la imaginación, no a la realidad. Bastó para que el grupito de federales perdiera los cabales antes de recuperarlos y cambiar de la ametralladora a los rifles, torpemente, sin darse cuenta de que detrás de ellos un comandante de la Confederación a caballo los acicateaba a la victoria con una espada desenvainada y que era a este jinete relampagueando su cólera en lo alto de la montaña a quien se dirigía el gringo, no a ellos que perdieron ahora su ametralladora, lazada fuera de vista y luego la arrugada y seca aparición disparó contra los cuatro hombres en la posición de franco-tiradores y estaban muertos bajo el sol, aplastados sobre un peñasco caliente, sus rostros ardiendo en la muerte, sus pies enterrados en el polvo sorprendido, como si quisieran salirse corriendo a la muerte, jugarle carreras. Un grito unánime brotó de la fuerza rebelde pero el gringo no lo oyó, el gringo siguió disparando a lo alto, contra las peñas por donde corría primero y caía después el jinete vestido de gris pero más blanco que él, despeñándose por los aires: el jinete del aire.

Todos corrieron hasta él para que parara, para felicitarlo, sacudiéndose la tierra y las espinas del pecho, pero él continuaba disparando a lo alto y al aire, sin atender el clamor de sus camaradas que no podían saber que aquí se estaba volviendo realidad fantasmal un cuento en que él era un vigía del ejército unionista que se queda dormido un minuto y es despertado al siguiente por una voz ronca escuchada por mortales: la voz de su padre sureño, montado en un caballo blanco en lo alto de una peña:

– Haz tu deber, hijo.

– He matado a mi padre.

– Eres un hombre valiente, general indiano -dijo Arroyo.

El viejo miró duro y hondo en los ojos del general, pensando que podía decirle muchas cosas. Nadie se iba a interesar en su historia. Excepto Harriet Winslow, quizás. Y aun ella, que perdió a su padre en una guerra, sería demasiado literal ante una historia así. Para el gringo viejo, aturdido por el quebradizo planeta que separa a la realidad de la ficción, el problema era otro: periodista o escritor, la alternativa lo seguía persiguiendo; no era lo mismo pero debía sacarse las opciones de la cabeza. Ya no podía seguir creyendo que iba a vivir, a trabajar, a optar entre la noticia dirigida a Hearst y sus lectores, o la ficción dirigida al padre y la mujer, y que no era posible seguir sacrificando ésta a aquélla. Sólo había una opción y por eso le dijo, como única respuesta, a Arroyo:

– No es muy difícil ser valiente cuando no se tiene miedo a la muerte.

Pero Arroyo sabía que las montañas ya estaban gritando, de abismo a cima, de cueva a cañada, sobre barrancas y riachuelos secos como los huesos de las vacas: ha llegado un hombre valiente, anda suelto un valiente, un hombre valiente ha puesto pie en nuestras piedras.

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