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XVII

El viejo camina en línea recta, mascullando viejas historias que él escribió un día, crueles historias de la guerra civil norteamericana en las que los hombres sucumben y sobreviven porque les ha sido otorgada una conciencia fragmentada: porque un hombre puede estar a un mismo tiempo colgando de un puente con una soga al cuello, muriendo y mirando su muerte desde el otro lado de un río: porque un hombre puede soñar con un jinete y matar a su propio padre, todo en el mismo instante.

La conciencia errante, vagabunda, se dispersa como polen en un día de primavera; lo mismo que la quebranta, la salva. Pero al lado de esta conciencia rota del universo, una pregunta hace, el viaje de la vida, preguntándonos: ¿cuál es el pretexto más hondo para amar?

Ahora Harriet caminaba al lado del gringo viejo, pero él siguió murmurando, sin importarle que ella lo oyera o lo entendiera. Si es necesario, nuestra conciencia pulverizada inventa el amor, lo imagina o lo finge, pero no vive sin él porque en medio de la dispersión infinita, el amor, aunque sea pretextado, nos da la medida de nuestra pérdida.

Llega el tiempo de renunciar incluso al pretexto y él lo escribió así: "El tiempo de largarse es cuando se han perdido una gran apuesta, la esperanza vana de un éxito posible, la fortaleza y el amor del juego."

La miró caminando a su lado, ahora, al mismo paso que él, capaz de mantenerle su paso de gringo, largo y silencioso, no taconeado y rápido y corto como en el mundo de los hijos de España. Miró a esta mujer veloz y segura y de gusto elegante y treinta y un años de edad que le recordaba a su hija y a su propia mujer cuando era joven. Lo seguía de cerca para que los dos vieran a la distancia a Arroyo en los llanos de polvo, arengando, moviéndose, quizás destruyendo lo que Harriet Winslow había construido tan frágilmente ayer apenas; lo seguía de cerca para entender al fin sus palabras.

– Te tomó como una cosa, te dejaste violar como una cosa por el apetito animal de este hombre, te tomó para satisfacer su arrogancia y su vanidad, nada más.

– No. Él no me tomó a mí. Yo lo tomé a él.

El gringo viejo se detuvo y la miró por primera vez con verdadera violencia. Sus amargos ojos azules parecían tan tristes como sus palabras. Los ojos no creían en las palabras: los ojos eran realmente violentos.

– Entonces tú estabas hambrienta y solitaria, Harriet.

Quiso decir: No tenias necesidad de estar sola, desde que te conocí has estado viviendo una segunda vida, y has amado sin saberlo, en los mil fragmentos de mis propios sentimientos y mis propios sueños. Hasta en los espejos del salón adonde entraste sin mirarte vanidosamente, como si entraras a un sueño olvidado: hasta allí vivías y eras amada sin saberlo.

– No -respondió Harriet-, no lo tomé por lo que tú crees, porque sé que pude tener otros consuelos.

El no pestañeó. Ella no había oído su pensamiento. El no bajó la mirada azul amarga.

– Entonces, ¿por qué, Dios mío, por qué?

– Dijo que iba a matarte. Yo le dije que podía tomarme si con eso salvaba tu vida.

El viejo no reaccionó abiertamente al oír estas palabras, porque le tomó un par de minutos asimilarlo bien antes de soltarse riendo, a carcajadas, con lágrimas de risa, doblado como cuando soplaba el viento álcali y se le acababa la respiración y ella mirándolo sin comprender, llenando el vacío de la risa con más razones, dichas rápidamente.

– Arroyo dijo que pudo haberte matado antenoche, cuando lo desobedeciste y no mataste al coronel; dijo que eso bastaba: te rebelaste contra él, tu superior; tú pediste unirte a las tropas de Arroyo; él no te invitó; él creía que tú tratabas de merecer su confianza y no entendía por qué preferías probarlo volando un peso de plata en el aire que matando a un coronel federal. Yo le dije:

"-Dices que el coronel murió como un valiente. ¿No hubiera bastado?

– No -me respondió él-. También pude decirte que el viejo murió como un cobarde.

"-¿Por qué, por qué necesitabas decirme esto?

"-Porque lo vi besarte la otra noche. Eso lo vi. Lo vi en tu recámara contigo y otra vez, y otra. Perdón. Desde niño aprendí a espiar. Mi padre era un hacendado rico. Lo espiaba bebiendo, fornicando, sin saber que su hijo lo miraba, esperando el momento de matarlo. Pero no lo maté. Se me escapó mi padre. Y ahora se me escapa el gringo rebelde este, nomás porque los dos sabemos que tú no amarías nunca a un asesino."

– Te juro que tomé la decisión de venir a México antes de que consignaran al señor Delaney por fraude fed…

– Un cheque por setenta y cinco millones de pesos a favor de la Tesorería de los Estados Unidos, señor Stanf…

– No me toque ni con el pétalo de una rosa al presidente Díaz: tiene demasiados intereses en México nuestro jefe el señor Hears…

– ¿Alguien montaba el caballo? Sí, mi padre. Oh Dios mío.

– Nunca regresó de Cuba. Perdido en combate. Oh Dios mío.

– Lo espiaba bebiendo y fornicando. Se me escapó. Oh Dios mío.

El gringo viejo dejó de reír y empezó a toser, hondo y mal.

