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– No -dijo ella-, la vida es una cosa y la muerte es otra: son cosas opuestas, enemigas, y no debemos confundirlas para no correr el riesgo de abandonar la vida y dejar de defenderla, pues la vida es frágil y puede dejar de ser en cualquier momento.

– Ah, entonces la vida sí contiene su propia muerte -saltó Arroyo.

– No, no -Harriet negó con sus trenzas deshechas-, la vida está rodeada por su enemiga; estamos asediados por lo que nos niega: el pecado y la muerte, el demonio, el Otro…

Bajó la cabeza y añadió:

– Pero podemos salvarnos gracias a las buenas obras y a la decencia personal, a la abstinencia -y tuvo que mirar de reojo la siempre presente botella de mezcal, y en seguida se regañó por su falta de caridad- y la gracia del Señor, que es omnipresente, y accesible a nosotros porque es abundante y por eso Él es el Señor…

Arroyo la miró fijamente porque en los ojos de Harriet, un instante antes de que bajara la cabeza, él no podía descubrir nada que transformase las palabras en verdades: eran sólo convicciones, y no es lo mismo, pero se preguntó si debía respetarlas.

– ¿Sabes qué, gringuita? Don Graciano vivió mucho tiempo.

– Espero que el viejo americano también viva el tiempo que Dios le concedió.

Arroyo rió, recostando la cabeza en el mono de Harriet: -Déjalo vivir tinto como ha vivido hasta ahora, déjalo vivir el doble de tiempo, gringuita, y ya verás cómo lo detestaría. Nos detestará si le damos el doble de su tiempo. No, gringa, nos morimos porque nuestros caminos se cruzan. Nomás. El desierto es grande. Graciano, don Graciano, está enterrado allí. El siempre vivió aquí. Sus antepasados vinieron a verlo cuando lo enterramos. El gringo viejo vino aquí. Nadie le pidió que viniera. Él no tiene abuelos aquí. Su muerte sería muy triste. Nadie vendría a su tumba. Su sepultura no tendría nombre. Dile que se largue pronto, gringa. No es de los nuestros. No cree en la revolución. Cree en la muerte. Me da miedo, gringa. No tiene antepasados en este desierto.

– Háblame de los tuyos -rogó Harriet, sintiendo que pasada la cercanía de un momento la separación se acercaba a rastras y ella quería que la cercanía durara mientras pudiese, pues Harriet estaba segura, si no de la hermandad o enemistad de la vida y de la muerte, de que en la vida misma estar separados era nuestra condición compartida, no estar unidos; y estar separados, le dijo suavemente a Arroyo, era la muerte en vida, ¿él no lo creía?

Él contestó retomando su hilo y diciendo que primero los hombres blancos y luego los mestizos que pronto poblaron esta tierra, también ellos sufrieron como los indios; ellos también perdieron sus pequeñas propiedades en beneficio de las haciendas invasoras, las grandes propiedades pagadas desde el extranjero o desde la ciudad de México, convirtiendo en señorones de la noche a la mañana a los que tenían el dinero pan comprar las tierras en subasta cuando las tierras dejaron de pertenecer a los curas; y los pequeños propietarios, como su propia gente, se encontraron de vuelta arrumbados: lárgate al monte, Arroyito, vive con los indios y conviértete en un soplo de fuego, o arrástrate por el desierto durante el día, como una lagartija, escondida a la sombra del cacto gigante, o asalta de noche como un lobo, corriendo a lo largo del océano seco y huérfano, o conviértete en trabajador aquí en la hacienda: si te portas bien quizás te volveremos a dar las llaves, puedes darle cuerda a los relojes cuando seas viejo, recuerda Tomás, debes conservar tu dignidad rechazando la ropa vieja de los señores.

– Pásame los frijoles, ¿quieres?

