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Farag y yo nos miramos.

– El plan es el siguiente -prosiguió la Roca -: mañana, a las siete de la mañana nos encontraremos en el helipuerto vaticano. Ya saben que se encuentra en el extremo oeste de la Ciudad, justo detrás de San Pedro, en línea recta hasta la muralla Leonina. Allí nos esperará el Dauphin con el que nos trasladaremos hasta Rávena… Por cierto, ¿han resuelto ya la pista para la siguiente prueba?

– No -carraspeé-. Le necesitábamos a usted.

– ¿A mí? ¿Para qué?

– Verá, Kaspar, sabemos que la ciudad es Rávena, sabemos que el pecado es la envidia, sabemos que en la prueba hay puertas estrechas y caminos tortuosos, pero lo que parece ser la señal definitiva es un nombre que no conocemos de nada: Agios Konstantinos Akanzón o, lo que es lo mismo, San Constantino de las Espinas.

– El segundo círculo es el de los cilicios -afirmó Glauser-Róist pensativo.

– En efecto, así que ya sabemos por dónde van a ir las cosas… o eso creemos. En cualquier caso hay que averiguar quién es este San Constantino. Quizá su vida nos indique lo que tenemos que hacer.

– O quizá -propuse yo-, Agios Konstantinos Akanzón sea una iglesia de Rávena. La cuestión es que usted, con ese maravilloso invento llamado Internet, tiene que tratar de averiguarlo.

– Muy bien -repuso la Roca, quitándose la chaqueta y colgándola cuidadosamente en el respaldo de su sillón-. Manos a la obra.

Encendió el ordenador, esperó un momento a que todo el sistema estuviera en marcha y, enseguida, conectó con el servidor vaticano para entrar en la red.

– ¿Cómo han dicho que se llamaba ese santo?

– Agios Konstantinos Akanzón.

– No, capitán -rechacé-. Pruebe primero con San Constantino de las Espinas. Es más lógico.

Al cabo de un buen rato, cuando Farag y yo ya estábamos cansados de permanecer inmóviles, mirando fijamente una pantalla por la que pasaban rápidamente innumerables documentos, Glauser-Róist lanzó una exclamación de triunfo:

– ¡Aquí lo tenemos! -dijo, echándose hacia atrás en el asiento y aflojándose la corbata-. San Constantino Acanzzo, en la provincia de Rávena. Escuchen lo que dice esta guía turística de rutas verdes.

– ¿Rutas verdes? -preguntó Farag.

– Ecoturismo, profesor, itinerarios para amantes de la naturaleza: senderismo y barranquismo por parajes naturales poco transitados.

– ¡Ajá!

– San Constantino Acanzzo es una antigua abadía benedictina situada al norte del delta del Po, en la provincia de Rávena. Se trata de un complejo monástico, anterior al siglo X, que conserva una valiosa iglesia de estilo bizantino, un refectorio decorado con unos espléndidos frescos y un campanario del siglo XI.

– No me extraña que los staurofílakes eligieran Rávena como una de las ciudades de sus pruebas -comenté-. De hecho, fue la capital del Imperio Bizantino en Occidente desde el siglo VI hasta el siglo VIII. Lo que no entiendo es por qué la consideraron como la metrópoli más representativa del pecado de la envidia.

– Porque Rávena, doctora, durante su periodo de mayor esplendor, esos dos siglos de Exarcado que usted acaba de mencionar, estableció una verdadera competencia con Roma, que entonces ya no era más que un reducido villorrio.

– Conozco la historia de Roma -repuse con mala cara- Yo soy la única italiana que hay aquí, ¿recuerda?

El capitán ni me miró. Se volvió hacia Farag y me ignoró por completo.

– Como ya sabe, el Imperio Romano de Occidente cayó en el siglo IV y los bárbaros se apoderaron de toda la península italiana. Sin embargo, cuando los bizantinos la recuperaron en el siglo VI, en lugar de devolver a Roma la capitalidad de Occidente, como hubiera sido de esperar, se la entregaron a Rávena, porque en Roma gobernaba el Papa y la enemistad entre Bizancio y el Papa romano ya venía de largo.

– Es que el Papa romano se consideraba, y se sigue considerando, el único sucesor real de San Pedro, Kaspar, se lo recuerdo -apuntó Farag con sonsonete-. Si no fuera por ese pequeño detalle, quizá la unión entre todos los cristianos del mundo sería algo más fácil.

Glauser-Róist le contempló en silencio, con una mirada vacía de expresión.

– Como Bizancio deja a Roma en el olvido -continuó un par de latidos después, como si el profesor Boswell no hubiera dicho nada-, la ciudad decae mientras Rávena crece, se enriquece y se consolida, pero, en lugar de conformarse con disfrutar de su gloria, se dedica con todas sus fuerzas a ensombrecer la pasada grandeza de su enemiga. Además de llenarse de magnificas construcciones bizantinas que aún hoy son el orgullo de la ciudad y de Italia entera, introducen, como una humillación más, el culto a San Apollinar, santo patrono de Rávena, en la propia basílica de San Pedro.

Farag soltó un largo y suave silbido.

– Sí -reconoció, atónito-, yo diría que la envidia era una gran característica de la Rávena bizantina. ¡Qué mala idea lo de San Apollinar! ¿Y cómo sabe usted todo eso?

– ¿Acaso no hay diócesis en Rávena? Mucha gente de todo el mundo trabaja en estos momentos para nosotros, sobre todo en las seis ciudades que todavía tenemos que visitar. Y sepan que, en esas seis ciudades, ya está todo preparado para nuestra llegada -se aflojó aún más la corbata antes de proseguir-. La detención de los staurofílakes es una empresa a gran escala en la que ya no estamos solos. Todas las Iglesias cristianas tienen mucho interés en este asunto.

– Bueno, pero toda esa gente no va a venir con nosotros a jugarse la vida en Agios Konstantinos Akanzón.

– Ahora se llama San Constantino Acanzzo -recordé.

– Sí, y con tanta cháchara no hemos terminado de leer la información de Internet sobre esa antigua abadía -rezongó el capitán, volviendo los ojos hacia la pantalla-. Al parecer, el estado del viejo complejo monástico bizantino es ruinoso, pero cuenta todavía con una pequeña comunidad de benedictinos que regentan una hostería para excursionistas. El lugar se halla situado en el centro exacto del Bosque de Palli, que es de su propiedad, cuya extensión es de más de cinco mil hectáreas.

– «¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! ¡Y qué pocos son los que dan con ella!» -recordé.

– ¿Vamos a tener que cruzar ese bosque? -quiso saber Boswell.

– El bosque es propiedad privada de los monjes. No se puede entrar sin su permiso -aclaró la Roca, mirando la pantalla-. En cualquier caso, nosotros llegaremos a la hostería en helicóptero.

– ¡Eso ya me gusta más! -parecía divertido cruzar el cielo en molinillo.

– Pues lo que voy a decirle no creo que le guste tanto, doctora: prepare esta noche sus maletas porque no vamos a volver a Roma hasta que no lo hagamos en compañía del actual Catón. A partir de mañana por la noche, el Westwind II de Alitalia nos estará esperando en el aeropuerto de Rávena para llevarnos directamente a Jerusalén. Son órdenes de Su Santidad.

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