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Jamás había consentido un descuido semejante en mi laboratorio. Buzzonetti era un joven dominico que había cursado sus estudios en la Escuela Vaticana de Paleografía, Diplomática y Archivística, especializándose en codicología oriental. Yo misma le había dado clase de paleografía griega y bizantina durante dos años antes de pedirle al Reverendo Padre Pietro Ponzio, Viceprefecto del Archivo, que le ofreciese un puesto en mi equipo. Sin embargo, por mucho que apreciara al hermano Buzzonetti, por mucho que conociera su enorme valía, no estaba dispuesta a permitir que siguiera trabajando en el Hipogeo. Nuestro material era único, irremplazable y, cuando dentro de mil años, o de dos mil, alguien quisiese consultar la carta de Guyuk a Inocencio IV, debía poder hacerlo. Así de simple. ¿Qué le habría pasado a un empleado del museo de Louvre que hubiera dejado, abierto, un bote de pintura sobre el marco de la Gioconda…? Desde que estaba al frente del Laboratorio de restauración y paleografía del Archivo Secreto Vaticano, nunca había consentido errores semejantes en mi equipo -todos los sabían- y no los iba a consentir entonces.

Mientras pulsaba el botón del ascensor era plenamente consciente de que mis adjuntos no me apreciaban demasiado. No era la primera vez que notaba en mi espalda sus miradas cargadas de reproche, así que no me permitía pensar que contaba con su estima. Sin embargo, no creía que conseguir el afecto de mis subordinados o de mis superiores fuera el motivo por el cual, ocho años atrás, me habían dado la dirección del Laboratorio. Me afligía profundamente despedir al hermano Buzzonetti, y sólo yo sabía lo mal que me iba a sentir durante los próximos meses, pero era por tomar ese tipo de decisiones por lo que había llegado hasta donde me encontraba.

El ascensor se detuvo silenciosamente en el cuarto piso inferior y abrió sus puertas para brindarme paso. Introduje la llave de seguridad en el panel, pasé mi tarjeta identificativa por el lector electrónico y pulsé el cero. Instantes después, la luz del sol, que entraba a raudales por las grandes cristaleras del edificio desde el patio de San Dámaso, se coló en mi cerebro como un cuchillo, cegándome y aturdiéndome. La atmósfera artificial de los pisos inferiores bloqueaba los sentidos e incapacitaba para distinguir la noche del día y, en más de una ocasión, cuando me hallaba ensimismada en algún trabajo importante, me había sorprendido a mí misma abandonando el edificio del Archivo con las primeras luces del día siguiente, totalmente ajena al paso del tiempo. Parpadeando todavía, miré distraída mi reloj de pulsera; era la una en punto del mediodía.

Para mi sorpresa, el Reverendísimo Padre Guglielmo Ramondino, en lugar de esperarme cómodamente en su gabinete, como yo suponía, paseaba de un lado al otro del enorme vestíbulo con un grave gesto de impaciencia en la cara.

– Doctora Salina -musitó, estrechándome la mano y encaminándose hacia la salida-, acompáñeme, por favor. Tenemos muy poco tiempo.

Hacía calor en el jardín Belvedere aquella mañana de principios de marzo. Los turistas nos miraron ávidamente desde los ventanales de los corredores de la pinacoteca como si fuéramos exóticos animales de un extravagante zoológico. Siempre me sentía muy extraña cuando caminaba por las zonas públicas de la Ciudad y no había nada que me molestase más que dirigir la mirada hacia cualquier punto por encima de mi cabeza y encontrar, apuntándome, el objetivo de una cámara fotográfica. Por desgracia, ciertos prelados disfrutaban exhibiendo su condición de habitantes del Estado más pequeño del mundo y el padre Ramondino era uno de ellos. Vestido de clerygman y con la chaqueta abierta, su enorme corpachón de campesino lombardo se dejaba ver a varios kilómetros de distancia. Se esmeró en llevarme hasta las dependencias de la Secretaría de Estado, en la primera planta del Palacio Apostólico, por los lugares más próximos al recorrido de los turistas y, mientras me contaba que íbamos a ser recibidos en persona por Su Eminencia Reverendísima el cardenal Angelo Sodano (con quien, al parecer, le unía una estrecha y vieja amistad), despachaba amplias sonrisas a derecha e izquierda como si desfilara en una procesión provinciana del Domingo de Resurrección.

