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No importaba; ella tampoco escuchaba más a su madre.

No se daba cuenta, pero la promesa de felicidad y juventud de la hija sólo era evidente en la cara de la pobre madre. La luz obraba esta transferencia, este regalo de la hija. Una luz. Quizás la misma que ella había perseguido como un espectro en la mansión decadente: esa misma luz habría llegado hasta aquí, a su pequeño apartamento, a cumplir el deseo de la señorita Winslow: que mi madre refleje la brillante luz de mi infancia, que la hija deje de reflejar la sombra entristecida de la madre.

Soñó: la luz se detuvo al pie de la escalera de servicio, junto al sótano que era el último y más sombrío laberinto del cascarón inservible, de la fachada amedrentada y efímera del lujo y del deber washingtonianos, la blancura de panteón de la ciudad, sus pozos negros, y el olor se volvió más fuerte; ella reconoció primero la mitad de ese olor, el olor de colchones viejos y alfombras mojadas; en seguida también la otra mitad, el olor de la pareja acostada allí, el olor agridulce del amor y de la sangre, las axilas húmedas y los temblores púbicos mientras su padre poseía a la negra solitaria que vivía allí, quizás al servicio de unos amos ausentes, quizás ella misma la señora repudiada de esta casa.

– Capitán Winslow, estoy muy sola y usted puede tomarme cuando guste.

El señor Delaney, que fue su novio durante ocho años, olía a lavandería cuando le robaba un beso, mientras se paseaban en las noches de verano, y más tarde, cuando todo concluyó, ella lo vio viejo y usado sin su cuello Arrow almidonado, y él le dijo: Bueno, qué pueden ser las mujeres sino putas o vírgenes.

– ¿No te alegras de que te haya escogido como mi chica ideal, Harriet?

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