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A mediodía, mientras caminábamos por el vestíbulo del Archivo Secreto en dirección a la cafetería, recordé que debía comunicarle a Glauser-Róist mi baja temporal en el equipo.

– El Domingo celebro mi Renovación de Votos, capitán -le expliqué-, y debo hacer retiro durante algunos días. Pero el lunes, sin falta, estaré de vuelta.

– Vamos muy mal de tiempo -masculló, enfadado-. ¿No podría tomarse sólo el sábado?

– ¿Qué es eso de la Renovación de Votos? -quiso saber Farag.

– Bueno… -respondí, azorada-. Las religiosas de la Venturosa Virgen María renovamos votos todos los años -para una monja, hablar de estas cosas era hablar de lo más privado e íntimo de su vida-. Otras órdenes hacen votos perpetuos o los renuevan cada dos o tres años. Nosotras lo hacemos todos los cuartos Domingos de Pascua.

– ¿Los votos de pobreza, castidad y obediencia? -insistió Farag.

– Estrictamente hablando, sí… -repuse, cada vez mas incomoda-. Pero no es sólo eso… Bueno, sí que es eso, pero…

– ¿Acaso entre los coptos no existen religiosos? -salió en mi defensa Glauser-Róist.

– Sí, claro que sí. Discúlpame, Ottavia. Sentía mucha curiosidad.

– No, si no importa, de verdad -añadí, conciliadora.

– Es que creía que eras monja para siempre -añadió el profesor, bastante inapropiadamente-. Está muy bien eso de la Renovación de Votos anual. De ese modo, si algún día ya no quieres seguir, puedes marcharte.

La sólida luz del sol, que entraba oblicuamente por los cristales, me cegó durante un momento. Por alguna razón, no le dije que no había ni un solo caso de abandono en toda la historia de mi orden.

¡Es tan difícil entender los designios de Dios! Vivimos inmersos en una ceguera total desde el día de nuestro nacimiento hasta el día de nuestra muerte y, en el breve intermedio que llamamos vida, somos incapaces de controlar lo que sucede a nuestro alrededor. El viernes a media tarde sonó el timbre del teléfono de casa. Yo estaba en la capilla, con Ferma y Margherita, leyendo algunos fragmentos de la obra del padre Caciorgna, el fundador de nuestra Orden, e intentando prepararme, para la ceremonia del domingo. No sé por qué, pero cuando escuché la llamada supe, instintivamente, que había pasado algo grave. Valeria, que estaba en ese momento en el salón, fue quien descolgó. Instantes después, la puerta de la capilla se entreabrió con suavidad.

– Ottavia… -susurró-. Es para ti.

Me incorporé, me santigüé y salí. Al otro lado del hilo telefónico, la voz de mi hermana Agueda sonaba afligida:

– Ottavia. Papá y Giuseppe…

– ¿Papá y Giuseppe…? -pregunté, viendo que mi hermana se quedaba callada.

– Papá y Giuseppe han muerto.

– ¿Qué papá y Giuseppe han muerto? -pude articular, al fin-. Pero ¿qué estás diciendo, Agueda?

– Sí, Ottavia -mi hermana había empezado a llorar quedamente-. Los dos han muerto.

– ¡Dios mio! -balbucí-. ¿Qué ha pasado?

– Un accidente. Un terrible accidente. Su coche se salió de la carretera y…

– Tranquilízate, por favor -le dije a mi hermana-. No llores delante de los niños.

– No están aquí -gimió-. Antonio se los ha llevado a casa de sus padres. Mamá quiere que vayamos todos a la finca.

– ¿Y mamá? ¿Cómo está mamá?

– Ya sabes lo fuerte que es… -resumió Agueda-. Pero tengo miedo por ella.

– ¿Y Rosalia? ¿Y los hijos de Giuseppe?

– No sé nada, Ottavia. Están todos en la finca. Yo me voy para allá ahora mismo.

– Yo también. Cógeré el ferry de esta noche.

– No -me reprendió mi hermana-, no cojas el ferry. Coge un avión. Yo le diré a Giacoma que mande algunos hombres al aeropuerto para recogerte.

