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Glauser-Róist volvió rápidamente del revés todos los bolsillos de sus pantalones y su chaqueta.

– ¡Aquí está! -exclamó satisfecho, alzando el habitual pliego de papel.

– Veámoslo -propuso Farag, incorporándose sin soltarme la mano-. ¿Nos han marcado en la espalda? -preguntó de pronto, muy sorprendido.

– En las cervicales -le confirmé.

– ¡Vaya, pues esta vez sí que duele!

El capitán, que ya había mirado lo que decía el papel, se lo tendió.

– Si no suelta la mano de la doctora, le costará mucho verlo.

Farag se rió y me acarició rápidamente los dedos antes de liberarme.

– Espero que no le moleste, Kaspar.

– A mí no me molesta nada, profesor -afirmó la Roca, muy serio-. La doctora Salina ya es adulta y sabe lo que hace. Supongo que arreglará su situación con la Iglesia cuanto antes.

– No se preocupe, capitán -le aclaré-. No me olvido ni por un momento de que todavía soy monja. Este asunto es privado pero, como le conozco, sé que se quedará más tranquilo si le digo que soy consciente de los problemas.

El pobre era tan obtuso para ciertas cosas que preferí tranquilizarle.

Farag, que examinaba el papel, se había quedado con la boca abierta.

– ¡Yo sé lo que es esto! -dejó escapar muy alterado.

– Tiene que conocerlo, profesor. La siguiente prueba es en Alejandría.

– ¡No, no! -negó frenéticamente con la cabeza-. ¡No lo había visto en mi vida! Pero podría localizarlo si estuviéramos allí.

– ¿De qué habláis? -quise saber, arrancando el papel de las manos de Farag. Esta vez no era un texto lo que había en aquella superficie rugosa, sino un dibujo bastante tosco hecho con carboncillo. En él se distinguía perfectamente la forma de una serpiente barbuda ceñida con las coronas faraónicas del Alto y el Bajo Egipto sobre las cuales aparecía un medallón con la cabeza de Medusa. De los anillos del animal, enredados como un nudo marinero, emergía el tirso de Dioniso, el dios griego de la vegetación y el vino, y el caduceo de Hermes, el dios mensajero-. ¿Qué es esto?

– No lo sé -me respondió Farag-, pero no nos será difícil averiguarlo. En el Museo tenemos un catálogo informatizado de los restos arqueológicos de la ciudad -se acercó a mí y, mirando por encima de mi hombro, señaló el dibujo con el dedo-. Hubiera jurado que podía reconocer casi cualquier obra alejandrina con los ojos cerrados y, sin embargo, aunque el aspecto me resulta familiar, no consigo recordar esta figura. ¿Ves la mezcla de estilos? ¿Ves el caduceo de Hermes y las coronas de los faraones? La serpiente barbuda es un símbolo romano. Esta combinación tan estrafalaria es característica de Alejandría.

– Profesor, si no le importa, ¿podría acercarse a ese taller y preguntar dónde demonios estamos? -volvió a interrumpirnos la Roca-. Y pregunte si tienen teléfono. Mi móvil se estropeó con el agua de la cisterna.

Farag sonrió.

– Tranquilo, Kaspar. Yo me encargo.

– Este es el número del Patriarcado -añadió Glauser-Róist, entregándole, abierta, su pequeña agenda-. Dígale al padre Kallistos dónde estamos y pídale que vengan a buscarnos.

A mí no me hacia ninguna gracia que Farag caminara tan decidido hacia aquel antro de chatarra y desapareciera en su interior, pero no tardó ni cinco minutos en regresar y, cuando lo hizo, traía en la cara una amplia sonrisa.

– Ya he hablado con el Patriarcado, capitán -gritó mientras volvía-. Vendrán enseguida. Estamos en los restos de lo que fue el Gran Palacio de Justiniano.

– ¿El Gran Palacio de Justiniano… esto? -dije con aprensión, mirando alrededor.

– Exacto, Basileia. Nos encontramos en el barrio de Zeyrek, en la parte vieja de la ciudad, y este patio es todo lo que queda del palacio imperial de Justiniano y Teodora.

Se puso a mi lado y me cogió la mano.

– No lo puedo entender, Farag -murmuré, apesadumbrada-. ¿Cómo permiten que las cosas lleguen hasta este extremo?

