– ¿Vamos a tener comité de bienvenida, capitán? -pregunté a la Roca, que se había pasado un buen rato hablando desde el teléfono del avión.
– Por supuesto, doctora. Nos recogerá un vehículo del Patriarcado greco-ortodoxo de Alejandría, en cuya sede nos reuniremos con el Patriarca, Petros VII, con Su Beatitud Stephanos II Ghattas y con Su Santidad el Papa Shenouda III, líder de la Iglesia copto-ortodoxa. Está confirmada también la presencia de nuestro viejo amigo el arzobispo Damianos, abad de Santa Catalina del Sinaí.
– Esto empieza a parecer una fiesta… -gruñí-. ¿Sabe una cosa, capitán? Jamás hubiera creído que existiera tal cantidad de Papas, Santidades y Beatitudes. En este momento mi cabeza es un revoltijo de Santos Pontífices.
– ¡Y los que no va a conocer, doctora! -replicó con ironía, cruzando las piernas-. Para los ortodoxos todos los apóstoles eran iguales y tenían la misma autoridad a la hora de gobernar a su grey.
– Lo sé, pero me resulta difícil equipararlos al Papa de Roma porque, como católica, he sido educada en la creencia de que sólo hay un sucesor legítimo de Pedro.
– Hace mucho tiempo que aprendí que todo es relativo -me explicó en uno de esos raros arranques suyos de confianza-. Todo es relativo, todo es temporal y todo es mutable. Quizá por eso busco la estabilidad.
– ¿Usted? -me sorprendí.
– ¿Qué le pasa, doctora? ¿No puede creer que alguien como yo sea humano? No soy tan malo como le dijo su hermano Pierantonio.
Enmudecí porque me había pillado con las manos en el tarro de las galletas.
– Siempre hay una explicación para lo que hacemos y para lo que somos -prosiguió-. Y, si no, mírese usted misma.
– ¿También sabe lo de mi familia? -musité, bajando la cabeza, e inmediatamente me di cuenta de que no quería hablar de aquello con nadie y mucho menos con Glauser-Róist.
– ¡Naturalmente! -dijo soltando una de sus también raras carcajadas-. Ya lo sabía cuando la conocí a usted en el despacho de Monseñor Tournier. Como también sabía que era hermana de Pierantonio Salina, el Custodio de Tierra Santa. Ese es mi trabajo, ¿recuerda? Yo lo sé todo y lo vigilo todo. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio y me tocó a mí. No me gusta, no me gusta nada, pero ya estoy acostumbrado. No es usted la única que va a dar un giro a su vida. Algún día, yo también me marcharé y viviré tranquilo en una pequeña casa de madera junto al lago Leman, dedicándome a lo que de verdad me gusta: cuidar la tierra, probar nuevos cultivos y sistemas de producción. ¿Sabe que estudié ingeniería agrícola en la Universidad de Zurich antes de convertirme en militar y guardia suizo? Esa era mi verdadera vocación, pero mi familia tenía otros planes para mí y no siempre es fácil escapar a lo que te inculcan desde pequeño.
Permanecí en silencio unos minutos, mirando por la ventanilla y pensando en las palabras del capitán.
– ¿Por qué creemos que vivimos nuestras vidas -dije, al fin-, cuando son nuestras vidas las que nos viven a nosotros?
– Eso es cierto-repuso, arreglándose el mugriento remate del pantalón-. Pero siempre tenemos la oportunidad de cambiar. Usted ya lo está haciendo y yo también lo haré, se lo aseguro. Nunca es tarde para nada. Voy a confesarle un secreto, doctora, y espero que sepa mantenerlo: éste va a ser mi último trabajo para el Vaticano.
Le miré y le sonreí. Acabábamos de sellar un pacto de amistad. Cruzamos las calles de Alejandría dentro del coche del Patriarca Petros VII, una limusina negra de fabricación italiana, con Farag absolutamente silencioso en el asiento delantero, mirando sin cesar a su alrededor. Yo me sentía un poco triste porque pensaba que estar allí, en Alejandría, de alguna manera le alejaba de mí, así que empecé a tomarle manía a la ciudad.
El vehículo circulaba por unas grandes y modernas avenidas, colapsadas de tráfico, que pasaban junto a playas interminables de arena dorada. En realidad, la Alejandría que contemplaba tenía poco que ver con la que había imaginado en mi mente. ¿Dónde estaban los palacios y los templos? ¿Dónde Marco Antonio y Cleopatra? ¿Dónde el anciano poeta Kavafis que recorría Alejandría al caer la tarde apoyado en su bastón? Podría haberme encontrado en Nueva York si no fuera por los ropajes árabes de las gentes que paseaban por las aceras.
