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– Tengo buenas noticias, doctora Salina.

– ¿Ah, sí…? Pues cuénteme -murmuré, sin el menor interés.

Una frase perdida en la noticia de la Athens News Agency, sin embargo, llamó poderosamente mí atención: los bomberos habían encontrado, en el suelo, a los pies del cadaver de Iyasus (como si se le hubiera escapado de las manos con el último aliento de vida), una bella caja de plata, que, al abrirse como consecuencia del golpe, había dejado escapar unos extraños pedazos de madera. Los periódicos etíopes, por el contrario, apenas daban detalles del accidente, que mencionaban casi de pasada, limitándose a demandar la ayuda de los lectores para localizar a los familiares de Abi-Ruj Iyasus, miembro de la etnia oromo, un pueblo de pastores y agricultores de las regiones centrales de Etiopía. Lanzaban su petición, especialmente, a los encargados de los campos de refugiados (una terrible hambruna estaba asolando el país), pero también, y esto era lo más curioso, a las autoridades religiosas de Etiopía, puesto que, en poder del fallecido, se habían encontrado «unas reliquias muy santas y valiosas».

– Quizá debería volverse y mirar lo que le estoy ofreciendo -insistió el capitán.

Me giré a regañadientes, saliendo con dificultades del ensimismamiento, y vi la monumental figura del suizo -que, ¡oh, milagro!, exhibía una enorme sonrisa en los labios- con el brazo extendido, alargándome una fotografía de grandes dimensiones. La cogí con toda la indiferencia de la que fui capaz y le eché una ojeada desdeñosa. Sin embargo, al instante, el gesto de mi cara cambió y solté una exclamación de sorpresa. En la imagen se veía la sección de un muro de granito de color rojizo, brillantemente iluminado por la luz solar, que mostraba, en relieve, dos pequeñas cruces dentro de unos marcos rectangulares rematados por unas pequeñas coronas radiadas de siete puntas.

– ¡Nuestras cruces! -proferí, entusiasmada.

– Cinco de los más potentes ordenadores del Vaticano han estado trabajando sin parar durante cuatro días para dar, finalmente, con eso que tiene usted en la mano.

– ¿Y qué es lo que tengo en la mano? -me hubiera puesto a dar saltos de alegría si no hubiera sido porque, a mi edad, hubiese quedado fatal-. ¡Dígamelo, capitán! ¿Qué tengo en la mano?

– La reproducción fotográfica de un segmento de la pared sudoeste del monasterio ortodoxo de Santa Catalina del Sinaí.

Glauser-Róist estaba tan satisfecho como yo. Sonreía abiertamente y, aunque su cuerpo no se movía ni un milímetro, tan congelado como siempre -las manos en los bolsillos del pantalón, retirando los extremos de una preciosa chaqueta azul marino-, su cara expresaba una alegría que nunca se me hubiera ocurrido esperar de alguien como él.

– ¿Santa Catalina del Sinaí? -me sorprendí-. ¿El monasterío de Santa Catalina del Sinaí?

– Exactamente -repuso-. Santa Catalina del Sinaí. En Egipto.

No podía creerlo. Santa Catalina era un lugar mítico para cualquier paleógrafo. Su biblioteca, a la par que inaccesible, era la más valiosa del mundo en códices antiguos después de la del Vaticano y, como ella, estaba envuelta en una nube de misterio para los extraños.

– ¿Y qué tendrá que ver Santa Catalina del Sinaí con el etíope? -inquirí, extrañada.

– No tengo la menor idea. En realidad, esperaba que ese fuera nuestro trabajo de hoy.

– Bien, pues, manos a la obra -confirmé, ajustándome las gafas sobre el puente de la nariz.

Los fondos de la Biblioteca Vaticana contaban con un abundante número de libros, memorias, compendios y tratados sobre el monasterio. Sin embargo, la mayoría de la gente no sospechaba, ni remotamente, la existencia de un lugar tan importante como ese templo ortodoxo enclavado a los pies del monte Sinaí, en el corazón mismo del desierto egipcio, rodeado de cumbres sagradas y construido en torno a un punto de trascendencia religiosa sin parangón: el lugar donde Yahveh, en forma de Zarza Ardiente, le entregó a Moisés las Tablas de la Ley.

