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El helipuerto vaticano era una estrecha superficie romboidal totalmente sitiada por la robusta muralla Leonina que separaba la Ciudad del resto del mundo desde hacía once siglos. El sol acababa de salir por el este y ya iluminaba un cielo radiante y despejado, de un hermoso tono azul claro.

– ¡Vamos a tener un vuelo visual magnifico, capitán! -gritó el piloto del Dauphin AS-365-N2 al capitán Glauser-Róist-. ¡Hace una mañana espléndida!

Los motores del Dauphin estaban en marcha y las palas se movían suavemente, con un ruido semejante al de un ventilador gigantesco (que en nada se parecía al que se escuchaba en las películas cuando salía un helicóptero). El piloto, un joven rubio y grande, muy robusto y de tez rubicunda, iba ataviado con un mono de vuelo de color gris lleno de bolsillos por todas partes. Tenía una sonrisa franca y simpática, y no dejaba de examinarnos a los tres preguntándose quiénes debíamos ser para que nos dejaran utilizar su brillante Dauphin blanco.

Yo jamás había volado en helicóptero y estaba un poco nerviosa. A mi lado, Farag examinaba con atención todo cuanto nos rodeaba con la curiosidad propia del turista extranjero que visita una pagoda china.

La noche anterior había preparado mi equipaje con una gran inquietud. Ferma, Margherita y Valeria me habían ayudado muchísimo -poniendo lavadoras a toda prisa, planchando, plegando y guardando- y me habían animado con bromas y una buena cena que estuvo llena de risas y buen humor. Hubiera debido sentirme como una heroína que se dispone a salvar al mundo, pero, en lugar de eso, estaba atemorizada, aplastada por un peso interior que no podía definir. Era como si estuviera viviendo los últimos minutos de mi vida y disfrutando de mi última cena. Pero lo peor de todo fue cuando entramos las cuatro a rezar en la capilla y mis hermanas expresaron en voz alta sus peticiones por mí y por la misión que iba a realizar. No pude contener las lágrimas. Por alguna razón desconocida, sentía que no iba a volver, que no volvería a rezar allí donde tantas veces había rezado y que no volvería a hacerlo en compañía de mis hermanas. Intenté quitarme estos vanos temores de la cabeza y me dije que debía ser más valiente, menos asustadiza y menos cobarde. Si no volvía, al menos habría sido por una buena causa, por una causa de la Iglesia.

Y ahora me encontraba allí, en aquel helipuerto, vestida con mis pantalones recién lavados y planchados, a punto de subir en un helicóptero por primera vez en mi vida. Me santigüé cuando el piloto y el capitán nos indicaron que debíamos entrar en el aparato, y me sorprendí al comprobar lo cómodo y elegante que era el interior. Nada de incómodos bancos metálicos ni de aparataje militar. Farag y yo tomamos asiento en unos mullidos sillones de cuero blanco, en una cabina con aire acondicionado, anchas ventanas y un silencio comparable al de una iglesia. Nuestros equipajes fueron cargados en la parte posterior de la nave y el capitán Glauser-Róist ocupó el lugar del segundo piloto.

– Estamos despegando -me anunció Farag, mirando por la ventana.

El helicóptero se apartó del suelo con un leve balanceo y, si no hubiera sido por la fuerte vibración de los motores, ni me habría enterado de que ya estábamos en el aire.

Era increíble volar así, con el sol a nuestra derecha y ejecutando una especie de baile y unos movimientos que jamás podrían realizarse con un avión, mucho más estable y aburrido. El cielo deslumbraba de una manera increíble, de modo que trataba de mirar por la ventana achicando los ojos. De repente, la figura de Farag se interpuso entre la luz y yo y, al mismo tiempo que me clavaba algo en las orejas, me dijo:

– No es necesario que me las devuelvas -sonrió-. Como eres un ratón de biblioteca, sabía que no tendrías.

Y me colocó un par de gafas de sol que me permitieron mirar con naturalidad por primera vez desde que habíamos despegado. Me llamó la atención cómo se reflejaba contra su pelo claro la luz horizontal que se colaba por los cristales.

