Si venís libres de yacer aquí con nosotros,
y queréis pronto hallar el camino,
llevad siempre por fuera la derecha.
¡El terceto de Dante! ¡Eso era lo que quería decirme Farag, que recordara las palabras de Dante! Exprimí mi memoria para recordar lo que habíamos leído en el avión aquella mañana:
Eché a andar y mi guía echó a andar por los
lugares libres, siguiendo la roca,
cual pegados de un muro a las almenas.
¡Había que llegar al muro, a la pared! Y, una vez allí, pegados a la roca, avanzar siempre hacia la derecha hasta llegar a Zéfiro, el viento suave y templado que nos libraría del huracán y de los balines de hielo y que, quizá, nos permitiría salir.
Haciendo un gran esfuerzo, con mi mano cogí la mano de Farag y la apreté para que supiera que le había comprendido y, no sé muy bien cómo, ayudándonos el uno al otro, avanzamos lentamente, como serpientes aplastadas por una bota, sin dejar de llorar y de abrir la boca para atrapar un aire difícil de respirar. Tardamos mucho tiempo en ganar el muro y tuvimos que ir esquivando los furiosos tifones que salían por los bothros, zigzagueando en busca de ángulos muertos que nos permitieran movernos un poco mejor. En más de una ocasión pensé que no íbamos a conseguirlo, que era un esfuerzo inútil, pero, por fin, chocamos contra la roca y supe que teníamos una oportunidad. Ahora sólo me preocupaba Glauser-Róist. Si conseguíamos ponernos en pie y, como decía Dante, pegarnos a la pared, quizá lograríamos verle gracias a la luz de la linterna.
Pero alzarse del suelo no era tan sencillo. Como niños que empiezan a caminar y se cogen a los muebles para incorporarse, tuvimos que clavar los dedos en los resquicios más inverosímiles para pasar de reptiles a bípedos, y aún eso con muchos problemas. Sin embargo, el poeta florentino había dejado sus pistas muy bien puestas, porque, en cuanto logramos adherirnos a la pared, la fuerza de los vientos dejó de aplastarnos y pudimos respirar mejor. No es que hubiera calma, ni mucho menos, pero las aberturas de los bothros estaban dispuestas de tal forma que los cañones de aire se neutralizaban unos a otros, creando unos diminutos recodos parcialmente libres marcados por los antorcheros.
Pero si moverse y respirar era difícil, abrir los ojos era angustioso, pues se secaban en cuestión de segundos y pinchaban como si llevaran alfileres. Y, aunque las lágrimas nos caían a litros, hasta los párpados se negaban a deslizarse sobre las corneas resecas. Sin embargo, había que localizar a Glauser-Róist como fuera, así que le eché valor (y dolor) y no paré hasta que le divisé al otro extremo de la gruta, entre Trascias y Aparctias, pegado al muro como una sombra, con la cabeza ladeada y los ojos cerrados. Llamarle era inútil, porque no nos hubiera oído, así que debíamos llegar hasta él. Como nosotros nos encontrábamos entre Euronoto y Noto, iniciamos el ascenso hacia el norte, hacia Bóreas, siguiendo las indicaciones de Dante de caminar siempre hacia la derecha. Lamentablemente, el capitán, que no debía recordar las pistas de la Divina Comedia, en lugar de avanzar hacia Zéfiro en la misma dirección, se aproximaba hacia nosotros, echándose al suelo cada vez que tenía que pasar por delante de uno de los vientos para impedir que la tromba le lanzara por los aires contra el sarcófago.
Yo estaba agotada. Si no hubiera sido por la mano de Farag, probablemente nunca hubiese conseguido salir de allí; y ese cansancio que me impulsaba a quedarme en el suelo cada vez que teníamos que tumbarnos para atravesar un bothros, se volvía más y más acusado con cada metro que adelantábamos.
