Descolgó Mateo, el más serio y lacónico de mis sobrinos, uno de los hijos de Giuseppe y Rosalia. Como era habitual en él, no demostró la menor alegría al reconocerme (nunca lo hacía). Le pedí que me pasara con la abuela y me dijo que esperase porque estaba ocupada. Fue entonces cuando me di cuenta de que también los niños estaban involucrados. Con toda seguridad, les habrían dicho miles de veces que, cuando llamara el tío Pierantonio, la tía Lucia o la tía Ottavia no debían dar explicaciones sobre lo que estaba haciendo nadie de la casa, o que, cuando estuviéramos presentes, no había que preguntar o comentar sobre tal o cual cosa. Volví a sentir el vértigo de la hipocresía, la soledad y esa extraña impresión de desamparo que me roía por dentro.
– ¿Eres tú, Ottavia? -la voz de mi madre sonaba feliz, encantada de recibir mi llamada-. ¿Cómo estás, cariño? ¿Dónde estás?
– Hola, mamá -no conseguía sacar la voz del cuerpo.
– ¡Tu hermano Pierantonio me dijo que habías pasado unos días con él en Jerusalén!
– Sí.
– ¿Cómo le encontraste? ¿Bien?
– Sí, mamá -dije intentando fingir un tono de voz alegre.
Mi madre se río.
– Bueno, bueno, ¿y tú? ¡No me has dicho dónde estás!
– Cierto, mamá. Estoy en Estambul, en Turquía. Oye, mamá, había pensado… quería comentarte… Verás, mamá, cuando todo esto termine, probablemente dejaré mi trabajo en el Vaticano.
No sé por qué dije eso. Ni siquiera lo había pensado antes. ¿Quizá por hacerle daño, por devolverle parte del dolor? Se hizo el silencio al otro lado de la línea.
– ¿Y eso? -preguntó al fin, con una voz gélida.
¿Cómo explicárselo? Era una idea tan ridícula, tan absurda, que parecía una verdadera locura. Sin embargo, en ese momento, salir del Vaticano representaba una liberación para mí.
– Estoy cansada, mamá. Creo que me vendría bien un retiro en alguna de las casas que mi Orden tiene en el campo. Hay una en la provincia de Connaught, en Irlanda, donde podría encargarme de los archivos y las bibliotecas de varios monasterios de la zona. Necesito paz, mamá, paz, silencio y mucha oración.
Le costó algunos segundos reaccionar y, cuando lo hizo, sacó su tono más despectivo.
– ¡Venga, Ottavia, no digas tonterías! ¡No vas a renunciar a tu puesto en el Vaticano! ¿Quieres darme un disgusto? ¡Ya tengo demasiados problemas! Todavía están muy recientes las muertes de tu padre y de tu hermano Giuseppe. ¿Por qué me dices estas cosas, hija? Bueno, ya está, no se hable más del asunto. No vas a dejar el Vaticano.
– ¿Y qué pasaría si lo hiciera, mamá? Creo que la decisión es mía.
Era una decisión mía, de eso no cabía duda, pero, desde luego, también era un asunto de mi madre.
– ¡Se acabó! Pero, bueno, ¿tú te has propuesto darme un disgusto? ¿Qué te pasa, Ottavia?
– En realidad nada, mamá.
– Bueno, pues venga, ponte a trabajar y no pienses más en bobadas. Llámame otro día, ¿vale, cariño? Sabes que siempre me gusta oírte.
– Sí, mamá.
Cuando subí al coche tenía de nuevo los pies firmemente anclados al suelo y calma interior. Sabía que no podría olvidar el asunto ni por un segundo porque mi mente funcionaba por impulsos obsesivos, pero, al menos, sería capaz de afrontar mi situación actual sin perder la razón. No obstante, había algo más que también sabía y que, por mucho que me doliera y por mucho que lo negara, era inevitable: yo ya no volvería nunca a ser la misma. Se había producido una penosa fractura en mi vida, una grieta que me escindía en dos partes irreconciliables y que me alejaba para siempre de mis raíces.
