Me dormí, por puro agotamiento, cuando ya entraba la luz a través de las celosías de la ventana. Soñé con Pierantonio, eso sí lo recuerdo, y no fue un sueño agradable, así que me alegré infinitamente cuando, a la mañana siguiente, lo vi fresco y lozano, con el pelo todavía mojado por el agua de la ducha, celebrando misa en la capilla de casa.
Mi padre, el homenajeado del día, se sentaba en el primer banco junto a mi madre. Veía sus espaldas -la de mi padre mucho más encorvada e insegura- y me sentí orgullosa de ellos, de la gran familia que habían formado, del amor que nos habían dado a sus nueve hijos y que ahora daban también a sus numerosos nietos. Los miré y pensé que llevaban toda la vida uno al lado del otro, con sus disgustos y sus problemas, por supuesto, pero indestructibles en su unidad, inseparables.
A la salida de misa, los más pequeños se pusieron a jugar en el jardín, cansados de la inmovilidad de la ceremonia, y los demás entramos en la casa para desayunar. En un rincón de la larga mesa del comedor, formando un grupo al margen de los adultos, se sentaron mis sobrinos mayores. En cuanto se me presentó la ocasión, sujeté por el cuello a Stefano, el cuarto de los hijos de Giacoma y Domenico, y me lo llevé a una esquina:
– ¿Estás estudiando informática, Stefano?
– Sí, tía -el muchacho me miraba con cierta preocupación, como si su tía se hubiera trastornado de repente y fuera a clavarle un cuchillo en el estómago. ¿Por qué serán tan raros los adolescentes?
– ¿Y tienes un ordenador conectado a Internet en tu habitación?
– Sí, tía -ahora sonreía con orgullo, aliviado al descubrir que su tía no iba a matarle.
– Bueno, pues necesito que me hagas un favor…
Stefano y yo pasamos toda la mañana encerrados en su cuarto, bebiendo Coca Cola y pegando la nariz al monitor. Era un chico listo que se movía con desenvoltura por la red y que manejaba espléndidamente las herramientas de búsqueda. A la hora de comer, y después de darle a mi sobrino una bonita cantidad de dinero como gratificación por su magnífico trabajo (¿acaso no me había dicho Pierantonio que comprara la información?), sabía quién era mi etíope, cómo había muerto y por qué le estaban investigando las Iglesias cristianas. Y aquello era demasiado grave como para que no me temblaran las piernas mientras bajaba las escaleras.
2
Llegué a Roma el lunes por la noche, sumida en un mar de confusiones y temores. Había hecho algo que nunca hubiera esperado de mí misma: había desobedecido, había obtenido una importante información por métodos poco ortodoxos y contra los deseos de la Iglesia. Me sentía insegura, acobardada, como si un rayo divino fuera a reventarme de un momento a otro por mi mala acción. Seguir las normas es siempre mucho más sencillo: te evitas los remordimientos y las culpabilidades, te ahorras las inseguridades y, encima, puedes sentirte orgullosa de lo que has hecho. Yo no me sentía nada satisfecha de mi mezquino trabajo de fisgona ni, desde luego, de mí misma. Estaba bastante preocupada y no sabía cómo iba a encarar a Glauser-Róist. Tenía el convencimiento de que la culpabilidad se me notaría en la cara.
Aquella noche recé buscando el consuelo y el perdón. Hubiera dado cualquier cosa por olvidar lo que sabía y poder retornar al punto en que le había dicho a Pierantonio: «Estoy dispuesta», para, simplemente, darle la vuelta a la frase y recuperar la paz interior. Pero era imposible… Cuando, a la mañana siguiente, cerré la puerta de mi laboratorio y vi la triste silueta pegada con cinta adhesiva a la madera, llena de dibujos y garabatos de rotulador, recordé, contra mi voluntad, el nombre del etíope: Abi-Ruj Iyasus… Pobre Abi-Ruj, me dije encaminándome lentamente hacia la mesa sobre la que descansaban las terribles fotografías de su maltrecho cadáver, había tenido una muerte horrible, de esas que nadie quisiera para sí, aunque, sin duda, en consonancia con la magnitud de su pecado.