Por fin, nos encontramos con el capitán a la altura de Helespontio y, por todo gesto, los tres fundimos nuestras manos en un estrecho y emocionado apretón que fue más elocuente que cualquier palabra que hubiéramos podido decirnos. El problema comenzó cuando Farag quiso reanudar el paso para seguir avanzando hacia Zéfiro. Por increíble que pueda resultar, Glauser-Róist se negó en redondo a desandar el camino, haciendo barrera con su cuerpo para impedírnoslo tercamente. Vi a Farag acercarse al oído del capitán y gritarle con toda su alma, pero el otro seguía diciendo que no con la cabeza y señalando con el dedo en dirección contraria. Farag volvió a intentarlo una y otra vez, pero la Roca, tan Roca como siempre, continuaba denegando y empujando a Farag hacia mí, que iba la última y que tenía a Afeliotes a menos de medio metro de mis piernas.
No hubo manera de convencerle. Por más que gritamos, gesticulamos e intentamos avanzar hacia la derecha, el capitán se opuso tenazmente, obligándonos, al final, a obedecerle. No se me ocurría qué cosa terrible podría pasar si no hacíamos lo que decía Dante, pero preferí no pensar en ello mientras iniciábamos el camino de vuelta hacia Euronoto. Mi desesperación y la de Farag se reflejaban en nuestras caras cuando nos mirábamos. El capitán se equivocaba, pero ¿cómo hacérselo comprender?
Tardamos aproximadamente media hora en cruzar los cinco vientos que nos separaban de Zéfiro y mi agotamiento era ya tan extremo que soñaba con que, al final de la prueba -si es que habíamos acertado con la solución-, los staurofílakes nos durmieran dulcemente con aquella nube de humo blanquinoso que habían utilizado en el laberinto de Rávena. Me daba rabia estar tan cansada y pensaba con envidia en la fortaleza física del capitán y en la resistencia natural de Farag. Otra cosa que tendría que proponerme cuando todo aquello terminara sería hacer un poco de gimnasia. No podía escudarme en los géneros diciendo que las mujeres éramos más débiles que los hombres (una campesina rusa nunca será más débil que un oficinista chino); la culpa de aquel cansancio era totalmente mía, por llevar una vida tan sedentaria.
Por fin arribamos al ángulo muerto entre Libs y Zéfiro. Suspiré con alivio, dibujando una sonrisa en mi cara y, como era la primera de la fila, me tocó acercarme hasta la guarida del viento que, supuestamente, era suave como una brisa y templado como un día de primavera. Acerqué muy despacio la mano derecha hacia la cavidad, temiendo verla salir despedida lejos de mí, y mi corazón estalló de júbilo cuando comprobé que, a pesar de que Zéfiro era un poco más violento de lo que afirmaban los poetas, su vehemencia no tenía nada que ver con la de sus once hermanos. Ni quemaba ni enfriaba, ni tampoco escupía escarcha o granizo, y mi mano extendida ondulaba en sus rizos como si la hubiera sacado por la ventanilla de un coche en marcha. ¡Habíamos encontrado la salida!
Zéfiro me succionó y me salvó la vida. Caí como un saco de piedras sobre su suelo cuando me introduje por el estrecho bothros y respiré sin agobios su aire manso y fino que llegó hasta mis pulmones como un perfume. La verdad es que me hubiera quedado allí un buen rato, sin moverme, pero tenía que seguir avanzando para permitir que Farag y el capitán pudieran entrar detrás de mí. Estuve segura de que lo habían hecho en cuanto escuché los gritos furiosos que Farag le lanzaba a Glauser-Róist:
– ¡Se puede saber por qué demonios nos ha hecho recorrer tres cuartas partes de la gruta! -bramaba, indignado-. ¡Estábamos casi al lado de Zéfiro cuando le encontramos! ¿No recuerda que Dante decía que había que ir hacia la derecha?
– ¡Cállese! -le replicó Glauser-Róist, autoritario-. ¡Eso es lo que hice!
– ¿Está loco? ¿No ve que hemos caminado en el sentido de las agujas del reloj? ¿No distingue la derecha de la izquierda?
– ¡Por favor! -exclamé, viendo que los ánimos estaban realmente alterados-. ¡Hemos salido y estamos bien! ¡Por favor!
– ¡Escuche, profesor Boswell! -tronó la Roca -. ¿Qué decía Dante? Decía que había que llevar siempre por fuera la derecha.