– Para los turcos, los restos bizantinos no tienen el mismo valor que tienen para nosotros, Basileia. Ellos no comprenden más religión que la suya, con todas las implicaciones culturales y sociales que eso conlleva. Conservan sus mezquitas, pero ¿por qué conservar las iglesias de una religión extraña? Este es un país pobre que no puede preocuparse por un pasado que desconoce y que no le interesa.

– ¡Pero es cultura, historia! -me enfurecí-. ¡Es futuro!

– Aquí la gente sobrevive como puede -rehusó-. Las viejas iglesias se convierten en casas y los viejos palacios en talleres y, cuando se vengan abajo, buscarán otras iglesias y otros palacios en los que instalar su hogar o su negocio. Tienen una mentalidad distinta a la nuestra. Sencillamente, ¿por qué conservar si se puede reutilizar? Agradezcamos que han preservado Santa Sofía.

– En cuanto llegue el coche del Patriarcado, iremos directamente al aeropuerto -anunció lacónicamente Glauser-Róist.

Me sobresalté.

– ¿Así? ¿Desde aquí? ¿Sin cambiarnos de ropa ni duchamos?

– Ya lo haremos en Alejandría. Sólo son tres horas de viaje y podemos asearnos en el Westwind. ¿O prefiere tener que explicar lo que hemos descubierto ahí abajo?

Era obvio que no, así que no puse más objeciones.

– Espero que no haya demasiados problemas para que yo pueda volver a Egipto… -murmuró preocupado Farag. La última vez que había salido de su país lo había hecho como sospechoso del robo de un manuscrito en el monasterio de Santa Catalina del Sinaí y había tenido que escapar con pasaporte diplomático de la Santa Sede por la frontera israelí.

– No se preocupe, profesor -le tranquilizó la Roca-, el Códice Iyasus ya ha sido devuelto oficialmente al monasterio de donde lo tomamos prestado.

– ¡Prestado! -exclamé con sorna-. ¡Menudo eufemismo!

– Llámelo como quiera, doctora, pero lo que importa es que el Códice ha vuelto a la biblioteca de Santa Catalina y que tanto la Iglesia Católica como las Iglesias Ortodoxas han presentado al abad las oportunas disculpas y explicaciones. El arzobispo Damianos ha retirado la denuncia y, por lo tanto, profesor, es usted completamente libre de volver a su casa y a su trabajo.

Durante unos minutos, en aquel vertedero sólo pudo escucharse el zumbido de las moscas y el chirrido de la sierra mecánica. Farag no daba crédito a sus oídos. Estaba enfadándose lentamente, concienzudamente, como una caldera que se enciende y empieza a ganar presión. El capitán permanecía tranquilo pero a mí me temblaban las piernas porque sabía que, aunque Farag era dueño de un carácter afable, las personas como él aguantaban hasta un límite, pasado el cual podían volverse realmente violentas. Por fin, como me temía, Boswell se adelantó furioso hacia Glauser-Róist y se detuvo a pocos centímetros de su cara.

– ¿Desde cuándo está el Códice en Santa Catalina? -masculló, con los dientes apretados.

– Desde la semana pasada. Hubo que hacer una copia del manuscrito y devolverle su aspecto original. Les recuerdo en qué condiciones lo dejamos, descuadernado y con las hojas sueltas. Luego, a través del Patriarca copto-católico de su Iglesia y del Patriarca de Jerusalén, Su Beatitud Michel Sabbah, se iniciaron las conversaciones con el arzobispo Damianos. Su Patriarca, Stephano II Ghattas, habló también con el director del Museo Grecorromano de Alejandría y, desde ayer, se encuentra usted en situación de permiso especial indefinido. Creí que le gustaría saberlo.

Farag se deshinchó como un globo. Incrédulo, me miró y miró a Glauser-Róist varias veces antes de ser capaz de articular palabra.

– ¿Puedo volver a casa…? -tartamudeó-. ¿Puedo volver al museo…?

– No, al museo todavía no. Pero a su casa volverá esta misma tarde. ¿Le parece bien?

¿Por qué estaba tan emocionado ante la posibilidad de volver a Alejandría y de recuperar su trabajo en el Museo Grecorromano? ¿Acaso no me había dicho que ser copto en Egipto era ser un paria? ¿Acaso la guerrilla islámica no había matado, el año anterior, a su hermano pequeño, a su cuñada y a su sobrino de cinco meses a la salida de la iglesia? Todo eso me lo había contado él la primera vez que cenamos juntos.

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