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– ¿Es usted, doctora Salina? -preguntó al oír mi breve y seco saludo.

– Por supuesto que soy yo, capitán.

– Doctora -repuso, ignorando mi desagradable tono de voz-, el profesor Boswell y yo estamos aquí, en Sicilia.

Si me hubieran pinchado, no me habrían sacado ni gota de sangre.

– ¿Aquí? -inquirí, atónita-. ¿Aquí, en Palermo?

– Bueno, estamos en el aeropuerto de Punta Raisi, a unos treinta kilómetros de la ciudad. El profesor Boswell ha ido a alquilar un coche.

– ¿Y qué hacen aquí? Porque, si han venido al funeral de mi padre y de mi hermano, es un poco tarde. No llegarán a tiempo.

Me sentía incómoda. Por un lado, agradecía su buena voluntad y su deseo de acompañarme en un momento tan triste; por otro, me parecía que su gesto era un poco desmesurado y que estaba fuera de lugar.

– No queremos molestarla, doctora -se oía, por encima del vozarrón de Glauser-Róist, el bullicio de los altavoces del aeropuerto, llamando a embarcar a los pasajeros de varios vuelos-. Esperaremos a que terminen los funerales. ¿A qué hora calcula usted que podrá encontrarse con nosotros?

Mi hermana Agueda se puso delante de mí y me señaló insistentemente su reloj de pulsera.

– No lo sé, capitán. Ya sabe usted como son estas cosas… Quizá a mediodía.

– ¿No podría ser antes?

– ¡Pues no, capitán, no puede ser antes! -repliqué, bastante enfadada-. ¡Mi padre y mi hermano han muerto, por si no lo recuerda, y estamos de funeral!

Me pareció verle al otro lado del hilo telefónico, armándose de paciencia y resoplando.

– Verá, doctora, es que hemos encontrado la entrada al Purgatorio. Y está aquí, en Sicilia. En Siracusa.

Me quedé sin respiración. Habíamos encontrado la entrada.

No quise ver a mi padre ni a mi hermano cuando abrieron las cajas para que nos despidiéramos. Mi madre, llena de entereza, se acercó a los ataúdes y se inclinó, primero, sobre el de mi padre, al que dio un beso en la frente, y, luego, sobre el de mi hermano, al que también intentó besar, pero entonces se derrumbó. La vi tambalearse y apoyar la mano firmemente en el borde de la caja, aferrándose con la otra a la empuñadura del bastón. Giacoma y Cesare, que estaban detrás, se abalanzaron hacia ella para sujetarla, pero con un gesto fulminante los despidió. Doblegó la cabeza y se echó a llorar en silencio. Yo nunca había visto llorar a mi madre. Ni yo, ni nadie, y creo que eso nos dolió más que todo lo que estaba sucediendo. Desconcertados, nos mirábamos unos a otros sin saber qué hacer. Agueda y Lucia también se echaron a llorar y todos, ellas y yo incluidas, hicimos el gesto contenido de dar un paso hacia mi madre para sostenerla y consolarla. Sin embargo, el único que de verdad llegó hasta ella fue Pierantonio, quien, corriendo desde detrás del altar y bajando precipitadamente los escalones, la rodeó por los hombros y le secó las lágrimas con su propia mano. Ella se dejó confortar, como una niña, pero todos supimos que aquel día se había producido una inflexión, una fisura irreparable que había iniciado algún tipo de cuenta atrás y que no se recuperaría nunca de aquellas muertes.

Cuando la ceremonia y el entierro hubieron terminado, y mientras entrábamos en casa y servían la comida, le pedí a Giacoma que me dejara un coche para ir a Palermo, porque había quedado con Farag y Glauser-Róist, a las doce y media, en el restaurante La Góndola, en la via Principe di Scordia.

– Pero ¿tú estás loca? -exclamó mi hermana con los ojos abiertos de par en par-. ¡Hoy no es día para ir de restaurantes!

– Es por trabajo, Giacoma.

– ¡Me da lo mismo! Llama a tus amigos y diles que vengan a comer aquí. Tú no puedes salir, ¿me oyes?

Así que llamé al móvil de Glauser-Róist y le expliqué que, por evidentes motivos familiares, no podía abandonar la villa, y que el profesor y él estaban invitados a comer en casa. Le expliqué lo mejor que pude la forma de llegar y me pareció notar, repetidamente, ciertas reticencias en su tono de voz que me impacientaron.

