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Después de algunas conversaciones con los príncipes del valle, comienza el Canto IX, en el cual, para seguir fiel a su número favorito -el nueve-, Dante sitúa, por fin, la verdadera entrada al Purgatorio. Naturalmente, no lo pone nada fácil: según otra nota a pie de página, en la Comedia, en ese momento, son alrededor de las tres de la madrugada y Dante, que es el único mortal presente, no puede evitar dormirse como un niño sobre la hierba. Entonces sueña, y ve un águila que, descendiendo como un rayo, le atrapa con sus garras y le eleva hacia el cielo. Despavorido, se despierta y descubre que ya es la mañana del día siguiente y que está contemplando el mar. Virgilio, tranquilo, le conmina a no asustarse, pues han llegado, por fin, a la ansiada puerta del Purgatorio. Entonces le cuenta que, mientras él dormía, vino una dama que dijo ser Lucía [18] y que, tomándolo en sus brazos, lo ascendió cuidadosamente hasta donde ahora se encontraban y que, después de dejarlo sobre el suelo, con los ojos le señaló a Virgilio el camino que debían seguir. Me gustó la mención a la santa protectora de la vista, pues es una de las patronas de Sicilia, junto con santa Agueda, y de ahí el nombre de mis dos hermanas.

El caso es que, despejado ya Dante de las tinieblas del sueño, Virgilio y él avanzan hacia donde indicó Lucía y se encuentran con tres escalones, encima de los cuales, delante de una puerta, se halla el ángel guardián del Purgatorio, el primero de los ministros del Paraíso que ya les había anunciado Catón.

Decidme desde ahí: ¿Qué deseáis?

– él empezó a decir-¿y vuestra escolta?

No os vaya a ser funesta la venida.

Una dama del Cielo, que esto sabe,

– le respondió mi maestro- nos ha dicho

hace poco, id por allí, que está la puerta.

El ángel guardián, que empuñaba en la mano una espada desnuda y fulgurante, les invita a subir hasta donde él se encuentra. El primer escalón era de reluciente mármol blanco, el segundo de piedra negra, áspera y reseca, y el tercero de un pórfido tan rojo como la sangre. Al parecer, también según nota a pie de página, todo este pasaje alegorizaba el Sacramento de la Confesión: el ángel representaba al sacerdote y la espada simbolizaba las palabras del sacerdote que mueven a la penitencia. Seguramente por eso recordé, en aquel momento, a la hermana Berardi, una de mis profesoras de literatura, que, al explicarnos este pasaje, decía: «El escalón de mármol blanco significa el examen de conciencia; el de piedra negra, el dolor de contrición; el de pórfido rojo, la satisfacción de la penitencia.» ¡Qué cosas retiene la memoria! Quién me iba a mí a decir que, al cabo de tantos años, recordaría a la hermana Berardi (muerta de vejez tiempo atrás) y sus aburridas clases de literatura.

En ese momento, llamaron a mi puerta y apareció Farag, exhibiendo una gran sonrisa.

– ¿Cómo lo llevas? -preguntó irónicamente-. ¿Has conseguido superar tus traumas infantiles?

– Pues no, no lo he conseguido -repuse, echándome hacia atrás en la silla y apoyando las gafas en las arrugas de la frente-. ¡Esta obra me sigue pareciendo un tostón insoportable!

Me miró largamente de una forma muy rara, que no conseguí identificar, y, luego, como quien despierta de un largo sueño, parpadeó y se atragantó.

– ¿Por… por dónde vas? -quiso saber, metiendo las manos en los amplios bolsillos de su vieja chaqueta.

– Por la conversación con el guardián del Purgatorio, el ángel de la espada que está sobre los escalones de colores.

– ¡Ah, magnífico! -repuso entusiasmado-. ¡Esa es una de las partes más interesantes! ¡Los tres escalones alquímicos!

– ¿Los tres escalones alquímicos? -rechacé, arrugando la nariz.

