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– Pero ¿qué tiene que ver Dante con los staurofílakes? -quiso saber Farag.

– Discúlpenme… -musitó el capitán-. Me estoy dejando llevar. Lo que quiero decir es que Dante sí tuvo relación con los staurofílakes. Los conoció y es posible, incluso, que perteneciera a la hermandad durante un tiempo. Pero, desde luego, más tarde los traicionó.

– ¿Los traicionó? -me sorprendí-. ¿Por qué?

– Porque contó sus secretos, doctora. Porque explicó detalladamente, en el Purgatorio, el proceso iniciático de la hermandad. Algo parecido a lo que hizo Mozart en su ópera La flauta mágica, contando el ritual iniciático de la masonería, de la que era miembro. ¿Recuerdan que también la muerte de Mozart presenta numerosos aspectos enigmáticos? Dante Alighieri, sin ningún género de dudas, fue un staurofílax, y se aprovechó de sus conocimientos para triunfar como poeta, para enriquecer su obra literaria.

– Los staurofílakes no se lo hubieran permitido. Hubieran terminado con él.

– ¿Y quién le ha dicho que no lo hicieron?

Abrí la boca de par en par.

– ¿Lo hicieron?

– ¿Sabe que después de publicar el Purgatorio, en 1315, Dante desapareció durante cuatro años? No se vuelve a saber nada de él hasta enero de 1320, cuando… -tomó aire y nos miró fijamente-, cuando reaparece, por sorpresa, en Verona, pronunciando una conferencia sobre el mar y la tierra en ¡la iglesia de Santa Helena! ¿Por qué precisamente allí, después de cuatro años de silencio? ¿Estaba intentando pedir perdón por lo que había hecho en el Purgatorio? Nunca lo sabremos. Lo cierto es que, nada más terminar su discurso, parte, a uña de caballo, hacia Rávena, ciudad gobernada por su gran amigo Guido Novello da Polenta. Es obvio que buscaba protección, porque, ese mismo año recibió una invitación para dar algunas clases en la Universidad de Bolonia y rechazó el ofrecimiento alegando que tenía miedo porque, si salía de Rávena, correría un grave peligro, un peligro que nunca especificó y que, históricamente, es incomprensible -el capitán se detuvo un momento, reflexionando-. Por desgracia, un año después, su amigo Novello le pidió el favor especialísimo de que intercediera ante el dogo de Venecia, que estaba a punto de invadirles. Dante salió, pero del viaje volvió mortalmente enfermo, con unas fiebres terribles de las que falleció muy poco después… ¿Saben qué día murió?

Farag y yo no dijimos ni media palabra. Creo que ni respirábamos.

– El 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Vera Cruz.

3

Naturalmente, ni el profesor ni yo nos presentamos en el Hipogeo a la mañana siguiente, ya que nos habíamos retirado a dormir cerca de las seis de la madrugada y con los nervios de punta por los increíbles descubrimientos del capitán. A mediodía, sin embargo, allí estábamos de nuevo los tres, reunidos en torno a una de las mesas del comedor de la Domus, con unas caras de sueño que habrían espantado a los fantasmas. Sin embargo, Glauser-Róist, que fue el último en llegar, más que cara de sueño propiamente dicha, lo que exhibía era un rictus gélido que me preocupó.

– ¿Ha pasado algo, capitán? Tiene mala cara.

– No -respondió secamente, tomando asiento y desplegando la servilleta sobre sus rodillas. Ya estaba dicho todo, era evidente. Farag y yo nos miramos y nos leímos el pensamiento: más valía no insistir. De modo que entablamos una conversación sobre el futuro del profesor Boswell en Italia mientras la Roca permanecía encerrado en su mutismo. Sólo en los postres se dignó a despegar los labios y fue, naturalmente, para transmitirnos una mala noticia:

– Su Santidad está muy disgustado -nos espetó a bocajarro.

– No creo que tenga motivos -protesté-. Trabajamos todo lo rápido que podemos.

– Pues no es suficiente, doctora. El Papa me ha comunicado que no está nada satisfecho con el resultado de nuestra labor. Si en un plazo breve de tiempo no ofrecemos resultados, pondrá otro equipo a trabajar en la operación. Además, la noticia de los robos de Ligna Crucis ha estado a punto de saltar a la prensa.

