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– Doctora, deberíamos marcharnos cuanto antes. Se está haciendo muy tarde y pronto no quedará luz.

– ¿De qué conoce a mi hermano, capitán?

– ¿A su hermano…? -se asombró.

– Mire, no se haga el despistado. Sé que conoce a Pierantonio, así que no me mienta.

La Roca examinó los alrededores con gesto indiferente.

– Deduzco que el padre Salina no le ha dado esta información, de modo que no seré yo quien lo haga, doctora -bajó la mirada hasta mí-. ¿Nos vamos, por favor?

Asentí, y me pasé las manos por la cara con gesto de consternacion.

Dije adiós a todos, uno por uno, y subí en el vehículo que el capitán y Farag habían alquilado en el aeropuerto, un Volvo S40, de color plata y cristales oscuros. Cruzamos la ciudad para coger la carretera 121 hasta Enna, en el corazón de la isla, y, desde allí, tomar la autopista A19 hasta Catania. Glauser-Róist, que disfrutaba enormemente conduciendo, encendió la radio y dejó sonar la música hasta que abandonamos Palermo. Una vez en la carretera, bajó drásticamente el volumen y, Farag, que viajaba en la parte trasera, se inclinó hacia adelante, apoyando los brazos en los respaldos de nuestros asientos.

– En realidad, Ottavia, no sabemos por qué estamos aquí -empezó a explicarme-. Hemos venido a Sicilia para verificar una inspiración, pero seguramente haremos el más grande de todos los ridículos.

– No le haga caso, doctora. El profesor ha encontrado la entrada al Purgatorio.

– No le hagas caso a él, doctora. Te aseguro que dudo muchísimo que encontremos la entrada en Siracusa, pero el capitán se ha empeñado en comprobarlo in situ.

– Está bien -consentí, suspirando-. Pero dame, al menos, una explicación que me convenza. ¿Qué hay en Siracusa?

– ¡Santa Lucía! -celebró Farag.

Giré la cabeza hacia él, con bastante fastidio.

– ¿Santa Lucía?

Estaba tan cerca del profesor, que pude respirar su aliento. Me quedé paralizada. Una vergüenza terrible me sofocó de repente. Hice un esfuerzo sobrehumano para volver a mirar la carretera que tenía delante sin que se notara mi turbación. Boswell tenía que haberse dado cuenta, me dije espantada. Era una situación violenta, y el silencio de él empezaba a volverse insoportable. ¿Por qué no hablaba? ¿Por qué no seguía contando su historia?

– ¿Por qué Santa Lucía? -pregunté precipitadamente.

– Porque… -Farag carraspeó y se ofuscó-. Porque sí. Porque…

No podía verle las manos, pero estaba segura de que le temblaban. Ya lo había observado en otras ocasiones.

– Yo se lo explico, doctora -medió Glauser-Róist-. ¿Quién lleva a Dante hasta la puerta del Purgatorio?

Hice memoria rápidamente.

– Santa Lucía, es verdad. Lo traslada por los aires desde el Antepurgatorio mientras él está dormido y lo deja frente al mar. Pero ¿qué tiene que ver con Sicilia? -hice memoria de nuevo-. Si, bueno, Santa Lucía es la patrona de Siracusa, claro, pero…

– Siracusa está mirando al mar -observó el profesor, aparentemente recuperado por completo-. Además, después de dejar a Dante en el suelo, Santa Lucía, con los ojos, le señala a Virgilio el camino que deben seguir para llegar hasta la puerta de la doble llave.

– Bueno, sí, pero…

– ¿Sabías que Lucía es la patrona de la vista?

– ¡Qué pregunta! Naturalmente.

– Todas las imágenes la representan llevando sus ojos en un platillo.

– Se los arrancó ella, durante el martirio-precisé-. Su prometido pagano, que fue quien la denunció por cristiana, adoraba sus ojos, de modo que ella se los arrancó para que se los hicieran llegar.

– «Que Santa Lucía nos conserve la vista» -recitó Glauser-Róist.

– Si, en efecto, esa es la advocación popular.

– Sin embargo… -enfatizó Farag-. La santa patrona de Siracusa aparece siempre con sus propios ojos bien puestos y bien abiertos y, lo que lleva en el platillo, es otro par de repuesto.

– Bueno, eso es porque no van a pintarla con las cuencas vacías y sangrantes.

