Durante el corto trayecto hasta casa, me fui sermoneando severamente acerca de asuntos tales como la responsabilidad, el deber y el cumplimiento de las obligaciones adquiridas. Allí había dejado a aquellos pobres desgraciados -así los veía en aquel momento-, bregando a conciencia, mientras que yo huía despavorida como una colegiala melindrosa. Me juré a mí misma que, al día siguiente, de buena mañana, me sentaría frente a la mesa de trabajo y me pondría manos a la obra sin más zarandajas.
Cuando abrí la puerta de la casa, un fuerte olor a boloñesa atacó mi nariz. Mis jugos gástricos se despertaron rabiosos y empezaron a rugir. Ferma apareció de medio cuerpo al final del pequeño y estrecho pasillo, y me sonrió a modo de bienvenida, aunque sin ocultar un gesto de preocupación que no me pasó desapercibido.
– ¿Ottavia…? ¡Cuántos días sin saber de ti! -exclamó alborozada-. ¡Menos mal que has aparecido!
Me acerqué para husmear el agradable olorcillo que salía de la cocina.
– ¿Podría cenar un poco de esa apetitosa boloñesa que estás preparando? -pregunté, quitándome la chaqueta mientras seguía avanzando hacia la cocina.
– ¡Si sólo son unos vulgares spaghetti! -protestó con falsa humildad. Lo cierto es que Ferma cocinaba de maravilla.
– Bueno, pues necesito un plato de esos spaghetti caseros a la boloñesa.
– No te preocupes porque ahora mismo cenamos. Margherita y Valeria no tardarán mucho en volver.
– ¿Dónde han ido? -quise saber.
Ferma me miró con reproche y se detuvo en seco un par de pasos tras de mi. Me dio la impresión de que tenía el pelo más canoso cada día, como si las canas se le multiplicaran por horas o por minutos.
– Ottavia… ¿Es que no te acuerdas de lo del domingo?
El domingo, el domingo… ¿qué teníamos que hacer el domingo?
– ¡No me hagas pensar, Ferma! -me quejé, renunciando, por el momento, a la cena y dirigiéndome hacia el salón-. ¿Qué pasa el domingo?
– ¡Es el Cuarto Domingo de Pascua! -exclamó como si fuera a terminarse el mundo.
Me quedé helada, sin reacción. El domingo era la Renovación de Votos y yo lo había olvidado.
– ¡Dios mío! -susurré con un gemido.
Ferma abandonó el salón, balanceando la cabeza con pesar. No se atrevió a reprocharme nada, sabiendo que tan desgraciado descuido por mi parte se debía a ese extraño trabajo en el que estaba metida y por el cual había desaparecido de la casa y me mantenía al margen de ellas y de mi familia. Pero yo sí me recriminé. Por si algo me faltaba aquel día, Dios me castigaba con una nueva culpabilidad. Cabizbaja y sola, me olvidé de cenar por el momento y me fui directamente a la capilla, a pedir perdón por mi falta. No se trataba tanto de haber olvidado la renovación jurídica de los votos -un mero acto formal que iba a tener lugar el domingo-, como del olvido de un momento muy importante que, todos los años, desde que había profesado, había sido gozoso y pleno. Es cierto que yo era una monja un tanto atípica por lo excepcional de mi trabajo y por el trato de favor que me dispensaba mi Orden, pero nada de lo que constituía mi vida tendría el menor sentido si lo que era la base y el fundamento -mi relación con Dios- no era lo más importante para mí. Así que recé con el peso del dolor en el corazón y prometí esforzarme más en seguir a Cristo para que mi cercana Renovación de Votos fuera una nueva entrega, llena de júbilo y alegría.
Cuando oí que Margherita y Valeria entraban en casa, me santigüé y me levanté del suelo, apoyándome en los cojines en los que había estado sentada, no sin sufrir múltiples y variados dolores articulares. Quizá seria buena idea, me dije, sustituir de una vez por todas esa decoración moderna de la capilla por una más clásica, con sillas o reclinatorios, pues la vida sedentaria que estaba llevando últimamente empezaba a pasarme factura: además de las cervicales destrozadas, comenzaban a fallarme las rodillas y a dolerme después de un rato de inmovilidad. Me estaba convirtiendo, a marchas forzadas, en una vieja achacosa.
Después de cenar con mis hermanas, y antes de retirarme a mi pequeña habitación que ya se me estaba volviendo extraña, llamé a Sicilia. Hablé, primero, con mi cuñada Rosalia -la mujer de mi hermano mayor Giuseppe-; luego, hable con Giacoma, que le quitó el teléfono de las manos y que me atizó una buena riña por desaparecer durante tantos días y no dar señales de vida. De golpe, sin venir a cuento, me espetó un brusco «¡Adiós!» y, a continuación, escuché la voz dulce de mi madre:
– ¿Ottavia…?
