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Ella no le soltaba la mano. (Ella se sienta sola y recuerda) Ella sentía que no tenia por qué escoger entre quienes estaban en este lugar ofreciendo la muerte como una maldición y sin embargo vivían sus momentos finales abiertos a la comprensión y quienes acaso concebían la muerte como un regalo de la vida; pero se cerraban, negándose a recibirlo; acariciando la mano rugosa del viejo con su pesado anillo matrimonial, sólo supo decirle con una natalidad del cariño:

– ¿Entonces por qué entiendes lo que es ser derrotado? -lo dijo en inglés pero con mi cambio imperceptible de tono, un deslizamiento hacia la familiaridad cariñosa que era el equivalente del "tú" castellano. El viejo estaba demasiado envuelto en sí, en su memoria, para darse cuenta, diciendo que un día el viejo y amargo cínico descubrió que era tan sentimental como los objetos de su burla y desprecio: un vicio lleno de nostalgia y memorias del amor y de la risa.

– No pude soportar el dolor de los que amé. Y no pude soportarme a mí mismo por ser un sentimental cuando la desgracia me tocó el hombro.

Apretó las dos manos de Harriet Winslow cuando las nubes nocturnas pasaron buscando su espejo en el desierto, sin hallarlo, y siguieron su destino errabundo. Le juró a miss Harriet que no le estaba pidiendo que compartiera su desgracia; es que mañana, quizás… Ella entendía; ella era la única que podía entender y los dos estaban un poquito alegres.

– Pero yo no tengo desgracias que compartir -dijo con un tono repentinamente frío miss Winslow-. Yo sólo he sufrido humillaciones y desprecio el chisme.

El ya no la escuchaba en realidad, ni tenía capacidad para matizar las actitudes mutables de esta mujer en parte caprichosa, en parte voluntariosa, en parte digna, en parte débil. Pero seguía prendido a las manos de Harriet Winslow.

– Sólo quería decirte que debes comprender la derrota de un hombre que creyó ser dueño de su destino y que incluso creyó que podía darle forma al destino ajeno a través del periodismo de denuncia y sátira, insistiendo sin claudicaciones el que era amigo de la Verdad, no de Platón, mientras que mi amo y señor de la prensa canalizaba mi furia para la mayor gloria de sus intereses políticos y su circulación masiva y sus masivas cuentas de banco. Oh, qué idiota fui, miss Harriet. Pero para eso me pagaban, para ser el idiota, el bufón, pagado por él, mi Amo y Señor en esta tierra.

Abrazó a Harriet; sólo abrazado con la nariz hundida en esa cabellera que era como la respuesta viva al desierto, sólo diciéndose que lo animaba a seguir viviendo un conato de amor físico, un acercamiento del cuerpo al cuerpo, y no al sentimiento o la compasión detestadas, haciéndose ilusiones de que ella entendería o aceptaría semejante distinción, pero aceptando en nombre de su padre al gringo al que ella quería ver, oyéndolo, no como periodista sino como militar, perdido en acción, perdido en el desierto sin más apoyo que el de ella, su compatriota imbuida de las nociones del honor militar y el apoyo debido a los compatriotas en el exterior, le dijo que "dos veces murió mi primer hijo, un alcohólico primero y un suicida después que me leyó y me dijo: 'Viejo, has escrito el plan maestro para mi muerte, ay viejo querido.'

"Alguien afligido con una enfermedad dolorosa o repugnante, alguien que se ha deshonrado, alguien irremediablemente entregado a la botella, alguien… ¿por qué no honrarlos cuando se suicidan, honrarlos tanto como al valiente soldado o al abnegado bombero?"

– Ves, Harriet -le dijo como si hablara a las estrellas muertas y no a la oreja húmeda y cálida que tenía cerca, sin que los brazos de la mujer lo apretaran contra los pechos de la mujer-, en realidad no estaban contra mí, sino en contra de mi vida. El hombre mi hijo mayor decidió morir en el horrible mundo que yo escribí para él. Y el hombre mi hijo menor decidió morir demostrándome que tenla el coraje de morir por coraje.

Rió en voz alta:

– Yo creo que mis hijos se mataron para que yo no los ridiculizara en los periódicos de mi patrón William Randolph Hearst.

– ¿Y tu mujer?

El gringo viejo viajó por el desierto mirando a los tarayes junto a un flaco río. Esas matas sedientas y lujosas atesoran el agua escasa sólo para volverla amarga, salada, inservible para todos:

– Ella se murió sola y llena de amargura, se murió de una enfermedad honda y devoradora, que es la de la sensación de haber perdido el tiempo en las mil recriminaciones tristes de una pareja que se pasa los días cruzándose sin hablarse, sin mirarse siquiera; los encuentros insufribles de dos animales ciegos en una cueva.

"Sólo la muerte compensa de tanta bilis vengativa, exigencias de silencio, genio trabajando y luego, ¿dónde están las pruebas del cacareado talento?", dijo el viejo recomponiéndose, sintiendo el dolor de cabeza, alejándose de Harriet Winslow como el pecador se aleja del confesionario y busca el piso donde hincarse a cumplir la penitencia. El gringo viejo trató de penetrar con la mirada la ceguera nocturna del desierto e imaginar esas creosotas que crecen guardando sus distancias porque sus raíces son venenosas y matan a cualquier planta que crezca a su lado. Así se apartó de Harriet Winslow.

