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De pronto, se oyó el chirrido de una puerta al abrirse y se escuchó un tumulto de voces que nos hizo girar la cabeza en esa dirección a todos los presentes. Inmediatamente, un nutrido y bullicioso grupo de periodistas, algunos con cámaras de televisión y otros con grabadoras, hizo su aparición por el corredor principal, soltando risotadas y exclamaciones. La mayoría eran extranjeros -fundamentalmente europeos y africanos-, pero también había muchos italianos. En conjunto, serían unos cuarenta o cincuenta reporteros los que inundaron nuestra sala en cuestión de segundos. Algunos se pararon a saludar a los sacerdotes, obispos y cardenales que, como yo, deambulaban por allí, y otros avanzaron apresuradamente hacia la salida. Casi todos me miraron a hurtadillas, sorprendidos de encontrar a una mujer en un lugar donde algo así no era habitual.

– ¡Se ha cargado a Lehmann de un plumazo! -exclamó un periodista calvo y con gafas de miope al pasar junto a mí.

– Está claro que Wojtyla no piensa dimitir -afirmó otro, rascándose una patilla.

– ¡O no le dejan dimitir! -sentenció osadamente un tercero. El resto de sus palabras se perdieron mientras se alejaban corredor abajo. El presidente de la Conferencia Episcopal alemana, Karl Lehmann, había realizado unas peligrosas declaraciones semanas atrás, afirmando que, si Juan Pablo II no se encontraba en condiciones de guiar con responsabilidad a la Iglesia, sería deseable que encontrara la voluntad necesaria para jubilarse. La frase del obispo de Maguncia, que no había sido el único en expresar tal sugerencia dada la mala salud y el mal estado general del Sumo Pontífice, había caído como aceite hirviendo en los círculos más cercanos al Papa y, al parecer, el cardenal Secretario de Estado, Ángelo Sodano, acababa de dar cumplida respuesta a tales opiniones en una tormentosa rueda de prensa. Las aguas estaban revueltas, me dije con aprensión, y aquello no iba a parar hasta que el Santo Padre reposara bajo tierra y un nuevo pastor asumiera con mano firme el gobierno universal de la Iglesia.

De entre todos los asuntos del Vaticano que más interesan a la gente, el más fascinante sin duda, el más cargado de significaciones políticas y terrenales, aquel en el que mejor se muestran no sólo las ambiciones más indignas de la Curia, sino también los aspectos menos piadosos de los representantes de Dios, es la elección de un nuevo Papa. Desgraciadamente, estábamos en puertas de tan espectacular acontecimiento y la Ciudad era un hervidero de maniobras y maquinaciones por parte de las diferentes facciones interesadas en colocar a su candidato en la Silla de Pedro. Lo cierto es que, en el Vaticano, hacía ya mucho tiempo que se vivía con una gran sensación de provisionalidad y de fin de pontificado y aunque a mí, como hija de la Iglesia y como religiosa, tal problema no me afectara en absoluto, como investigadora con varios proyectos pendientes de aprobación y financiación sí me perjudicaba muy directamente. Durante el pontificado de Juan Pablo II -de marcada tendencia conservadora-, había sido imposible llevar a cado determinado tipo de trabajos de investigación. En mi fuero interno, anhelaba que el próximo Santo Padre fuera un hombre más abierto de miras y menos preocupado por atrincherar la versión oficial de la historia de la Iglesia (¡había tanto material clasificado bajo los epígrafes de Reservado y Confidencial!). Sin embargo, no albergaba muchas esperanzas de que se produjera una renovación significativa, ya que el poder acumulado por los cardenales nombrados por el propio Juan Pablo II durante más de veinte años convertía en imposible la elección en el Cónclave de un Papa del ala progresista. Salvo que el Espíritu Santo en persona estuviera decidido a un cambio y ejerciera su poderosa influencia en un nombramiento tan poco espiritual, iba a ser realmente difícil que no saliera designado un nuevo Pontífice del grupo conservador.