Mi sobrino Stefano, con los dos dedos índices de sus manos apuntando al teclado del ordenador y un par de greñas morenas cayéndole sobre los ojos, me había preguntado «¿Qué quieres que busque, tía Ottavia?», y yo le había respondido «Accidentes… cualquier accidente en el que haya muerto un joven etíope». «¿Cuándo fue eso?», «No lo sé», «Y ¿dónde ocurrió?», «Tampoco lo sé», «O sea, que no sabes nada», «Exactamente», respondí levantando los hombros con un gesto de impotencia. Y con esos datos empezó a rastrear miles de documentos a una velocidad vertiginosa. Tenía varias pantallas funcionando a la vez, cada una con un buscador diferente: Virgilio, Yahoo Italia, Google, Lycos, Dogpile… Las palabras de búsqueda eran «accidente» y «etíope», aunque, aprovechando la vastedad de páginas e información en inglés, también «accident» y «ethiopian». Rápidamente, miles de documentos empezaron a llegar al ordenador de Stefano, que, sin embargo, los desechaba a la misma velocidad en cuanto comprobaba que el accidente no tenía nada que ver con el etíope (que venía mencionado, por cualquier otra razón, tres párrafos más abajo) o que el etíope tenía ochenta años o que el accidente y el etíope eran de la época de Alejandro Magno. Sin embargo, aquellas páginas que sí parecían tener alguna relación con lo que yo buscaba, las guardaba en una carpeta -por supuesto virtual- a la que llamó «Tía Ottavia».
La puerta del laboratorio, a mi espalda, se abrió y se cerró suavemente.
– Buenos días, doctora.
– Buenos días, capitán -respondí sin volverme. No podía apartar los ojos del pobre Abi-Ruj.
Stefano se desconectó de Internet cerca de la hora de comer y comenzamos la criba del material archivado. Tras una primera limpieza, nos quedamos sin documentos en italiano; tras la segunda, sumamente concienzuda y meticulosa, obtuvimos, por fin, lo que estábamos buscando. Se trataba de cinco ejemplares de prensa fechados entre el miércoles 16 y el domingo 20 de febrero de ese mismo año: una edición inglesa del diario griego Kathimerzni, un boletín de la Athens News Agency, y tres publicaciones etíopes llamadas Press Digest, Ethiopian News Headlines y Addis Tribune.
El resumen de la historia era el siguiente: el martes, 15 de febrero, una avioneta de alquiler, una Cessna-182, se había estrellado contra el monte Quelmo (Opos Celmos), en el Peloponeso, a las 21.35 horas de la noche. En el accidente habían resultado muertos tanto el piloto, un joven griego de veintitrés años que acababa de obtener la licencia, como el pasajero, un etíope llamado Abi-Ruj Jyasus, de treinta y cinco años. Según el plan de vuelo entregado a las autoridades del aeropuerto de Alexandroúpoli, al norte de Grecia, la avioneta se dirigía hacia el aeródromo de Kalamata, en el Peloponeso, donde tenía previsto tomar tierra a las 21.45 horas. Diez minutos antes, y sin que mediara previo aviso de socorro, el aparato, que sobrevolaba el boscoso monte Quelmo, de 2.355 metros de altitud, realizó un brusco descenso a 2.000 pies y desapareció del radar. Los bomberos de la cercana localidad de Kértazi, avisados por las autoridades aéreas, se precipitaron al lugar y encontraron los restos de la avioneta, todavía humeantes, desparramados en un radio de un kilómetro, y al piloto y al pasajero, muertos, colgando de unos árboles cercanos. Esta información se recogía, básicamente, en los periódicos griegos, que se hacían eco del suceso a través de los corresponsales de la zona. En el Kathimerini venía, además, una instantánea del accidente, muy borrosa, en la que se distinguía a Abi-Ruj en una camilla. Pese a que resultaba dificilísimo reconocerle, no me cupo la menor duda de que se trataba de él: su cara estaba grabada en mi memoria a costa de tanto mirar y remirar una y mil veces las fotografías de su autopsia. El corresponsal de la Athens News Agency, más explícito, describía las heridas mortales de los dos hombres, que se correspondían, en el caso del pasajero, con las de mi etíope. Al parecer, las escarificaciones, ocultas bajo las ropas, habían pasado desapercibidas a los periodistas.