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Pero la siguiente noche, un lunes, los rugidos comenzaron a escucharse a toda hora desde el vientre de la casa, como si el simple hecho de mencionar ese sótano donde amenazó mandarme castigada, lo hubiese poblado de terrores, rumores, fantasmas, bestias, voces tarareantes, instrumentos; agucé el oído, traté de distinguir el origen del ruido, el nacimiento de una armonía que quizás llegaba a mis orejas filtrada por mil capas de ladrillo y madera, adobe y empapelado, estacadas y argamasa, sí, y algo más: los velos de todo lo que éramos en esa casa, yo, mi esposo, su familia, los hombres y las mujeres que esperaban afuera los sábados por la tarde, los murmullos y los vaticinios de toda esa gente: ¿me prestarán un poco de dinero, tendré que pagar mi deuda, habrá gracia, habrá gracia, habrá gracia?

Dígame, señorita, mi amiga (¿puedo?): ¿cómo iba yo a distinguir el verdadero origen de los rumores a través de tantísimas capas de ser y no ser y rencor y desesperanza y miedo de olvidar mi niñez y miedo de quedarme con nada sino mi niñez, miedo de no ser jamás una mujer verdadera, miedo de morir, como dije, reseca y humillada, consentida para nada, como una pera dejada a pudrirse en un camposanto?

¿Era el rumor del sótano el de un suave piano tocando Sobre las olas , mi vals favorito, una y otra vez?

– No -chilló mi marido cuando el rumor del vientre de la casa fue sofocado por los rumores de las calles-, ¡no!, son los gritos de los prisioneros, vamos a matar a todos los cabrones que se han levantado en armas, cada uno de los pelados mugrosos, pero primero yo los voy a traer aquí a mi sótano pan desollarlos vivos, eso es lo que son, lo que siempre han sido -dijo con la taza de té sonajeando contra el platillo-, pelados, desollados, pues desde ahora no será sólo una forma de hablar, serán pelados -pisoteó nerviosamente el piso de cedro con sus pequeños botines abotonados y envueltos en polainas color de fauno-: serán literalmente desollados, pelados como plátanos, como manzanas infestadas de gusanos, como peras podridas en los camposantos, ¡ja! -exclamó, y la taza de té se derramó sobre sus polainas y las manchó-, si no se alinean cada sábado a pagarme lo que me deben, se tendrán que alinear cada día de la semana y ser azotados hasta morir: y ésas serán las voces que escuches desde el sótano, querida -dijo al doblarse para limpiar las polainas-: ahora ya lo sabes.

– ¿Pero antes? -me atreví a preguntar-. Antes de esto, ¿qué era el ruido allá abajo?

– !Cómo te atreves a cuestionarme! -exclamó y se puso de pie, amenazándome en el instante mismo, se lo juro, mi amiga, my friend , en que las campanas comenzaron a repicar sin razón, ni maitines, ni vísperas, ni hora alguna conocida por mí en mi tiempo, y una explosión rompió nuestra puerta cochera y los hombres con los Stetson manchados y los torsos como barriles cruzados por cartucheras entraron, pulverizando la frágil concha de la taza de té y uno de ellos señaló a mi marido.

– ¡Ahí está, ése es el zángano vil! -y el hombre que yo había visto en la fila hace mucho, el hombre con el temible orgullo en la mirada, el hombre que sin abrir la boca me dijo: "Soy pobre y encadenado por la deuda. Tú eres rica y encadenada por la falta de amor. Déjame hacerte el amor una sola noche": Ese hombre estaba ahora parado en mi sala.

Lo reconocí.

Había visto su cara una y otra vez, en letreros pegados con alfileres a los tableros de noticias de la iglesia, al lado de las invitaciones a novenarios por las almas del purgatorio o recordatorios del día de San Antonio: era Doroteo Arango, decían los carteles, un cuatrero, y ahora estaba en mi salón y ni siquiera me miraba sino que decía violentamente:

– Llévense al zángano allá atrás al corral y fusílenlo ya. No tenemos tiempo. Esta vez los federales vienen pisándonos los talones.

Entonces las campanas dejaron de repicar y los fusiles tronaron en el corral rasgando el aire de la tarde como si fuese lino y yo me quedé sola en mi sala y me desvanecí.

Cuando recobré el sentido -mi amiga, señorita Winslow, ¿me permite…?- no había nadie. Me rodeaba un terrible silencio. Se habían ido y yo no quería ir al corral y ver lo que allí iba a encontrar.

Entonces llegaron los federales y me preguntaron qué cosa había ocurrido. Yo estaba entumida. No sabía.