– ¿Y la hija? -dijo con la voz por primera vez temblorosa Harriet Winslow, maldiciendo en seguida esa traición de sí misma.

– Mi hija juró nunca volverme a ver contestó serenado el viejo, buscando en vano con sus manos nerviosas una copa o un pedazo de papel-. Me dijo: Me moriré sin volverte a ver, pues espero que mueras antes de que sepas si me vas a extrañar. Pero lo dudo, miss Harriet, lo dudo porque tuvo en sus ojos la gran esperanza de que yo recordaría las pequeñas cosas que, después de todo, nos mantuvieron unidos tantos años. ¿No fue así entre usted, su padre y su madre, miss Harriet?

Ella no contestó. Quería escuchar el fin. No quería que el viejo volviera a perder la mirada en la noche del desierto, buscando imposibles analogías. (Ella permanece sentada y recuerda: quería que el viejo terminara ya y que ella no tuviera que empezar nunca.) Sabía que la historia tragicómica del tío abuelo Halston y las pinturas italianas no era suficiente para compensar el regalo que de su vida le hacia el viejo compatriota, el escritor.

– ¿Y la hija?

– ¿Recuerdas los goces nimios de ser padre e hija y luego el enorme dolor de entender que eso se acabó para siempre

– Y la hija? -casi gritó, pero con una frialdad terca y queda, Harriet Winslow.

– Me dijo que no me perdonaría nunca su dolor mortal ante los cadáveres de sus hermanos. Tú los mataste a los dos, me dijo, a los dos.

– ¿Y el país? -se levantó ahora con enojo Harriet, disfrazando su miedo de no continuar sola, "debo contestarle al viejo, ¿y el país?" y el viejo cayó en la trampa, también de eso se burló, claro, ¿quería ella saber si él también había asesinado el sentido del honor nacional, del deber patriótico, de la lealtad a la bandera? Pues sí; hasta eso, por eso le temió su familia, él se rió de Dios, de la Patria, del Dinero, por Dios, entonces, ¿cuándo les tocaría a ellos?, eso se han de haber preguntado ellos, a nosotros cuándo, cuándo se volverá nuestro maldito padre contra nosotros, juzgándonos, diciéndonos ustedes no son la excepción, son parte de la regla, tú también mi mujer, tú también mi hermosa hija, ustedes también mis hijos, son parte de esa basura ridícula, de esos pedos de Dios que se llaman la humanidad.

– Los extinguiré a todos con ridículo. A todos los sofocaré con una risa envenenada. Me reiré de ustedes como de los Estados Unidos, su Ejército y su Bandera ridículas -dijo ya sin aire el viejo, sofocado por el asma,

My country 'tis of thee

Sweet land of felony.

Harriet Winslow no se movió para ayudarlo. Nada más lo miró allí, ahogándose, doblado sobre sí mismo en la sillita de mimbre de la plataforma del tren como una navaja de afeitar se dobla al dejar de ser usada.

– Le digo que yo respeto al ejército -dijo Harriet tan sencillamente como pudo, sin tratar de sonar argumentativa, porque al menos el viejo no había mentido.

– ¿Porque el ejército se interpuso entre ustedes y el hospicio? -preguntó sofocado el viejo, con los ojos brillantes y llorosos, pero decidido a morirse en la raya de la burla ahogado por su propia risa-. Entonces en realidad fue el hospicio. Lo siento.

– Yo no me avergüenzo de nuestra nación y de nuestros antepasados. Ya se lo dije, mi padre murió en Cuba, desaparecido en combate…

– Lo siento -tosió el viejo que minutos antes acarició las manos y hundió el olfato en la cabellera castaña de una bella mujer-. Ahora abre bien los ojos, miss Harriet, y recuerda que matamos a nuestros pieles rojas y nunca tuvimos el valor de fornicar con las mujeres indias y tener por lo menos una nación de mitad y mitad. Estamos capturados en este negocio de matar eternamente a la gente con otro color de piel. México es la prueba de lo que pudimos ser, de manera que mantén bien abiertos los ojos.

– Ya veo. Sientes vergüenza de haberte mostrado abierto y humano conmigo. No toleras el dolor de los que amaste.

De su padre había escrito hace mucho el gringo viejo: "Fue un soldado, luchó contra salvajes desnudos y siguió la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada, muy al sur." Pero a ella no podía decirle esto ahora, no quería compartir nada más con ella esta noche ni darle razón alguna. Se preguntó si esto era lo único que tenían en común, las guerras entre hermanos, las guerras contra "salvajes", las guerras contra lo débil y extraño. No dijo nada porque quiso confiar en que algo más, alguien más, podría todavía unirlos, sin que ella dependiera de él para entender nada aquí. No iba a olvidar muy pronto el olor del pelo, la suavidad de piel, las manos deseables. Quizás era demasiado tarde: ella había desaparecido y él se quedó solo frente al desierto. Quizás la podría visitar en sueños. Quizás la mujer que entró al salón de baile la noche anterior no se vio a sí misma, pero sí se soñó.

– Son vidas ajenas, que no entendemos muy bien -dijo Inocencio Mansalvo-. ¿Quieren conocer nuestras vidas mejor? ¡Pues tendrán que adivinarlas, porque todavía no somos nadien!

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