– ¡La derecha, Kaspar! ¡La derecha, no la izquierda! ¿Aún no lo comprende?
– ¡La derecha por fuera, profesor! ¡El que no lo comprende es usted!
Fruncí el ceño. ¿La derecha por fuera? En ese caso, tenía la razón la Roca. Dante y Virgilio avanzaban por la cornisa de una montaña y su derecha daba, obviamente, al precipicio, al vacío. Pero nosotros caminábamos pegados a una pared, de modo que nuestra derecha era el centro de la gruta, nuestro lado libre era el interior, no el exterior como en el caso de Dante. De todos modos, habíamos llegado a Zéfiro, aunque por el otro lado habríamos tardado menos.
– ¡Por el otro lado no habríamos llegado nunca, doctora!
– Pero ¿qué tontería está diciendo? -me sublevé.
– ¡Veo que ambos han olvidado a Trascias y Argestes, que eran, casualmente, los dos últimos vientos que había que atravesar antes de llegar a Zéfiro por el otro lado!
El silencio se hizo en aquel corredor abovedado, pues ni Farag ni yo fuimos capaces de contradecirle. El capitán nos había salvado de una buena o, en el mejor de los casos, de andar y desandar inútilmente un camino agotador. Jamás hubiéramos podido cruzar Trascias y Argestes, los vientos que descargaban enormes andanadas de granizo.
– ¿Lo comprenden ya o tengo que volver a explicárselo?
Tenía razón. Tenía toda la razón del mundo, y así se lo dije. Farag no tuvo reparos en pedirle disculpas en todas las lenguas que conocía, y, de hecho, empezó por el copto y luego siguió con el griego, el latín, el árabe, el turco, el hebreo, el francés, el inglés y el italiano. Al final, acabamos riéndonos y la tensión se disolvió. La Roca era un héroe y se lo dijimos.
– Déjense de tonterías y avancemos por este agujero.
– ¿Por qué tengo que ir yo siempre delante? -refunfuñé de nuevo, harta de tal honor.
– Doctora, por favor…
– Ottavia…
Y ya no hubo nada más que hablar, naturalmente.
A gatas, sujetando mi linterna entre dos botones de la blusa, inicié la marcha, lamentando de nuevo haberme puesto falda aquel día. Me pareció revivir el mal rato del túnel de las catacumbas de Santa Lucía, cuando llevaba, como ahora, a Farag detrás, y me prometí a mí misma que, si salíamos de allí, las tiraría todas a la basura sin contemplaciones.
La verdad es que me costaba gatear, que no podía con mi alma, y por eso me alegré infinitamente cuando un suave aroma a resma me llegó hasta la nariz.
– Creo que vamos a tener suerte -dije-. Esta vez nos libramos del golpe.
– ¿Qué dices, Basileia?
– Que nos duermen. ¿No hueles a resma?
– No.
– Bueno, no importa. De todos modos, me despido. Te veré cuando nos despertemos.
– Basileia…
Yo ya empezaba a notar un leve sopor y me encantaba.
– ¿Sí?
– Lo que te dije en el maratón era mentira.
– ¿Lo que me dijiste en el maratón?
Ahí estaba el humo blanco, el bendito humo blanco que, como un buen somnífero, me iba a proporcionar unas maravillosas horas de sueño reparador. Me detuve y me tumbé en el suelo. Que los staurofílakes hicieran lo que quisiesen con mi cuerpo, me daba exactamente lo mismo; yo sólo deseaba dormir.
– Sí, aquello de que si te ponías en pie y corrías hasta Atenas conmigo, no insistiría nunca más.
Sonreí. Era el hombre más romántico del mundo. Me hubiera gustado volverme. Pero no, mejor dormir. Además, la Roca estaba escuchándolo todo.
– ¿Era mentira? -La sonrisa subió también a mis ojos, ahora entornados por el sueño.
– Totalmente mentira. Tenía que avisarte. ¿Te parece mal?
– ¡Oh, no! Me parece muy bien. Estoy de acuerdo contigo.
– Vale, pues luego te veo -murmuró-. Kaspar, ¿usted también se duerme?
– No -masculló con voz amodorrada-. Su conversación es muy interesante.
¡Dios mío!, pensé. Y me adormecí.
