– ¡Oh, Dios mío! -exclamó estirándose y levantando los brazos al cielo como los corredores cuando llegan victoriosos a la meta-. ¡Esta noche estaré en casa!
Mientras se explayaba en una larga perorata sobre lo mucho que me iba a gustar Alejandría y lo contento que se pondría su padre cuando le viera y cuando me conociera, el coche del Patriarcado pasó por una de las calles aledañas y nos recogió, por fin, en el lado opuesto del vertedero. Tardé una eternidad en llegar hasta él, porque el suelo estaba lleno de peligrosos y afilados desperdicios que hubieran podido cortarme los pies, pero, cuando me senté en su interior con un largo suspiro de alivio, descubrí que había sido un hermoso paseo por un camino de rosas: a mi lado, en la parte trasera del vehículo que conducía el chófer del Patriarca, se encontraba la experta en arquitectura bizantina Doria Sciarra.
El capitán tomó asiento junto al conductor y yo, intencionadamente, hice que Farag entrara por la otra puerta para que también él se sentara junto a Doria, que quedó aprisionada entre ambos. Me mostré encantadora con ella, como si nada de lo ocurrido el día anterior hubiera tenido la menor importancia. Me alegré, sin embargo, cuando la vi arrugar la nariz por el olor que despedíamos. Estaba ofendida porque mientras ella entretenía al portero de Fatih Camii, nosotros habíamos desaparecido y la habíamos dejado sola. Cuando volvió al patio y no pudo encontrarnos por ninguna parte, se fue caminando hasta el coche y estuvo esperando hasta que anocheció. Sólo entonces, preocupada y sola, regresó al Patriarcado. Quiso que le contáramos todo lo que nos había pasado, pero esquivamos sus preguntas con respuestas anodinas, hablándole superficialmente de lo dura que había sido la prueba y de los terribles dolores y torturas que habíamos padecido, provocando de esta manera que perdiera el interés. ¿Cómo íbamos a contarle que habíamos hecho el descubrimiento más grande de la historia?
Farag se comportó con ella igual de encantador que el día anterior, pero sin seguirle el juego. No respondió ni una sola vez a sus tonterías e insinuaciones y yo me sentí muy tranquila al comprobar que, por mi parte, estaba perfectamente en paz conmigo misma: en paz en lo relativo a Farag y en paz con Doria, que había deseado herirme y sólo lo había podido conseguir fugazmente. Su deseo quedaría en ridícula tentativa si yo no permitía que lograra su objetivo. De modo que sonreí, charlé y bromeé como si el día anterior hubiera sido un día cualquiera y no el día en que mi mundo se había venido abajo para volverse a levantar, en el último minuto, de la mano de Farag. Ahora él era lo único que me importaba y Doria ya no era nadie.
Cuando el coche del Patriarcado nos dejó frente al enorme hangar donde permanecía el Westwind, me despedí de mi vieja amiga con un par de besos en las mejillas a pesar de su discreto conato de evasión; nunca sabré si fue porque estaba desorientada y se sentía culpable o por el olor que yo emanaba, pero el caso fue que la besé a la fuerza, de manera encantadora, y que le di las gracias «por todo» repetidamente. Farag y el capitán se limitaron a estrecharle la mano y ella huyó en el vehículo patriarcal para no volver a aparecer nunca más.
– ¿Qué te dijo Doria ayer que te cambió la cara después de la comida? -me preguntó Farag mientras subíamos por la escalerilla.
– Ya te lo contaré más adelante -repuse-. ¿Cómo es que no te acercaste a mí si te diste cuenta de lo mal que estaba?
– No podía -me explicó mientras saludaba a Paola y al resto de la tripulación-. Estaba atrapado en mi propia trampa.
– ¿Qué trampa? -me extrañé. Glauser-Róist se había quedado hablando con el piloto mientras nosotros ocupábamos nuestros asientos habituales. Pensé que debería asearme un poco antes de dejarme caer en aquella pulcra tapicería blanca, pero sentía una gran curiosidad por lo que me estaba diciendo Farag y no quería que llegara Glauser-Róist antes de que terminara.
– Bueno… La de Doria, ya sabes.
En sus ojos brillaba una sonrisa burlona que no comprendí.
– No, no lo sé. ¿De qué trampa de Doria estás hablando?
– ¡Bueno, Ottavia, no te pongas tan seria! -bromeó-. ¡A fin de cuentas salió bien!
– Espero que no sea lo que estoy pensando, Farag -le advertí, muy seria.
– Me temo que sí, Basileia. Tenía que hacer algo para que reaccionaras. ¿No estás contenta?