– ¡Oh, venga, Ottavia! No me digas que no sabes que esos tres escalones representan las tres fases del proceso alquímico: Albedo, Nigredo y Rubedo. La Obra en blanco u Opus Album, la Obra en negro u Opus Nigrum y… -se detuvo viendo mi cara de sorpresa y, luego, volvió a sonreír-. Te sonará de algo, ¿verdad? A lo mejor, conoces más los nombres en griego: Leucosis, Melanosis e losis.

Me quedé meditando un momento, recordando todo lo que había leído sobre alquimia en los códices medievales.

– Claro que me suena -repuse, al cabo de un rato-, pero nunca hubiera imaginado que los escalones del Purgatorio fueran eso. Si precisamente estaba recordando que simbolizaban el Sacramento de la Confesión…

– ¿El Sacramento de la Confesión? -se extrañó Farag, acercándose más a mi mesa-. Mira lo que pone aquí: el ángel guardián apoya los pies en el escalón de pórfido y está sentado sobre el umbral de la puerta, que es de diamante. Con la Obra en rojo, que es la última etapa de la alquimia, la de sublimación, se alcanza la piedra filosofal, cuyo cuerpo es de diamante, ¿no te acuerdas?

Me quedé perpleja.

– Sí, desde luego…

No salía de mi asombro. Jamás hubiera sospechado algo así. Obviamente, esta interpretación resultaba mucho más plausible que la otra, la de la Confe sión, bastante forzada por otra parte.

– ¡Veo que te he deslumbrado! -exclamó, contento-. Bueno, pues te dejo trabajar. Sigue con la lectura.

– Sí, vale. Nos vemos a la hora de comer.

– Pasaremos a recogerte.

Pero yo ya no le oía, ya no podía hacerle ningún caso. Miraba, alucinada, el texto del Purgatorio.

– ¡He dicho que Kaspar y yo pasaremos a recogerte para ir a comer! -repitió Farag desde la puerta, con una voz bastante alta-. ¿De acuerdo, Ottavia?

– Sí, sí… para ir a comer, de acuerdo.

Dante Alighieri acababa de renacer para mí bajo un nuevo aspecto y comencé a pensar que quizá la Roca había tenido razón al asegurar que la Divina Comedia era un libro iniciático. Pero, ¡Dios mio!, ¿qué relación podía tener todo aquello con los staurofílakes? Me masajee el puente de la nariz y volví a ponerme las gafas en su sitio, dispuesta a leer con mayor interés, y con otros ojos, los muchos versos que aún tenía por delante.

Farag me había interrumpido cuando Virgilio y Dante estaban frente a los escalones. Pues bien, una vez que los han subido, Virgilio le dice a su pupilo que pida humildemente al ángel que les abra el cerrojo.

A los pies santos me postré devoto;

y pedí que me abrieran compasivos,

mas antes di tres golpes en mi pecho.

Siete P, con la punta de la espada,

en mi frente escribió: «Lavar procura

estas manchas -me dijo- cuando entres.»

De debajo de sus vestiduras, que eran del color de la ceniza o de la tierra seca, el ángel saca entonces dos llaves, una de plata y otra de oro; primero con la blanca y luego con la amarilla, explica Dante, abre las cerraduras:

Cuando una de las llaves falla

y no gira en la cerradura

– dijo él-, esta puerta no se abre.

Una de ellas es más rica; pero la otra requiere

más arte e inteligencia antes de abrir

porque es la que mueve el resorte.

Pedro me las dio, y me dijo que

más bien me equivocara en abrir la puerta

que en cerrarla, mientras la gente se prosterne.

Después la empujó hacia el sagrado recinto

diciéndonos: «Entrad, mas debo advertiros

que quien mira hacia atrás vuelve a salir.»

Bueno, me dije, si aquello no era una auténtica guía para entrar en el Purgatorio, no sé qué otra cosa podía ser. A pesar de mi desconfianza, debía admitir que Glauser-Róist tenía toda la razón. O, al menos, lo parecía, porque aún nos faltaba lo principal: ¿dónde se encontraban, en realidad, el Antepurgatorio, los tres escalones alquímicos, el ángel guardián y la puerta de las dos llaves?

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