Cuando abandonamos las playas y nos adentramos en el corazón de la ciudad, el caos del tráfico aumentó hasta lo indecible. En una calle estrecha, de una sola dirección, nuestro vehículo quedó atrapado entre la fila de coches que nos seguía y una incomprensible fila que venía de frente. Farag y el chófer cruzaron algunas frases en árabe y este último, abriendo la portezuela, salió y empezó a gritar. Supongo que la idea era que los que venían en dirección contraria retrocedieran para dejarnos avanzar, pero, en lugar de eso, dio comienzo una violenta discusión entre los conductores. Por supuesto, no había un solo guardia urbano en varios kilómetros a la redonda.
Pasado algún tiempo, Farag abandonó también el vehículo, habló con nuestro chófer y volvió. Pero, en lugar de regresar a su asiento, se dirigió al maletero, lo abrió y sacó su maleta y la mía.
– Vamos, Ottavia -me dijo asomando la cara por la ventanilla-. Mi padre vive a dos calles de aquí.
– ¡Un momento! -dejó escapar el capitán con cara de pocos amigos-. ¡Suba al coche, profesor! ¡Nos están esperando!
– Le esperan a usted, Kaspar -dijo Farag abriendo mi puerta-. ¡Todas estas reuniones con los Patriarcas son estúpidas! Cuando termine, llámeme a mi móvil. Aquí, en Egipto, vuelve a estar activo, y el vicario de Su Beatitud Stephanos, Monseñor Kolta, tiene mi número y el de mi padre. ¡Vamos, Basileia!
– ¡Profesor Boswell! -exclamó la Roca, muy enojado-. ¡No puede llevarse a la doctora Salina!
– ¿Ah, no? Bueno, pues recuérdemelo esta noche. Le esperamos a cenar a las nueve en punto. No se retrase.
Y, diciendo esto, echamos los dos a correr como fugitivos, alejándonos del coche y del capitán Glauser-Róist, que, al parecer, tuvo que disculparnos repetidamente ante tan importantes autoridades religiosas. El octogenario Patriarca Stephanos II Ghattas fue quien más preguntó por Farag, al que conocía desde pequeño, y desde luego no se tragó en absoluto las torpes excusas que pronunció el capitán.
Nosotros, en cuanto abandonamos el coche, corrimos cargados con nuestros equipajes por una callejuela que desembocaba en la avenida Tareek El Gueish. Farag llevaba las dos maletas y yo su bolsa de mano y la mía. No podía evitar reírme a carcajadas mientras escapábamos a toda velocidad. Me sentía feliz, libre como una quinceañera que empieza a saltarse las normas. De todos modos, y como no tenía quince años, me alegré enormemente de haberme puesto un par de cómodos zapatos porque, de no llevarlos, habría dado con mis huesos en el suelo. En cuanto doblamos la primera esquina, redujimos la velocidad y caminamos tranquilamente recuperando el aliento. Según me explicó Farag, aquel era el distrito de Saba Facna, en una de cuyas calles su padre tenía un edificio de tres pisos.
– Él vive en la planta inferior y yo en la superior.
– ¿Vamos a tu casa, entonces? -me inquieté.
– ¡Naturalmente, Basileia! Dije lo de mi padre por no escandalizar a Glauser-Róist.
– ¡Pero es que yo también me escandalizo! -hablaba entrecortadamente porque aún me faltaba el aire.
– Tranquila, Basileia. Iremos primero a casa de mi padre y luego subiremos a la mía para duchamos, curarnos las escarificaciones, ponernos ropa limpia y preparar la cena.
– Lo estás haciendo a propósito, ¿verdad, Farag? -le increpé, deteniéndome en mitad de la calle-. Quieres asustarme.
– ¿Asustarte…? -se extrañó-. ¿De qué tienes miedo? -Se inclinó sobre mi cara y temí que me besara allí mismo, pero, por fortuna, estábamos en un país árabe-. No te preocupes, Basileia -sonreí al oírle; había tartamudeado-, lo comprendo. Te aseguro que, aunque me cueste la vida, no debes temer que pase… nada. No te doy una total garantía, por supuesto, pero haré todo lo posible. ¿De acuerdo?