– Te han engañado todo el tiempo -dijo trabajosamente, pensando si él y ella, los dos gringos, podían al cabo sacar sus verdaderas emociones al aire sin matarlas, como ciertas flores crecen en rincones sombríos y se marchitan apenas las tocan el aire y el sol-. Primero los Miranda te hicieron llegar hasta acá para evitar sospechas y poderse escapar más fácilmente. Los Capetos de Francia quizás habrían salvado sus cabezas si piensan en contratar a una institutriz la noche misma de su fuga. Pero aquí no es Varennes, Harriet. De manera que ahora te han hecho creer que dándole tu cuerpo al general ibas a salvar mi vida.

Volvió a estallar en carcajadas el viejo amargo.

– Ricos o pobres, los mexicanos siempre se desquitan de nosotros. Nos odian. Somos los gringos. Sus enemigos eternos.

– No entiendes -dijo Harriet confundida y descreída-. Iba a matarte, en serio.

– ¿Dijo por qué?

– Porque un hombre sin miedo es un peligro para sus camaradas y para sus enemigos, así creo que lo dijo. Porque a veces hay un valor peor que el miedo, dijo.

– No. La verdadera razón.

Él quiso decir su razón, la razón de ella, imaginándola capturada y liberada por su propio pasado, el pasado soñado, los veranos húmedos de la costanera atlántica, la luz en el viejo caserón, su padre, la mujer negra, la lámpara en la mesita de su madre, la soledad y la felicidad cuando su padre se fue y nunca regresó, un novio de cuarenta y dos años que le dijo: "¿No estás contenta? Eres mi chica ideal."

– Es cierto. También dijo que sintió celos.

El viejo iba a seguir caminando, rumiando las decisiones de la hora, pero al oír a Harriet no se movió primero, luego la tomó, la abrazó, apretó la cabeza de la mujer contra su pecho.

– Muchacha, muchachita linda, mi pobre muchacha -dijo el gringo viejo, combatiendo la emoción que sintió desde que la oyó decir que Arroyo quería matarlo y que ella se entregó para salvarlo-. Oh mi niña linda, no me has salvado de nada.

Entonces la conciencia errabunda que era el sello y reclamo de su imaginación, si no de su genio, le preguntó al gringo viejo: ¿sabías que ella te ha estado creando igual que tú a ella, sabías, viejo, que ella te creaba también un proyecto de vida?, ¿sabías que todos somos objeto de la imaginación ajena?

– ¿No entiendes? Yo quiero morir. Por eso vine aquí. A que me mataran.

Acurrucada en el pecho del viejo, Hamet olió la fresca loción de la camisa; levantó una mano cariñosa y acarició las mejillas limpias, flacas, recién afeitadas del viejo, libre al fin de las acostumbradas cerdas blancas. Era un viejo bien parecido. Le dio miedo, en seguida, saberlo limpio, rasurado, perfumado, como preparándose para una gran ceremonia. Pero los distrajo el barullo lejano del pueblo, Arroyo hablándole a la gente, moviéndose rápido y autoritario entre su pueblo; los gringos lo vieron de lejos pero lo vieron de cerca, cruel y tierno, justo e injusto, vigilante y laxo, resentido y seguro de sí, activo y holgazán, modesto y arrogante: un indolatino cabal. Lo vieron mientras ellos se abrazaban y olfateaban y engañaban recortados contra el sol poniente, lejos de las ciudades y los ríos que fueron suyos, avasallados por el sentido de la revelación que a veces se aparece, "como la cara de Dios en el desierto", dos o tres veces en la vida.

El viejo le decía rápidamente al oído:

– Yo no me mataré nunca a mí mismo, porque así murió mi hijo y no quiero repetir su dolor.

Le dijo que no tenía derecho de quejarse, mucho menos de pedir compasión ahora que la desgracia le había caído encima. No tenía derecho porque él se había burlado de la infelicidad de todos; él se había pasado la vida acusando a la gente de ser infeliz. El había rodeado a su familia de odios ajenos a ella.

– Quizás mis hijos fueron la prueba de que no odié al universo. Pero de todas maneras ellos me odiaron.

La mujer le escuchó pero sólo le dijo que valía la pena vivir y que ella se lo iba a demostrar; había una niñita en el pueblo, una niñita de dos años… Pero el gringo viejo empezó a apartarla de sí diciéndole que ya lo sabía, desde que entró a México sus sentidos habían despertado; sintió al cruzar las montañas y el desierto que podía oír y oler y gustar y ver como nunca antes, como si fuera otra vez muy joven, mejor que cuando era joven -sonrió- cuando la inexperiencia del mundo le impedía hacer comparaciones y ahora se sentía liberado de las sucias jefaturas de redacción y los salones de quinqué amarillento y los barecitos apestosos donde su hijo murió y su vida había estado encarcelada mientras todos los muertos de California levantaban los vasitos de whiskey brindando por el próximo terremoto y por la próxima desaparición de El Dorado en el mar, para siempre y para fortuna de la humanidad: liberado de Hearst, liberado de los jóvenes parricidas que fatalmente asedian a un escritor famoso como los buitres del campo mexicano y dejando para quienes lo admiraron no el recuerdo de un anciano decrépito, sino la sospecha de un jinete en el aire; "Quiero ser un cadáver bien parecido".

Los ojos azules le chispearon.

– Ser un gringo en México… eso es eutanasia .

Ahora aquí, rodeado de las montañas cobrizas y la tarde reverberante y translúcida y los olores de tortillas y chile y las guitarras lejanas mientras Arroyo era tragado por la jaula de espejos de su salón preservado de la extinción, él podía escuchar y gustar y oler casi sobrenaturalmente, como el ahorcado del puente de las lechuzas que en el instante de su muerte pudo al fin percibir las venas de cada hoja, más: a los insectos en cada hoja, más: los colores prismáticos de cada gota de rocío sobre un millón de hojas de hierba.

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