La historia del recinto nos enfrentaba de nuevo con algunos viejos conocidos: en torno al siglo IV de nuestra era, en el año 337, la emperatriz Helena, madre del emperador Constantino (el del Monograma o Crismón del mismo nombre), mandó construir en aquel valle un hermoso santuario, puesto que hasta allí empezaban a desplazarse numerosos peregrinos cristianos. Entre esos primeros peregrinos se encontraba la célebre Egeria, una monja gallega que, entre la Pascua del 381 y la del 384, realizó un largo viaje por Tierra Santa magistralmente relatado en su Itinerarium. Contaba Egeria que, en el lugar donde más tarde se levantaría el Monasterio de Santa Catalina del Sinaí, un grupo de anacoretas cuidaba de un pequeño templo cuyo abside protegía la sagrada Zarza, todavía viva. El problema de aquellos anacoretas era que dicho lugar se encontraba en el camino que enlazaba Alejandría con Jerusalén, de modo que constantemente se veían atacados por feroces grupos de gentes del desierto. Por este motivo, dos siglos más tarde, el emperador Justiniano y su esposa, la emperatriz Teodora, encargaron al constructor bizantino Stefanos de Aila, la edificación, en aquel lugar, de una fortaleza que protegiera el santo recinto. Según las más recientes investigaciones, las murallas habían sido reforzadas a lo largo de los siglos e, incluso, reconstruidas en su mayor parte, quedando de aquel primer trazado original, únicamente, el muro sudoeste, el decorado con las curiosas cruces que reproducía la piel de nuestro etíope, así como el primitivo santuario mandado construir por Santa Helena, la madre de Constantino, aunque había sido reparado y mejorado por Stefanos de Aila en el siglo VI. Y tal cual se conservaba desde entonces, para admiración y pasmo de eruditos y peregrinos.

En 1844, un estudioso alemán fue admitido en la biblioteca del monasterio y descubrió allí el famosísimo Codex Sinaiticus, la copia completa del Nuevo Testamento más antigua que se conoce -ni más ni menos que del siglo IV-. Por supuesto, dicho estudioso alemán, un tal Tischendorff, robó el códice y lo vendió al Museo Británico, donde se encontraba desde entonces y donde yo había tenido ocasión de contemplarlo con avidez hacia algunos años. Y digo que lo había contemplado con avidez porque en mis manos se hallaba por aquel entonces su posible gemelo, el Codex Vaticanus, del mismo siglo y, probablemente, del mismo origen. El estudio simultáneo de ambos códices me hubiera permitido llevar a cabo uno de los trabajos de paleografía más importantes jamás realizados. Pero no fue posible.

Al terminar el día, reuníamos una abultada e interesantísima documentación sobre el curioso monasterio ortodoxo, pero seguíamos sin aclarar qué tipo de relación podía existir entre las escarificaciones de nuestro etíope de treinta y tantos años y el muro sudoeste de Santa Catalina, levantado en pleno siglo VI.

Mi mente, acostumbrada a sintetizar con rapidez y a extraer los datos relevantes de cualquier maraña de informaciones, ya había elaborado una compleja teoría con los elementos repetitivos de aquella historia. Sin embargo, como se suponía que yo desconocía una buena parte de ella, no podía compartir mis ideas con el capitán Glauser-Róist, aunque me hubiera gustado saber si también él había llegado a similares conclusiones. Ardía en deseos de apabullarle con mis deducciones y demostrarle quién era allí la más lista y la más inteligente. En mi próxima confesión, el padre Pintonello iba a tener que imponerme una durísima penitencia para expiar el orgullo.

– ¡Muy bien, esto se ha terminado! -dejó escapar Glauser-Róist a última hora de la tarde, dando carpetazo al grueso volumen de arquitectura que tenía entre las manos.

– ¿Qué es lo que se ha terminado? -quise saber.

– Nuestro trabajo, doctora -declaró-. Se acabó.

– ¿Se acabó? -farfullé con los ojos abiertos como platos por la sorpresa. Claro que sabía que, antes o después, mi papel en aquella historia iba a terminar, pero ni por un momento se me había pasado por la cabeza que, en un punto tan interesante de la investigación, yo fuera a quedar eliminada del juego de un plumazo.

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