Los guardias suizos apostados a la entrada de las dependencias diplomáticas de la Santa Sede ni siquiera pestañearon al vernos pasar. No así el sacerdote secretario que llevaba el control de las entradas y salidas, quien tomó buena nota en su libro de registro de nuestros nombres, cargos y ocupaciones. En efecto, nos comentó poniéndose en pie y guiándonos a través de unos largos pasillos cuyas ventanas daban a la plaza de San Pedro, el Secretario de Estado nos aguardaba.

Aunque trataba de disimularlo, avanzaba junto al Prefecto con la sensación de tener un puño de acero oprimiéndome el corazón: a pesar de saber que el asunto que estaba motivando todas aquellas extrañas situaciones no podía estar relacionado con errores en mi trabajo, repasaba mentalmente todo lo que había hecho durante los últimos meses a la búsqueda de cualquier hecho culpable que mereciese una reprimenda de la más alta jerarquía eclesiástica.

El sacerdote secretario se detuvo, por fin, en una de las salas -una cualquiera, idéntica a las demás, con los mismos motivos ornamentales y las mismas pinturas al fresco- y nos pidió que esperásemos un momento, desapareciendo detrás de unas puertas tan ligeras y delicadas como hojas de pan de oro.

– ¿Sabe dónde nos encontramos, doctora? -me preguntó el Prefecto con ademanes nerviosos y una sonrisilla de profunda satisfacción en los labios.

– Aproximadamente, Reverendo Padre… -repuse mirando con atención a mi alrededor. Había un olor especial allí, como de ropa recién planchada y todavía caliente mezclado con barniz y ceras.

– Estas son las dependencias de la Sección Segunda de la Secretaría de Estado -hizo un gesto con la barbilla abarcando el espacio-, la sección que se encarga de las relaciones diplomáticas de la Santa Sede con el resto del mundo. Al frente, se encuentra el Arzobispo Secretario, Monseñor Françoise Tournier.

– ¡Ah, sí, Monseñor Tournier! -afirmé con mucha convicción. No tenía ni idea de quién era, pero el nombre me resultaba ligeramente familiar.

– Aquí, doctora Salina, es donde con mayor facilidad puede comprobarse que el poder espiritual de la Iglesia está por encima de gobiernos y fronteras.

– ¿Y por qué hemos venido a este lugar, Reverendo Padre? Nuestro trabajo no tiene nada que ver con esta clase de cosas.

Me miró con turbación y bajó la voz.

– No sabría decirle el motivo… En cualquier caso, lo que sí puedo asegurarle es que se trata de un asunto del más alto nivel.

– Pero, Reverendo Padre -insistí, tozuda-, yo soy personal laboral del Archivo Secreto. Cualquier asunto de máximo nivel debería tratarlo usted, como Prefecto, o Su Eminencia, Monseñor Oliveira. ¿Qué hago yo aquí?

Me miró con cara de no saber qué responder y, dándome unos golpecitos alentadores en el hombro, me abandonó para acercarse a un nutrido corro de prelados que se encontraba cerca de los ventanales buscando los cálidos rayos del sol. Fue entonces cuando percibí que el olor de ropa recién planchada procedía de aquellos prelados.

Era casi la hora de comer, pero allí nadie parecía preocupado por eso; la actividad seguía desarrollándose febrilmente por los pasillos y dependencias, y era constante el tráfago de eclesiásticos y civiles discurriendo de un lado a otro por todos los rincones. Nunca antes había tenido la oportunidad de estar en aquel lugar y me entretuve observando, maravillada, la increíble suntuosidad de las salas, la elegancia del mobiliario, el inapreciable valor de las pinturas y de los objetos decorativos que allí había. Media hora antes me encontraba trabajando, sola y en completo silencio, en mí pequeño laboratorio, con mi bata blanca y mis gafas, y ahora me hallaba rodeada de la más alta diplomacia internacional en un lugar que parecía ser uno de los centros de poder más importantes del mundo.

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