– ¡Contenta! Pero ¿cómo quieres que esté contenta? ¡Me hiciste pasar un infierno!
Farag estalló en carcajadas como un niño feliz.
– ¡Esa era la idea, Basileia! ¡Dios mío, pero si en Atenas creí que lo tenía todo perdido! No quieras saber lo mal que lo pasé cuando te pusiste en pie en aquella carretera y me dijiste «¿Vamos?». En aquel momento, mirándote, supe que, para convencer a una mujer tan terca como tú, tenía que usar una bomba nuclear. Y Doria resultó perfecta, ¿no es cierto? Lo malo es que, después de cañonearte, ni siquiera me mirabas y, si lo hacías, era con… – la Roca hizo acto de presencia-. Luego seguiré.
– No es necesario -repliqué muy digna, levantándome y sacando el neceser de la bolsa-. Eres un tramposo.
– ¡Pues claro! -exclamó, divertido-. Y otras muchas cosas también.
La Roca se dejó caer en su sillón y le oí resoplar.
– Voy a asearme un poco -anuncié sin volverme.
– Acuérdese de que tiene que estar sentada aquí cuando vayamos a despegar.
– No se preocupe.
Tardamos unas tres horas en llegar al aeropuerto de Alejandría. Durante el viaje comimos, hablamos, nos reimos y Farag y yo casi organizamos un motín cuando el capitán, sacando la Divina Comedia de su mochila, nos propuso preparar el siguiente círculo del Purgatorio. A pesar de encontrarme fresca y descansada después de casi doce horas de sueño, me sentía mentalmente exhausta. Si hubiera sido posible, habría pedido unas vacaciones y me habría ido con Farag al último rincón del mundo, a algún lugar donde nada ni nadie me recordara la vida que iba dejando atrás. Después, quizá convertida ya en otra persona, hubiera estado más dispuesta a terminar las pruebas que faltaban para llegar hasta el dichoso Paraíso Terrenal. Tenía la extraña sensación de haber soltado amarras sin disponer de otro muelle en el que atracar. Mi casa era ahora aquel avión; mi familia, Farag y el capitán Glauser-Róist; mi trabajo, la caza de aquellos sorprendentes ladrones de reliquias que cruzaban los siglos como quien cruza una calle… Recordar Sicilia me hacía daño, me entristecía, y sabía que jamás volvería al piso de la Piazza delle Vaschette. ¿Qué haría cuando todo esto terminara? Menos mal que tenía a ese tramposo sin escrúpulos de Farag Boswell, pensé mirándole. Estaba segura de que me amaba y de que estaría a mi lado hasta que reconstruyera mi vida. Él era ahora lo único que quería.
Alrededor de las cinco de la tarde, el comandante de la nave anunció por los altavoces que estábamos a punto de aterrizar en el aeropuerto Al Nouzha. El tiempo era soleado y la temperatura alcanzaba los treinta grados en las pistas.
– ¡Ya estamos en casa! -exclamó Farag alborozado.
No hubo manera de mantenerlo en el asiento mientras tomabamos tierra, y eso que la pobre Paola se lo suplicó cien veces. Pero él quería ver su ciudad, quería llegar antes que el avión y por nada del mundo hubiera consentido que alguien se lo impidiera.
Ni en mis más extraños sueños hubiera imaginado que Alejandría se convertiría en un lugar especial porque terminaría enamorándome de un hombre de allí. Por supuesto, había leído a Lawrence Durrelí y a Konstantinos Kavafis y sabía, como cualquiera, algunas curiosidades sobre la ciudad fundada por Alejandro Magno en el año 332 antes de nuestra era: había oído hablar de su famosa Biblioteca, que llegó a albergar más de medio millón de volúmenes sobre todos los ámbitos del conocimiento humano; también de su Faro, que fue una de las Siete Maravillas del Mundo y que guiaba a los cientos de mercantes que entraban en su puerto, el más grande de la Antigüedad clásica; sabía que, durante siglos, había sido, no sólo la capital de Egipto y del Mediterráneo, sino también la capital literaria y científica más importante del mundo, y que sus palacios, mansiones y templos eran admirados por su elegancia y riqueza. Fue en Alejandría donde Eratóstenes midió la circunferencia de la Tierra, donde Euclides sistematizó la geometría y donde Galeno escribió sus obras de medicina, y fue asimismo en Alejandría donde se amaron Marco Antonio y Cleopatra. El propio Farag Boswell era un claro ejemplo de lo que había sido Alejandría hasta no hacía demasiado tiempo: descendiente de ingleses, judíos, coptos e italianos, acumulaba una mezcla de culturas y de rasgos que le conferían, al menos para mí, una condición única y maravillosa.