Arroyo levantó la mirada para ver a Harriet después de tragar los frijoles y luego volvió a descansar su cabeza sobre los muslos cerrados de la mujer; los ojos de la pareja se encontraron al revés, extraños ojos de vida submarina acentuados por cejas como bolsas, bigotes, bromas púbicas extraviadas, pero el tono de Arroyo era tan severo, tan implacable, que al principio ella no podía ver nada gracioso en ello:

– He regresado para que nadie en México tenga que repetir mi vida o escoger como yo tuve que escoger.

Ella imaginó cómo se reiría el gringo viejo al oír semejante aserto y ¿por qué no se reía también ella?, ¿por qué ya no estaba irritada como al principio cuando se encontraron y ella no quería llamarlo "general"? ¿Por qué, por qué? Buscó en su alma y allí encontró un calor terrible; pero era el calor de las cenizas ardiendo sin llama: un fuego moribundo, que es el más ardiente, el fuego más resistente de todos: ¿era también el fuego de Arroyo, o era solamente, ahora ella cierra los ojos rápidamente para no ver más a esas dos marsopas nadando que eran los ojos de Arroyo, su propio fuego, el fuego de Harriet Winslow, salvado para su propia gracia después de que Arroyo lo encendió, pero no de él, no, de él sólo momentáneamente, él un instrumento para recibir un fuego que siempre estuvo allí pero que le pertenecía a ella, a la caída de la casa de Halston, veranos nunca vistos en Long Island y a su madre y a su padre y a la amante negra de su padre, un fuego que le pertenecía a todo esto que era de ella y que ahora él quería atribuirse a si mismo, con su arrogancia de macho y su implacable teatralidad, ella lo vio una vez mis detenido en una de sus posturas espontáneas, no aprendidas, un torero en un coso vacante a la medianoche, rodeado del hedor muerto de las bestias, un tenor insospechoso de una de las óperas italianas que su madre la llevó a ver en el National Theater, pero nuevamente desprovista de decorados, vestuario, cortinas de brocado: un cantante desnudo, sí, casi un niño de modales nerviosos, ascendentes, a medio llenar. Harriet hizo lo que nunca había hecho en su vida, se clavó como un ave frágil pero hambrienta entre los muslos de Arroyo, tomó entre sus labios esa cosa nerviosa, ascendente, medio llena, olió al fin la semilla extraña, lamió la punta de la flecha, mordió, chupó, se tragó lo que antes sólo había estado dentro de ella pero ahora como si gracias a este acto ella estuviese dentro de él, como si antes él la hubiere poseído y ahora ella lo poseía a él: ésa era la diferencia, ahora ella podría arrancar la cosa a mordiscones si lo quisiera y antes él podía clavarse como una espada y cortarla a ella en dos, atravesarla, alfilerearla como una mariposa; antes ella pudo ser víctima; ahora él podía ser la suya; y ahora Arroyo creció pero no quiso venirse, maldito, maldito seas, prieto cabrón, maldito sea el horrendo grasiento, se niega a venirse porque quiere ahogarla, sofocarla, machacando, palpitando, acometiendo, negándose a derramarse en su boca, negándose a gritar como gritaba con la mujer de la cara de luna, maldito negándose a fruncirse y declararse vencido, negándose a admitir que en la boca de la mujer él era el cautivo de la mujer, pero otra vez haciéndola sentir que antes sabría estrangularla, antes de venirse y encogerse y dejarla a ella saborear su victoria.

Ella lo rechazó con un sonido gutural, salvaje, el peor ruido que jamás había salido de ella (se dijo y recuerda) cuando ella escupió fuera la tiesa culebra que le mordió los labios y se azotó contra sus mejillas, golpeándolas con un ruido seco mientras ella gritaba ¿qué te pasa, qué te hace ser como eres, chingada verga prieta, qué te hace negarle a una mujer un momento tan terrible y poderoso como el que antes tomaste para ti?

Y por esto Harriet Winslow nunca perdonó a Tomás Arroyo.

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