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– No soy más que ustedes, hijos míos. Nomás soy el que guarda los papeles. Alguien tiene que hacer esto. No tenemos otro modo de probar que estas tierras son nuestras. Es el testamento de nuestros antepasados. Sin él, somos como huérfanos. Yo lucho, tú luchas, nosotros luchamos, para que al fin estos papeles sean respetados. Nuestras vidas, nuestras almas…

– Nunca te entenderé -habla dicho Harriet.

Pero ahora el gringo viejo al que él les pidió respetar estaba muerto bajo el arco iris desparramado sobre el crepúsculo después de la lluvia El desierto era el espejo de sí mismo: mordía el fondo del mar antiguo, la grava de la gran playa abandonada por las aguas y el general Tomás Arroyo, que nunca había hablado mucho porque tenía los papeles, ahora tenía que hablar en nombre de los papeles quemados. Ahora la memoria dependía del jefe, y dependía de ellos. Pero la mujer con la cara de luna sabía que su hombre Tomás Arroyo no era hombre de palabras, sino que tenia las palabras.

Por eso le dijo en voz muy baja a la gringa temblorosa:

– Cuando él habla tanto, es que algo va a pasarle. El silencio era su mejor compañero.

En cambio la tropa disolvió pronto el discurso del jefe con su movimiento hacia adelante, la marea de sus propias voces y las tareas que le querían decir que él tenía razón, ellos iban a vivir a pesar de él.

– Ya es horra de seguir adelante. No se entretenga más con los espejos, mi general. Nos va a ir mal si no nos unimos a Villa. Seremos muy brigada flotante, pero solitos no vamos a llegar a México.

– Mi destino es mío -dijo Arroyo quedándose solo.

– ¿Qué le va a hacer la gringa? -le dijo la mujer de la cara de luna a la Garduña, a la hora en que se habla en secreto para no despertar a la tierra-, ¿qué le va a hacer a mi hombre?

Pero la Garduña nomás se carcajeó y recordó en voz alta, sin importarle el reposo del mundo, que a ella los papeles y los espejos le venían wilson, como se decía ahora en la tropa villista.

– ¿Qué es lo que te importa? -le preguntó la mujer de la cara de luna.

Y la Garduña recordó que vivía muy sola y pura en su pueblo durangueño, protegida por la santidad de su tía Josefa Arreola, cuando pasó el primer destacamento revolucionario y ella salió a la calle, alborotada, miró a un muchacho joven y guapo pero con la muerte escrita en los ojos, que se dejaba ver, corría, y parecía llamarla a ella, para no estar solo. Ella sintió un calor muy triste pero muy bonito, como de compasión, y ya no regresó más a su casa, acompañando a ese muchacho que fue el padre de su hija hasta que una bala lo mató en el encuentro en La Ascensión. Así dicen que se hizo puta.

– Al menos mi destino es mío -dijo muchas veces en sus sueños inquietos el general Tomás Arroyo la noche en que mató al gringo viejo y llovió en el desierto y las palabras quemadas se fueron volando a gritos.

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