En ese instante, un sacerdote vestido con sotana negra se acercó hasta el Reverendo Padre Ramondino, le dijo algo al oído, y este me hizo una señal, levantando las cejas, para que me preparara: nos estaban esperando y debíamos entrar.

Las exquisitas puertas se abrieron frente a nosotros silenciosamente y yo esperé a que el Prefecto entrara en primer lugar, como manda el protocolo. Una estancia tres veces más grande que la sala de espera de la que procedíamos, completamente decorada con espejos, molduras doradas y pinturas al fresco -que reconocí de Rafael-, albergaba el despacho más diminuto que había visto en mi vida: al fondo, casi invisible para mis ojos, una escribanía clásica, colocada sobre una alfombra y seguida por un sillón de respaldo alto, constituía todo el mobiliario. A un lado de la estancia, por el contrario, bajo los esbeltos ventanales que dejaban pasar la luz del exterior, un grupo de eclesiásticos conversaba animadamente, ocupando unos pequeños taburetes que quedaban ocultos bajo sus sotanas. De pie tras uno de aquellos prelados, un extraño y taciturno seglar permanecía al margen de la charla, exhibiendo una actitud tan obviamente marcial que no me cupo ninguna duda de que se trataba de un militar o un policía. Era terriblemente alto (más de un metro noventa de estatura), corpulento y fornido como si levantara pesas todos los días y masticara cristales en las comidas, y llevaba el pelo rubio tan rapado que apenas se le apreciaban algunos brillos en la nuca y en la frente.

Al vernos llegar, uno de los cardenales, al que reconocí inmediatamente como el Secretario de Estado, Angelo Sodano, se puso en pie y vino a nuestro encuentro. Era un hombre de talla mediana y aparentaba unos setenta y tantos años, con una amplia frente producto de una discreta calvicie y con el pelo blanco engominado bajo el solideo de seda púrpura. Usaba unas gafas anticuadas, de pasta terrosa y grandes cristales de forma cuadrangular, y vestía sotana negra con ribetes y botones púrpuras, faja tornasolada y calcetines del mismo color. Una discreta cruz pectoral de oro destacaba sobre su pecho. Su Eminencia lucía una gran sonrisa amistosa cuando se acercó al Prefecto para intercambiar los besos de salutación.

– ¡Guglielmo! -exclamó-. ¡Qué alegría volver a verte!

– ¡Eminencia!

La satisfacción mutua por el reencuentro era evidente. Así pues, el Prefecto no había fantaseado al hablarme de su vieja amistad con el mandatario más importante del Vaticano (después del Papa, por supuesto). Cada vez me encontraba más perpleja y desorientada, como si todo aquello fuera un sueño y no una realidad tangible. ¿Qué había pasado para que yo estuviera allí?

El resto de los presentes, que también observaban la escena con atención y curiosidad, eran el Cardenal Vicario de Roma y presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, Su Eminencia Carlo Colli, un hombre tranquilo de apariencia afable; el Arzobispo Secretario de la Sección Segunda, Monseñor Françoise Tournier (al que reconocí por su solideo color violeta, y no púrpura, exclusivo de los cardenales), y el silencioso combatiente rubio, que fruncía las cejas transparentes como sí estuviera profundamente disgustado por aquella situación.

De repente, el Prefecto se volvió hacia mí y, empujándome por el hombro, me adelantó hasta situarme a su altura, frente al Secretario de Estado.

– Esta es la doctora Ottavia Salina, Eminencia -dijo a modo de presentación; los ojos de Sodano me examinaron de arriba a abajo en cuestión de segundos. Menos mal que ese día me había vestido decentemente, con una bonita falda gris y un conjunto de jersey y rebeca color salmón. Unos treinta y ocho o treinta y nueve años bien llevados, se estaría diciendo, cara agradable, pelo corto y negro, ojos negros y mediana estatura.

– Eminencia… -musité, al tiempo que hacia una genuflexión e, inclinando la cabeza en señal de respeto, besaba el anillo que el Secretario de Estado había colocado ante mis labios.

– ¿Es usted religiosa, doctora? -preguntó por todo saludo. Tenía un ligero acento del Piamonte.

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