– Quizás mataron a mi marido. Doroteo Arango…

– Pancho Villa -dijeron, corrigiéndome. Entonces yo no comprendía ese nombre.

– Ya se fueron -dije simplemente.

– Les estamos ganando, no se apure -me dijeron.

– Yo no estoy preocupada.

– ¿Está segura de que todos se marcharon?

Afirmé con la cabeza.

Pero esa noche, rehusándome a salir al corral y ver lo que allí estaba, escuché los rumores del sótano pero ahora eran distintos. Quiero decir: allí seguían los ruidos antiguos, pero también había algo nuevo, un nuevo zumbido que sólo yo podía oír, la música de una respiración diferente al desconcertante jadeo que mi marido le había ofrecido a mi miedo (su supremo regalo al miedo que me dio en nombre del matrimonio era miedo, esto yo lo debía aprender y aceptar en su nombre, o en verdad no había lazo real entre nosotros, ve usted). Yo no salí a enterrarlo. Yo no sabía cuántos cadáveres estaban tirados allí, los muertos de la revolución, no las víctimas, me negué a llamarles eso, sólo los muertos, pues ¿cuándo vamos a saber, mi amiga, qué cosa fue justa y qué cosa, injusta? Yo no. No entonces. Aún no: y ese nuevo sonido me llegó con un nuevo miedo: acaso en el sótano de nuestra casa (la llamé nuestra sólo ahora que mi marido seguramente estaba muerto) había algo mejor, un tesoro, sí (mis ilusiones infantiles, señorita Harriet, al fin terminando aquí) pero algo que yo supe que debía proteger para que no siguiera el camino de la muerte como mi marido.

No supe qué hacer la primera noche después de que todo esto ocurrió.

Soñé que mi esposo no estaba muerto, sólo escondido entre los pollos en un gallinero alambrado, y que regresó a mí esa noche, abriendo las puertas de la recámara con su horrible pene abriéndose paso mientras yo chillaba de miedo: estaba vivo, pero empapado de sangre.

Luego soñé que lo que estuviera escondido en el sótano me sería arrebatado por los federales cuando regresaran. Por algún motivo oscuro, no podía tolerar esto. De mañana muy tempranito salí al corral.

No miré para abajo, pero escuché el zumbido de las moscas.

Arranqué los tablones del gallinero, los junté, los empujé o los cargué o los arrastré como mejor pude hasta la puerta que daba sobre los escalones del sótano.

El trabajo desacostumbrado rasgó mi largo vestido negro, y arañó las manos que hasta entonces sólo habían cocinado pasteles y acariciado el rosario y tocado el pezón solitario.

Por primera vez en mi vida, me arrodillé para algo más que una oración.

Estaba sudando y el baño de mis jugos despedía un olor que yo no sabía que existía en mí, miss Winslow.

Me sentía adolorida y majada y herida cuando clavé los clavos en los tablones cubriendo la entrada al sótano.

Quería proteger lo que había allá abajo.

O quizá sólo hice lo que hubiera hecho si hubiera decidido darle sepultura cristiana a mi marido.

Los actos se parecían, pero su cuerpo no estaba presente.

Dejé que mi cuerpo exhausto descansara encima de los tablones y me dije: "Estás oliendo otro cuerpo. Estás compartiendo otro aliento. No son monstruos los que te esperan allá abajo. El sótano no esconde el terror que tu marido te dijo."

¿Qué había allá abajo?

Yo quería distinguir las cosas que llegué a desear durante ese largo velorio de las que llegué a odiar: si mi marido no estaba enterrado allá abajo, entonces algo suyo seguramente estaba allí, algo apestoso, pútrido, gaseoso, peludo, excremental, goteante y asqueroso. Podía olerlo.

Pero también podía oler otra cosa, algo que yo quería.

Entonces las campanas repicaron de nuevo y yo supe que los federales se habían ido y los hombres de Villa habían retomado el pueblo. Pero quizás me equivocaba y las campanas que nada significaban, significaban algo distinto. El mundo no alternaba sus realidades sólo para complacerme.

Mis dudas las resolvió un disparo de pistola desde el sótano, seguido por un segundo balazo y luego el silencio.

Esta fue la segunda vez que escuché disparos dentro de mi propia casa, pero esta vez no sentí miedo.

Arranqué los tablones con mis manos, supe que debía liberar a quienquiera que disparó esos balazos. Supe que debía abrir las puertas del sótano y ver a los perros muertos allí: sólo perros, nada más.

Y verlo a él salir con los labios limpios.

– Eran sólo perros. -Estas fueron sus primeras palabras, señorita, mi amiga, ¿puedo llamarle mi amiga ahora? ¿Me entiende usted, miss Winslow?

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