Pasamos toda la noche velando y rezando el rosario en el salón del primer piso, a la luz de unos cirios dispuestos, a nuestro alrededor, sobre las mesas y la chimenea. Los cadáveres de mi padre y de mi hermano continuaban en las dependencias forenses de Palermo, aunque el juez le había asegurado a mi madre que, a primera hora de la mañana, nos harían entrega de los cuerpos para proceder a su inhumación en el cementerio de la villa. Mis hermanos Cesare, Pierluigi y Salvatore, que volvieron al amanecer del depósito, nos dijeron que estaban muy desfigurados por el accidente y que no sería conveniente exponerlos con las cajas abiertas en la capilla ardiente. Mi madre llamó a una funeraria -que, al parecer, era nuestra-, para que los maquilladores recompusieran los cadáveres todo lo posible antes de traerlos a casa.

Mi cuñada Rosalia, la mujer de Giuseppe, estaba destrozada. Sus hijos la rodeaban y la atendían, desconsolados, temiendo que pudiera pasarle algo, pues no paraba de llorar y de mirar el vacío con los ojos desorbitados de una demente. Mis hermanas, Giacoma, Lucia y Agueda, acompañaban a mi madre, que dirigía el rosario con el ceño fruncido y la cara convertida en una máscara de cera. Mis otras cuñadas, Letizia y Livia, atendían las numerosas visitas de familiares que, a pesar de las horas, acudían a nuestra casa para dar el pésame y para sumarse a los rezos.

¿Y yo…? Bueno, yo paseaba por el caserón, subiendo y bajando escaleras como si no pudiera quedarme quieta, con el corazón dolorido. Cuando llegaba a la azotea, me asomaba para mirar el cielo por la ventana del altillo y, luego, daba media vuelta y volvía a bajar hasta el recibidor, acariciando con la palma de la mano la barandilla, de madera suave y brillante, por la que nos habíamos deslizado todos cuando éramos pequeños. Mi mente permanecía ocupada rescatando lejanos recuerdos de mi infancia, recuerdos de mi padre y de mi hermano. No cesaba de repetirme que mi padre había sido un buen padre, un padre inmejorable, y que mi hermano Giuseppe, a pesar de haber adquirido con los años un carácter huraño, había sido un buen hermano, un hermano que, cuando yo era pequeña, me hacía cosquillas y me escondía los juguetes para hacerme rabiar. Los dos se habían pasado la vida trabajando, manteniendo y agrandando un patrimonio familiar del que se sentían profundamente orgullosos. Esos eran mi padre y mi hermano. Y estaban muertos.

Los pésames y los llantos siguieron sucediéndose al día siguiente. Todo era tristeza y dolor en Villa Salina. Decenas de vehículos campaban aparcados por el jardín, cientos de personas estrecharon mi mano, besaron mi cara y me abrazaron. No faltó nadie, a excepción de las hermanas Sciarra, y eso me dolió mucho, porque Concetta Sciarra había sido mi mejor amiga durante años. De Doria, la pequeña, no digo que no lo hubiese esperado -lo último que había sabido de ella era que había abandonado Sicilia nada más cumplir los veinte años, y que, dando tumbos por aquí y por allá, tras acabar la carrera de historia en no sé qué país extranjero, trabajaba ahora como secretaria en una embajada remota-, pero ¿de Concetta? De Concetta, no. Ella quería mucho a mi padre, igual que yo apreciaba al suyo, y, a pesar de los problemas de negocios que pudiera tener con nosotros, yo no hubiera dudado de su asistencia ni aunque me lo hubieran jurado.

El sepelio tuvo lugar el domingo por la mañana, porque Pierantonio no pudo llegar desde Jerusalén hasta bien avanzada la noche del sábado y mi madre estaba empeñada en que fuera el quien celebrara el oficio de difuntos y la misa previa al entierro. No recuerdo mucho de lo que pasó hasta la llegada de Pierantonio. Sé que mi hermano y yo nos abrazamos estrechamente, pero, a continuación, se lo llevaron de mi lado y tuvo que sufrir los besamanos y las reverencias propias de su cargo y de las circunstancias. Luego, cuando le dejaron en paz y tras comer algo, se encerró con mi madre en una de las habitaciones y yo ya no les vi salir porque me quedé dormida en el sofá en el que estaba sentada rezando.

El domingo por la mañana, muy temprano, mientras nos arreglábamos para acudir a la iglesia de casa, donde iban a tener lugar los funerales, recibí una inesperada llamada del capitán Glauser-Róist. Mientras acudía al teléfono más cercano, me preguntaba, molesta, por qué me llamaba a esas horas y en un momento tan inconveniente: me había despedido de él antes de salir de Roma y le había contado lo ocurrido, de modo que su llamada me pareció una falta de respeto y una torpeza lamentable. Naturalmente, así las cosas, no estaba yo para andarme con cortesías.

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