– ¿Ah, no? Pues no será porque la iconografía cristiana no haya puesto siempre el acento en la sangre y el dolor físico.

– Bueno, pero ese es otro tema -protesté-. Sigo sin saber adónde quieres llegar.

– Es muy sencillo. Verás, según todos los martirologios cristianos que dan cuenta del suplicio de la santa, Lucía jamás se arrancó los ojos, ni los perdió en modo alguno. En realidad, lo que dicen es que las autoridades romanas al servicio del emperador Diocleciano intentaron violarla y quemarla viva, pero que, por intercesión divina, no lo consiguieron, así que tuvieron que clavarle una espada en la garganta que acabó con su vida. Era el 13 de diciembre del año 300. Pero de los ojos, nada de nada. ¿Por qué, pues, es la patrona de la vista? ¿No será que estamos hablando de otro tipo de visión, una visión que no es la del cuerpo, sino la de la iluminación que permite acceder a un conocimiento superior? De hecho, en el lenguaje simbólico, la ceguera significa ignorancia, mientras que la visión es equivalente al saber.

– Eso es mucho suponer -objeté. No me encontraba bien. Toda aquella verborrea de Farag caía como arena en mi cerebro. Todavía estaba muy afectada por las muertes de mi padre y de mi hermano, y no tenía ganas de escuchar sutilezas enigmáticas.

– ¿Mucho suponer…? Vale, pues oye esto: la fiesta de Santa Lucía se celebra el supuesto día de su muerte, el 13 de diciembre, como ya te he dicho.

– Ya lo sé, es el santo de mi hermana.

– Bien, pero lo que quizá no sabes es que, antes del ajuste de diez días que introdujo el calendario gregoriano en 1582, su fiesta se celebraba el 21 de diciembre, día del solsticio de invierno, y, desde la antigüedad más remota, el solsticio de invierno era la fecha en la que se conmemoraba la victoria de la luz sobre las tinieblas, porque, a partir de ese momento, los días se iban haciendo cada vez más largos.

No dije ni media palabra. No conseguía entender nada de aquel galimatías.

– Ottavia, por favor, eres una mujer culta -me exhortó Farag-. Utiliza todos tus conocimientos y verás que lo que digo no es ninguna tontería. Estamos hablando de que Dante hace de Santa Lucía su misteriosa portadora hasta la entrada del Purgatorio, pero nos dice, además, que después de dejarle a él en el suelo, todavía dormido, con los ojos le indica a Virgilio la senda que deben tomar para llegar hasta la puerta en la que se hallan los tres escalones alquímicos y el ángel guardián con la espada. ¿No es una referencia clarísima?

– No lo sé -declaré, sin darle más importancia-. ¿Lo es?

Farag se quedó en silencio.

– El profesor no está seguro -murmuró Glauser-Róist, apretando el acelerador-. Por eso vamos a comprobarlo.

– Hay muchos santuarios de Santa Lucía en el mundo -rezongué-. ¿Por qué tiene que ser precisamente el de Siracusa?

– Además de ser el lugar de nacimiento de la santa y la ciudad donde vivió y fue martirizada, hay algunos otros datos que nos hacen sospechar de Siracusa -puntualizó la Roca -. Cuando Dante y Virgilio se encuentran con Catón de Útica, éste recomienda a Dante que, antes de presentarse ante el ángel guardián, se lave el rostro para limpiarse de toda suciedad y se ciña con un junco de los que crecen alrededor de una islita que hay cerca de la orilla.

– Sí, lo recuerdo.

– La ciudad de Siracusa fue fundada por los griegos en el siglo VIII antes de nuestra era -continuó Farag-. En aquel entonces le dieron el nombre de Ortigia.

– ¿Ortigia…? -repuse, intentando evitar el gesto involuntario de volverme hacia él-. ¿Pero Ortigia no es la isla que hay frente a Siracusa?

– ¡Ajá! ¡Tú lo has dicho! Frente a Siracusa hay una isla llamada Ortigia en la cual, además de los famosos papiros, que todavía se cultivan, crecen abundantemente los juncos.

– Pero Ortigia es hoy un barrio de la ciudad. Está totalmente urbanizada y unida a tierra por un gran puente.

– Cierto. Y eso no quita ni un ápice de importancia a la pista que Dante puso en su obra. Y todavía falta lo mejor.

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