6
Los gritos de unos niños que jugaban me despertaron. El sol de mediodía caía sobre mí como un chorro de luz. Parpadeé, tosí y me incorporé lanzando gemidos. Estaba tendida boca abajo sobre una alfombra de maleza. El olor era insoportable, un olor a basuras acumuladas durante años y fermentadas por el calor de Oriente. Los niños seguían chillando y diciendo palabras en turco, pero su sonido se alejaba de mí como si ellos o yo nos estuviéramos desplazando.
Conseguí sentarme sobre la hierba y abrí los ojos. Me encontraba en un patio en el que se veían restos de mampostería bizantina mezclados con cúmulos de basuras sobre los que sobrevolaban nubes de moscas azules tan grandes como elefantes. A mi izquierda, un taller de coches de aspecto más bien siniestro emitía ruidos de sierra mecánica y de soplete. Me sentía sucia. Sucia y descalza.
Frente a mí, Farag y el capitán permanecían echados sobre el suelo con la cara hundida en la hierba. Sonreí al ver a Farag, y me dio un tonto vuelco el estómago.
– ¿Así que era mentira? -musité acercándome a él y mirandole sin poder borrar la sonrisa de mi cara. Le aparté las mechas de pelo de la frente y me entretuve observando las pequeñas rayas que tenía marcadas en la piel. Eran las huellas del tiempo que no había pasado conmigo, esos treinta y tantos años largos en los que, incomprensiblemente, había tenido una vida propia lejos de mí. Había vivido, soñado, trabajado, respirado, reído e, incluso, amado, sin sospechar que, al final del camino, yo le estaba esperando. Tampoco yo lo sabía, desde luego. Pero ahí estábamos, y no dejaba de resultar milagroso que alguien como Farag Boswell se hubiera fijado en alguien como yo, que ni en sueños poseía ese atractivo físico que a él le sobraba por todas partes. Desde luego, la belleza física no lo era todo pero, en fin, algo tenía que ver, y aunque eso era algo que jamás me había preocupado, en ese momento hubiera deseado ser guapa y atractiva para que, al despertar, se quedara totalmente deslumbrado.
Suspiré y, luego, me reí bajito. No era cuestión de pedir más milagros. Habría que conformarse. Miré a mi alrededor y no vi a nadie. Nadie me veía, así que me incliné muy despacio para, antes de que se despertara, darle un pequeño beso en aquellas lineas de la frente.
– Doctora… ¿Se encuentra bien, doctora Salina? ¿Y el profesor Boswell?
Me llevé el susto más grande de mi vida. Con el corazón latiéndome a mil por hora y la cara encendida, me incorporé como si tuviera un muelle en la espalda.
– ¿Capitán? ¿Está usted bien? -le pregunté, alejándome de Farag, que seguía dormido.
– ¿Dónde estamos?
– Eso quisiera saber yo.
– Hay que despertar al profesor. Él habla turco.
Se apoyó en las manos e inició el gesto de una flexión para levantar el cuerpo, pero un rictus de dolor le paralizó a medio camino.
– ¿Dónde demonios nos han marcado esta vez? -rezongó.
¡La escarificación! Inconscientemente me llevé la mano a la espalda por encima del hombro, a las cervicales, y sólo entonces sentí las familiares punzadas.
– Creo que hemos recibido la primera de las tres cruces que van sobre la columna.
– ¡Pues esta duele!
¿Cómo no me había dado cuenta? El dolor de mi escarificación se hizo repentinamente intenso.
– Sí, sí que duele -convine-. Creo que duele más que las anteriores.
– Ya se pasará… Tenemos que despertar al profesor.
No lo pensó dos veces y empezó a sacudirlo sin misericordia. Farag gimió.
– ¿Ottavia? -preguntó sin abrir los ojos.
– Lo siento, profesor -refunfuñó la Roca-. No soy la doctora Salina. Soy el capitán Glauser-Róist.
Farag sonrió.
– No es exactamente lo mismo. ¿Y Ottavia?
– Estoy aquí -dije cogiéndole la mano. Él abrió los ojos y me miró.
– Perdonen que les moleste -dijo de malos modos el capitán-, pero tenemos que volver al Patriarcado.
– ¿Ha buscado ya en su ropa, capitán? -le pregunté sin dejar de mirar a Farag y sin dejar de sonreirle-. La pista para la prueba de Alejandría es importante.