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Su conciencia errante, cercana a la unidad final, le dijo que ésta era la gran compensación por los amores perdidos porque mereció perderlos; México, en cambio, le había dado la compensación de una vida: la vida de los sentidos despertada de su letargo por la cercanía de la muerte, la dignidad de la naturaleza como la última alegría de la vida: ¿iba ella a corromper todo esto con el ofrecimiento de un cuerpo que anoche le perteneció a Arroyo?

– Tuve una vanidad final -sonrió el gringo viejo-. Quería que la muerte me la diera el propio Pancho Villa.

Esto es lo que quise decir cuando escribí una carta de despedida a una amiga poeta diciéndole: no me volverás a ver; quizás termine hecho trizas ante un paredón mexicano. Es mejor que caerse por la escalera. Ruega por mí, amiga.

Se quedó mirando a los ojos grises de Harriet. Dejó que el minuto se desenvolviera en silencio, gravemente, para que los dos se sintieran con plenitud.

– Tengo miedo de enamorarme de ti -le dijo como si nunca hubiera dicho otra cosa en su vida. Ella había sido la respuesta final al loco sueño del artista con la conciencia dividida. Ella había visto los libros en la petaca abierta. Ella sabía que él vino a leer el Quijote pero no que lo quiso leer antes de morirse. Ella vio los papeles borroneados y los lápices rotos. Ella quizá sabía que nada es visto hasta que el escritor lo nombra. El lenguaje permite ver. Sin la palabra todos somos ciegos: besó a la mujer, la besó como amante, como hombre, no con la sensualidad de Arroyo, pero con una codicia compartida:

– ¿No sabes que quise salvarte para salvar a mi propio padre de una segunda muerte? -dijo ella con la urgencia entrecortada de su propia revelación-, ¿no sabes que con Arroyo pude ser como mi padre, libre y sensual, pero contigo tengo un padre, no lo sabes?

Sí, dijo él, sí, como ella le dijo a Arroyo cuando Arroyo la hizo sentirse puta y a ella le encantó ser lo que despreciaba. Trató de apartarla de si, sólo para asegurarse de que había lágrimas en esos lindos ojos grises pero volvió a apretarla y cegarla para que él pudiera decir lo que tenía que decir ahora que creía saberlo todo y saberlo todo era saber que le faltaba saberlo todo: ella había cambiado para siempre, eso le decía el abrazo, el calor, la proximidad de esta linda mujer que pudo ser su mujer o su hija pero no fue nada de eso, sino que fue ella misma, por fin: él había sido el testigo privilegiado del momento en que un individuo, hombre o mujer, cambia para siempre, se agarra fatalmente al instante para el cual nació y luego lo deja ir, ya sin ambición, aunque con tristeza: ella había cambiado para siempre; su hija cambió entre los brazos y entre las piernas de su hijo, y nada inventado por él, ninguna burla, ninguna denuncia, ningún diccionario del diablo, pudo impedirlo. Sólo le quedaba aceptar el cambio de Harriet en el amor violento de Arroyo y exigirle algo a ella, en nombre del amor que no pudo ser, el amor entre el viejo que se disponía a morir y la joven que dejaba de serlo:

– Ahora dime tú la verdad, por lo que más quieras, no me dejes irme sin escuchar un secreto.

(Se sienta sola y recuerda. Mi amante. Mi hija.)

– No. Mi padre no murió ni se perdió en combate. Se aburrió de nosotras y se quedó a vivir con una negra en Cuba. Pero nosotras lo dimos por muerto y cobramos la pensión para vivir. A mí me escribió en secreto, para que entendiera. ¿Qué iba a entender, si lo que me hacía falta era sentir? El no lo dijo, pero lo matamos nosotras, mi madre y yo, para sobrevivir. Lo peor es que yo nunca supe si ella sabía lo mismo que yo o si cobraba el cheque mensual de buena fe. Te digo que no quería entender; quería sentir.

Sacar a la luz el alma de la piel y el tacto y el movimiento y hacerlos uno. Nadie la entendió. ¿La entendía él? El viejo asintió. Ella le juró que aunque sabía quién era él, nunca lo revelaría. Esa sería su manera de amarlo de ahora en adelante.

– Olvidaré tu nombre verdadero.

– Gracias -dijo simplemente el gringo viejo y añadió que lamentaba que ella hubiera venido a ofrecer vida y en cambio se quedara a atestiguar muerte.

– Quieres decir que vine a dar lecciones y en cambio voy a recibirlas -dijo ella secándose los ojos y las narices con su manga abombada, caminando otra vez el gringo viejo y ella siguiéndolo, fiel ahora, su vestal para siempre desde ahora, sacralizando estos minutos en los que ambos lograron unir su conciencia dividida en la del otro: antes de la dispersión final que adivinaban: el tiempo, México, la guerra, la memoria, la carne misma, les habían dado más tiempo del que les toca a la mayoría de los hombres y mujeres.

– Quizás -dijo el viejo-. Todos tratamos de ser virtuosos. Es nuestro pasatiempo nacional.

– Quieres que te diga que no me acosté con Arroyo para salvar tu vida y sentirme virtuosa, sino porque primero deseé su cuerpo y luego lo gocé.

– Si, me gustaría. Aunque nuestro otro pasatiempo nacional es decir la verdad, no guardarnos ningún secreto: para sentirnos virtuosos, claro está. El niño Washington no puede negar que tumbó a hachazos un cerezo. Creo que el niño Juárez sí puede ocultar que deseó a la preciosa hija del patrón.

– Me gustó -dijo Harriet sin oír al gringo viejo.

Dijo que le gustó su manera de querer (lo oyó atribuyéndose el gusto a sí mismo, a su viejo cuerpo): quería que lo supiera.

– También quiero que sepas que Tomás Arroyo no tenía derecho a mi cuerpo y que se lo haré pagar caro.

Harriet miró al gringo viejo como al gringo le hubiera gustado ser visto antes de morir. El gringo sintió que esa mirada completó la secuencia fragmentada de su imaginación de Harriet Winslow, abierta por los reflejos de los espejos del salón de baile que sólo eran el umbral de un camino al sueño, atomizado en mil instantes oníricos y ahora reunido de nuevo en las palabras que al gringo le decían que Harriet no admitía testigos vivientes de su sensualidad y que ella le daba al viejo el derecho de soñar con ella, pero no a Arroyo.

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