Llegaron, por fin, cuando estábamos a punto de sentarnos a la mesa. El capitán iba, como siempre, impecablemente vestido, luciendo un aspecto soberbio, mientras que Farag había cambiado su estilo habitual de funcionario de algún remoto país africano por el de valeroso expedicionario y aguerrido conductor de jeeps. Apenas entraron en la casa, inicié las presentaciones. Al profesor se le veía desconcertado y cohibido, sin embargo, en su mirada se percibía claramente la curiosidad del científico que estudia una nueva especie de animal desconocida. Glauser-Róist, por el contrario, era dueño de la situación. Su aplomo y seguridad resultaban gratificantes en un ambiente tan triste y cargado como el que teníamos. Mi madre los recibió con afabilidad, y Pierantonio, que estaba a su lado, para mi sorpresa, saludó al capitán muy cordialmente, como si ya le conociera, aunque de una manera demasiado artificial. Tras el saludo, ambos se separaron como si fueran los polos idénticos de dos imanes.

Yo, que había querido hablar con mi hermano Pierantonio desde el día anterior sin conseguirlo, me encontré, de pronto, acorralada por él en una esquina del jardín, al que habíamos salido para tomar el café después de la comida aprovechando el buen tiempo. Mi hermano no gozaba de su lozano aspecto habitual. Se le veía ojeroso y con unas marcadas arrugas en el ceño. Me clavó la mirada y me sujetó con cierta brusquedad por una muñeca.

– ¿Por qué trabajas con el capitán Glauser-Róist? -me espetó a bocajarro.

– ¿Cómo sabes que trabajo con él? -repuse, sorprendida.

– Me lo ha dicho Giacoma. Y ahora, responde a mi pregunta.

– No puedo darte detalles, Pierantonio. Tiene que ver con aquello que hablamos la última vez, el día del santo de papá.

– Ya no me acuerdo. Refréscame la memoria.

Con la mano que me quedaba libre hice un gesto de incomprensión, levantando la palma hacia arriba y dejándola en el aire.

– ¿Qué te pasa, Pierantonio? ¿Estás mal de la cabeza o qué?

Mi hermano pareció despertar de un sueño y me miró, desconcertado.

– Perdóname, Ottavia -balbució, soltándome-. Me he puesto nervioso. Lo lamento.

– ¿Pero por qué te has puesto nervioso? ¿Por el capitán?

– Lo siento, olvídalo -replicó, alejándose.

– Ven aquí, Pierantonio -le ordené, con un tono de voz serio y autoritario; se detuvo en seco-. No te vas a marchar sin darme una explicación.

– ¿La pequeña Ottavia se insubordina ante su hermano mayor? -celebró, con una sonrisa muy graciosa. Pero yo no me reí.

– Habla, Pierantonio, o me enfadaré de verdad.

Me miró muy sorprendido y dio dos pasos hacia mí, frunciendo de nuevo el ceño.

– ¿Sabes quién es Kaspar Glauser-Róist? ¿Sabes a qué se dedica?

– Sé -comenté- que es miembro de la Guardia Suiza, aunque trabaja para el Tribunal de la Rota, y que coordina la investigación en la que yo participo como paleógrafa del Archivo Secreto.

Mi hermano agitó pesarosamente la cabeza varias veces.

– No, Ottavia, no. No te equivoques. Kaspar Glauser-Róist es el hombre más peligroso del Vaticano, la mano negra que ejecuta las acciones inconfesables de la Iglesia. Su nombre está asociado con… -se detuvo en seco-. ¡Ésta sí que es buena! ¿Qué hace mi hermana trabajando con un sujeto al que temen cielo y tierra?

Me había convertido en una estatua de sal y no podía reaccionar.

– ¿Qué me dices, eh? -insistió mi hermano-. ¿No puedes darme tú ahora ninguna explicación?

– No.

– Bien, pues se acabó esta conversación -concluyó, distanciándose de mí y yendo a sumarse al corro de gente que charlaba en torno a la mesa del jardín-. Ten cuidado, Ottavia. Ese hombre no es lo que aparenta.

Cuando pude salir de mi estupor, divisé a lo lejos las figuras de mi madre y de Farag, enzarzados en una animada charla. Con paso vacilante, me encaminé hacia ellos, pero antes de que pudiera llegar, la inmensa mole del capitán se interpuso en mí camino.

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