– ¿Cómo es posible? -me alarmé.

– Mucha gente conoce ya el asunto en todo el mundo. Alguien ha hablado más de lo debido. Hemos conseguido pararlo en el último minuto, pero no sabemos por cuánto tiempo.

Farag se pinzaba el labio inferior, meditabundo.

– Creo que vuestro Papa se equivoca -dijo al fin-. No entiendo que pretenda amenazarnos con otro equipo de investigación. ¿Imagina que así trabajaremos más? A mí no me molestaría compartir con otros lo que sabemos. Cuatro ojos ven más que dos, ¿no es cierto? O vuestro Pontífice está muy disgustado, o nos trata como a niños pequeños.

– Está muy disgustado -le aclaró la Roca-. Así que volvamos al trabajo.

En menos de media hora estábamos en el sótano del Hipogeo, sentados los tres en torno a mi mesa. El capitán propuso empezar con una lectura completa e individual de la Divina Comedia, tomando notas de todo cuanto nos llamara la atención y reuniéndonos al final del día para poner en común nuestras apreciaciones. Farag discutió la idea, argumentando que la única parte que nos interesaba era la segunda, el Purgatorio, y que las otras dos, el Infierno y el Paraíso, debíamos examinarlas de pasada, sin perder tiempo, concentrándonos de manera suMaría en lo importante. Viendo el cielo abierto ante mí, adopté una actitud más tajante todavía: con el corazón en la mano, admití que odiaba a muerte la Divina Comedia, que, en el colegio, mis profesoras de literatura me habían hecho aborrecerla y que me sentía incapaz de leer ese mamotreto, de modo que lo mejor que podíamos hacer era ir directamente al grano y saltarnos todo lo demás.

– Pero, Ottavia -protestó Farag-, podemos dejar escapar inadvertidamente un montón de detalles importantes.

– En absoluto -afirmé con rotundidad-. ¿Para qué tenemos con nosotros al capitán? A él no sólo le apasiona este libro sino que, además, conoce la obra y al autor como si fueran de su familia. Que el capitán haga una lectura completa mientras nosotros trabajamos sobre el Purgatorio.

Glauser-Róist frunció los labios pero no dijo nada. Se le notaba bastante disgustado.

De ese modo empezamos a trabajar. Esa misma tarde, la Secretaría General de la Biblioteca Vaticana nos proporcionó dos ejemplares más de la Divina Comedia y yo afilé mis lápices y preparé mis libretas de notas, dispuesta a enfrentarme, por primera vez después de veinte años -o más-, con lo que consideraba el tostón literario más grande de la historia humana. Creo que no dramatizo en exceso si digo que se me abrían las carnes sólo de pensar en echar un vistazo a aquel librillo que, mostrando en la cubierta el enflaquecido y aguileño perfil de Dante, descansaba amenazador sobre mi mesa. No es que no pudiera leer el magnífico texto dantesco (¡cosas mucho más difíciles había leído en mi vida, volúmenes completos de tedioso contenido científico o manuscritos medievales de pesada teología patrística!), es que tenía en mi mente el recuerdo de aquellas lejanas tardes de colegio en las que nos hacían leer una y otra vez los fragmentos más conocidos de la Divina Comedia mientras nos repetían hasta la saciedad que aquello tan pesado e incomprensible era uno de los grandes orgullos de Italia.

Diez minutos después de haberme sentado afilé otra vez los lápices y, al terminar, decidí que debía ir al aseo. Volví, al poco, y ocupé de nuevo mi lugar, pero, cinco minutos más tarde los ojos se me cerraban de sueño y decidí que había llegado el momento de tomar algo, así que subí a la cafetería, pedí un café exprés y me lo bebí tranquilamente. Regresé con desgana al Hipogeo y me pareció una idea excelente ordenar en ese momento los cajones para deshacerme de esa ingente cantidad de papeles y cachivaches inútiles que se acumulan durante años en los rincones como por arte de magia. A las siete de la tarde, con el alma atravesada por la culpabilidad, recogí mis cosas y me fui al piso de la Piazza delle Vaschette (por el que hacía demasiados días que no aparecía), no sin antes despedirme de Farag y del capitán que, en los despachos contiguos al mío, leían, absortos y profundamente conmovidos, la obra magna de la literatura italiana.

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