El sol estaba cada vez más alto y nuestro helicóptero sobrevolaba ya la ciudad de Foril, a veinte kilómetros de Rávena. En unos quince minutos, nos dijo Glauser-Róist por los altavoces de la cabina, llegaríamos al delta del Po. Una vez allí, nosotros tres desembarcaríamos y el helicóptero volaría hasta el aeropuerto de la Spreta, en Rávena, donde esperaría instrucciones.

Los quince minutos pasaron en un suspiro. De repente, el aparato se inclinó hacia delante y comenzamos una bajada vertiginosa que me aceleró el corazón.

– Hemos descendido a unos quinientos pies de altitud -anunció la voz metalizada del capitán-. Estamos sobrevolando el bosque de Palli. Observen la espesura.

Farag y yo pegamos las caras a las ventanillas y vimos una interminable alfombra verde, formada por unos árboles enormes, que no tenía ni principio ni fin. Mi vaga idea de cuánto podrían ser cinco mil hectáreas resultó sobrepasada con mucho.

– Menos mal que no hemos tenido que cruzarlo andando -musité, sin dejar de mirar hacia abajo.

– No adelantes acontecimientos… -replicó Farag.

– A la izquierda pueden ver el monasterio -dijo la voz del capitán-. Aterrizaremos en el claro que hay frente a la entrada.

Boswell se puso a mi lado para contemplar la abadía. Un modesto campanario de forma cilíndrica, dividido en cuatro pisos y con una cruz sobre el tejadillo, indicaba el emplazamiento exacto de lo que, muchos siglos atrás, debió de ser un hermoso lugar de recogimiento y oración. En la actualidad, sólo permanecía en pie la robusta muralla oval que cercaba el complejo, porque el resto, a vista de pájaro, sólo era un montón de piedras derruidas y de paredes solitarias, aquí y allá, que mantenían difícilmente el equilibrio. Únicamente cuando iniciamos el descenso hacia el claro, provocando con el aire de las palas una gran agitación en el boscaje, divisamos unas pequeñas edificaciones cercanas a los muros.

El helicóptero tomó tierra con suavidad y Farag y yo abrimos la portezuela del compartimiento de pasajeros. No caímos en la cuenta de que las hélices no se habían detenido y que giraban con una potencia salvaje que nos empujó como míseras bolsas de plástico en mitad de un huracán. Farag tuvo que sujetarme por el codo y ayudarme a salir de la turbulencia, porque yo me hubiera quedado, como una tonta, a merced del ciclón.

En la cabina de mando, el capitán se demoraba hablando con el joven piloto que ahora sólo era un casco redondo de visera negra y deslumbrante. El hombre hizo gestos de asentimiento y aceleró de nuevo los motores mientras Glauser-Róist, con menor esfuerzo que nosotros, atravesaba el torbellino. La máquina volvió a elevarse en el aire y, en pocos segundos, ya no era más que una lejana mota blanca en el cielo. Mi primer vuelo en helicóptero había sido apasionante, algo digno de repetir en la primera ocasión, y, sin embargo, en una fracción de segundo mi mente lo había convertido en agua pasada: Farag, el capitán y yo nos encontrábamos frente a la cancela de entrada del solitario monasterio benedictino de Agios Konstantinos Akanzón y el único sonido que escuchábamos era el canto de los pájaros.

– Bueno, pues ya hemos llegado -declaró la Roca, echando un vistazo a los alrededores-. Ahora vayamos en busca de nuestro amigo, el staurofílax que vigila esta prueba.

Pero no fue necesario porque, como surgidos de la nada, dos monjes ancianos, ataviados con los hábitos negros de los benedictinos, aparecieron por el camino de piedrecillas que terminaba en la verja.

– ¡Hola, buenos días! -exclamó uno de ellos, agitando el brazo en el aire, mientras el otro abría las puertas-. ¿Queréis albergue?

– ¡Sí, padre! -le respondí.

– ¿Y vuestras mochilas? -preguntó el más viejo de los dos, juntando las manos sobre el pecho y cubriéndolas con las mangas.

La Roca levantó la suya para que la vieran.

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