El coche que utilizamos para ir hasta Fatih Camii no fue el de la Nunciatura vaticana. Por discreción, tanto Monseñor Lewis como el capitán pensaron que sería mucho mejor utilizar un coche del Patriarcado sin marcas exteriores. Sólo Doria vino con nosotros y fue ella quien condujo el vehículo hasta la Mezquita del Conquistador, llevándonos velozmente a lo largo del Cuerno de Oro y del bulevar Atatürk. La mezquita, que apareció de golpe frente a nuestros ojos al fondo del Bozdogan Kemeri (el Acueducto de Valente), era enorme, sólida y austera, con unos altísimos minaretes llenos de balcones, una gran cúpula central -alrededor de la cual se multiplicaban las semicúpulas- y una minada de fieles que iban y venían por la explanada delantera, bordeada por madrasas y edificios religiosos.
Doria, a quien no miré ni dirigí la palabra durante el trayecto -ella tampoco lo hizo-, detuvo el coche en un aparcamiento situado en el extremo de la plaza y, como unos turistas más de los muchos que rondaban por allí, nos encaminamos hacia la entrada. Noté que Farag se iba retrasando poco a poco hasta ponerse a mi lado, dejando a Doria con el capitán, pero, como no tenía fuerzas para soportar su presencia, apreté el paso y me resguardé junto a la Roca, el único que, por su frialdad, parecía dispuesto a dejarme tranquila. No tenía ganas de hablar con nadie.
Atravesamos el umbral y nos encontramos en un patio porticado de grandes dimensiones en el que había árboles y un templete central que parecía un kiosco de prensa pero que, en realidad, era la fuente de las abluciones. Las columnas del atrio eran también colosales y no dejó de llamarme la atención el hecho de que, pese a ser una edificación musulmana, todo el complejo tuviera un marcado aire neoclásico. Pero esta impresión desapareció por completo cuando, tras descalzarnos y cubrirnos (Doria y yo) con unos grandes velos negros que nos entregó un viejo portero encargado de vigilar la moralidad de los turistas despistados, entramos en el interior de la mezquita. Dejé de respirar ante tanta belleza y tanto esplendor. Mehmet II, realmente, se había construido un mausoleo digno del conquistador de Constantinopla: preciosas alfombras rojas cubrían enteramente el suelo de una superficie que bien podría compararse con la de San Pedro del Vaticano; vidrieras de variados colores cubrían las ventanas que, inteligentemente dispuestas en los cimborrios de las cúpulas y en los encuentros de las tres alturas, dejaban pasar una poderosa luz horizontal que llenaba el espacio. Los arcos y las bóvedas saltaban a la vista por sus llamativas dovelas rojas y blancas, y en cada pechina, fuera grande o pequeña, un vistoso medallón azul contenía luminosas inscripciones caligráficas del Corán. Por si todo esto no era bastante, una malla de cables sostenía, a media altura, un enjambre de lámparas de oro y plata.
Las galerías de las mujeres estaban situadas en el primer piso y, por un momento, temí que el portero nos obligara a permanecer allí mientras Farag y el capitán recorrían el recinto. Pero, por fortuna, no fue así. Doria y yo, sin hablarnos, pudimos movernos a nuestras anchas por la gran mezquita porque, al parecer, las turistas extranjeras gozábamos de ciertos privilegios que no poseían las mujeres musulmanas.
Durante más de una hora deambulamos arriba y abajo, revisándolo e inspeccionándolo todo, para, al final, no encontrar absolutamente nada. Empezamos por la qibla, el muro del templo que se orienta hacia La Meca, en cuyo centro, excavado en la piedra, se sitúa el mihrab, el lugar más sagrado del edificio, una especie de nicho que señala exactamente la dirección. Examinar la maxura fue mucho más complejo, pues es una zona cercada frente a la qibla donde se encuentra el púlpito para el imán. Después nos separamos y Farag tuvo la inmensa paciencia y la habilidad de estudiar las incontables lámparas colgantes sin llamar la atención, y yo, todas y cada una de las columnas de los tres pisos, galería de mujeres incluida. Por su parte, el capitán, que se agarraba a su mochila de salvamento como si nos fuera a sobrevenir una desgracia en cualquier momento, además de analizar los motivos tejidos en las inmensas alfombras, revisó también los bancos y las piezas de madera, así como el sencillo sarcófago que guardaba los restos de Mehmet II, y Doria los vitrales y las puertas. Al final, sólo nos quedaba desnudar las losas del suelo, pero eso resultaba imposible.