– ¡Mamá! ¿Cómo estás, mamá? -pregunté contenta.
– Bien, hija, bien… Aquí todo esta bien. ¿Cómo estás tú?
– Trabajando mucho, como siempre.
– Bueno, pues sigue así, eso es bueno -su voz sonaba alegre y despreocupada.
– Sí, mamá.
– Bueno, cariño, pues cuídate. ¿Lo harás?
– Claro que sí.
– Llama pronto, que me gusta mucho oírte. Por cierto, ¿el próximo domingo es tu Renovación de Votos?
Mi madre jamás olvidaba ciertas fechas importantes de las vidas de sus hijos.
– Sí.
– ¡Qué seas muy feliz, hija mía! Pediremos todos por ti en la misa de casa. Un beso, Ottavia.
– Un beso, mamá. Adiós.
Aquella noche me dormí con una sonrisa feliz en los labios.
A las ocho en punto de la mañana, tal y como me había prometido a mi misma la tarde anterior, estaba sentada frente a mi mesa con las gafas caladas en la nariz y el lápiz en la mano, lista para cumplir con mi obligación de leer la Divina Comedia sin más dilaciones. Abrí el libro por la tersa y nacarada página 270, en cuyo centro podía leerse, en un tipo de letra minúsculo, la palabra Purgatorio y, dando un suspiro, armándome de valor, pasé la hoja y empecé a leer:
Per correr miglior acque alza le vele
omai la navicella del mio ingegno,
che lascia dietro a sé mar si crudele;
e canteró di quel secondo regno
dove l’umano spirito sipurga
e di salire al ciel diventa degno .
Así apuntaban los primeros versos de Dante. El viaje por el segundo reino daba comienzo, según nota aclaratoria a pie de página, el 10 de abril del año 1300, domingo de Pascua, en torno a las siete de la mañana. En el Canto I, Virgilio y Dante acaban de llegar, procedentes del infierno, a la antesala del purgatorio, una suerte de llanura solitaria donde inmediatamente encuentran al guardián de aquel lugar, Catón de Útica, que les reprocha agriamente su presencia. Sin embargo, tal y como nos había contado Glauser-Róist, una vez que Virgilio le ofrece todo tipo de explicaciones y le dice que Dante debe ser instruido en los reinos de ultratumba, Catón les facilita toda la ayuda posible para iniciar el duro camino:
Puedes marchar, mas haz que éste se ciña
con un delgado junco y se lave el rostro,
y que se limpie toda la suciedad;
porque no es conveniente que cubierto
de niebla alguna, vaya hasta el primero
de los ministros del Paraíso.
Alrededor de aquella islita de allá abajo,
allí donde las olas la combaten
crecen los juncos sobre el blanco limo.
Virgilio y Dante se dirigen, pues, llanura abajo, hacia el mar, y el gran poeta de Mantua pasa las palmas de las manos por la hierba cubierta de rocío para limpiar la suciedad que el viaje por el infiemo ha dejado en el rostro del florentino. Después, llegados a una playa desierta, frente a la cual se halla la islita, le ciñe un junco como había ordenado Catón.
En los siete Cantos siguientes, desde el amanecer de aquel día hasta el anochecer, Virgilio y Dante recorren el Antepurgatorio, cruzándose con viejos amigos y conocidos con los que entablan conversación. En el Canto III llegan por fin al pie de la montaña del Purgatorio, en la que se encuentran los siete círculos o terrazas donde las almas se limpian de sus pecados para poder entrar en el cielo. Dante observa entonces que las paredes son tan escarpadas que difícilmente podría nadie escalarlas. Mientras piensa en esto, se les aproxima una turba de almas que camina hacia ellos lentamente: son los excomulgados que se arrepintieron de sus culpas antes de morir, condenados a dar vueltas muy despacio en torno a la montaña. En el Canto IV, Dante y Virgilio encuentran una angosta senda por la que inician el ascenso, y tienen que servirse de pies y manos para poder seguirla. Al final, alcanzan una amplia explanada y, nada más llegar, tras tomar aire, Dante se queja del terrible cansancio que siente. Entonces, una voz misteriosa les reclama desde detrás de una roca y, acercándose hasta allí, descubren un segundo grupo de almas, las de los negligentes que tardaron en arrepentirse. Un poco más de camino y, en el Canto V, se topan con los que murieron de muerte violenta y se retractaron de sus pecados en el último segundo. En el Canto VI tiene lugar un encuentro sumamente emotivo: Dante y Virgilio hallan el alma del famoso trovador Sordello de Gioto, que les acompañará, en el Canto VII, hasta el valle de los príncipes irresponsables y que les explicará que, en la montaña del Purgatorio, en cuanto la luz del atardecer desaparece, deben detener su camino y buscar refugio, «pues subir por la noche no se puede».