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al gavilán que nunca se está quieto .

Volví a mirar a Farag, que me estaba observando con una sonrisa, y gesticulé, denegando, con la cabeza.

– No creo que pueda soportar esta prueba.

– ¿Tuviste que cargar con piedras en la primera cornisa?

– No -admití.

– Pues nadie dice que ahora vayan a ponerte una alambrada en las pestañas.

– Pero ¿y si lo hacen?

– ¿Te han hecho daño al marcarte con la primera cruz?

– No -volví a admitir, aunque debí mencionar el pequeño detalle del golpe en la cabeza.

– Pues sigue leyendo, anda, y no te preocupes tanto. Abi-Ruj Iyasus no tenía agujeros en los párpados, ¿verdad?

– No.

– ¿Te has parado a pensar que los staurofílakes nos han tenido en su poder durante seis horas y sólo nos han hecho una pequeña escarificación? ¿Has caído en la cuenta de que saben perfectamente quiénes somos y que, sin embargo, nos están permitiendo superar las pruebas? Por alguna razón desconocida, no sienten ningún miedo de nosotros. Es como si nos dijeran: «¡Adelante, venid hasta nuestro Paraíso Terrenal si podéis!» Se sienten muy seguros de sí mismos, hasta el punto de haber dejado en la chaqueta del capitán la pista para la siguiente prueba. Podían no haberlo hecho -sugirió-, y ahora estaríamos devanándonos los sesos inútilmente.

– ¿Nos están retando? -me sorprendí.

– No creo. Más bien parece que nos están invitando -se pasó la mano por la barba, más clara que su piel, e hizo una mueca de desesperación-. ¿Es que no piensas terminar de leer la segunda cornisa?

– ¡Estoy harta de Dante, de los staurofílakes y del capitán Glauser-Róist! ¡En realidad, estoy harta de casi todo lo que tenga que ver con esta historia! -protesté, indignada.

– ¿También estás harta de…? -empezó a preguntar, siguiendo el hilo de mis quejas, pero se detuvo en seco, soltó una carcajada, que a mí me pareció forzada, y me miró con severidad-. ¡Ottavia, por favor, sigue leyendo!

Obediente, bajé los ojos de nuevo hacia el libro y contínue.

Lo que venía a continuación era un largo y tedioso fragmento en el que Dante se pone a hablar con todas las almas que quieren contarle sus vidas y los motivos por los cuales están en ese saliente de la montaña: Sapia dei Salvani, Guido del Duca, Rinier da Cálboli… Todos habían sido unos envidiosos terribles, que se alegraban más de los males ajenos que de sus propias dichas. Por fin, termina ese aburrido Canto XIV y empieza el XV, con Dante y Virgilio de nuevo solos. Una luz brillantísima, que golpea los ojos de Dante obligándole a tapárselos con una mano, se dirige hacia ellos. Es el ángel guardián del segundo círculo, que viene para borrar una nueva P de la frente del poeta y para llevarles hasta el principio de la escalera que conduce a la tercera cornisa. Mientras esto hace, el ángel, curiosamente, se pone a cantar canciones: Beati misericordes y Goza tú que vences.

– Y ya está -dije, viendo que se terminaba el Canto.

– Bueno, pues ahora tenemos que averiguar qué es Agios Konstantinos Akanzón.

– Para eso necesitamos al capitán. Él es quien sabe manejar el ordenador.

Farag me miró sorprendido.

– Pero ¿acaso no es esto el Archivo Secreto Vaticano? -preguntó echando una ojeada a su alrededor.

– ¡Tienes toda la razón! -dije, poniéndome en pie-. ¿Para qué están los de ahí afuera?

Abrí la puerta con gesto decidido y salí resuelta a pillar al primer adjunto que se me cruzara en el camino, pero, al hacerlo, choqué frontalmente con la Roca, que se disponía a entrar en el laboratorio como un bulldozer.

– ¡Capitán!

– ¿Iba a algún sitio importante, doctora?

– Bueno, en realidad, no. Iba a…

– Bueno, pues entre. Tengo algunas cosas importantes que comunicarles.

Desanduve el camino y regresé a mi asiento. Farag había vuelto a fruncir el ceño con disgusto.

– Profesor, antes de nada quisiera pedirle disculpas por mi comportamiento de esta mañana -dijo humildemente la Roca, mientras se sentaba entre Farag y yo-. Me encontraba bastante mal y soy un pésimo enfermo.

– Ya lo he notado.

– Verá -continuó disculpándose el capitán-, cuando no estoy bien, me pongo insoportable. No tengo costumbre de guardar cama ni con cuarenta de fiebre. Presumo que he sido un detestable anfitrión y lo lamento.

– Vale, Kaspar, asunto zanjado -concluyó Farag, haciendo un gesto con la mano que quería decir que cerraba esa puerta para siempre.

– Bien, pues ahora -suspiró la Roca, desabrochándose la chaqueta y poniéndose cómodo-, voy a informarles de la situacion sin más preámbulos. Acabo de contar al Papa y al Secretario de Estado todo lo que nos ha pasado en Siracusa y aquí, en Roma. Su Santidad ha quedado visiblemente impresionado por mis palabras. Hoy, por si no lo recuerdan, es su cumpleaños. Su Santidad cumple 80 años y, a pesar de sus múltiples compromisos, ha hecho un hueco en su agenda para recibirme. Se lo digo para que vean hasta qué punto este asunto que tenemos entre manos es importante para la Iglesia. A pesar de que estaba muy cansado y de que no se expresaba con claridad, por boca de Su Eminencia, me ha hecho saber que está satisfecho y que va a pedir por nosotros en sus oraciones todos los días.

Una sonrisa de emoción se dibujó en mis labios. ¡Cuando mi madre supiera aquello! ¡El Papa rezando todos los días por su hija!

– Bien, la siguiente cuestión es lo que todavía nos queda por hacer. Faltan seis pruebas por superar hasta llegar al Paraíso Terrenal de los staurofílakes. En caso de que sobrevivamos a las seis, nuestra misión es, naturalmente, recuperar la Vera Cruz, pero también ofrecer el perdón a los miembros de la secta, siempre y cuando estén dispuestos a integrarse en la Iglesia Católica como una Orden religiosa más. El Papa está especialmente interesado en conocer al actual Catón, si es que existe, de manera que debemos traerle a Roma, voluntariamente o por la fuerza. Por su parte, el cardenal Sodano me ha comunicado que, como las pruebas que faltan tienen lugar en Rávena, Jerusalén, Atenas, Estambul, Alejandría y Antioquía, el Vaticano va a poner a nuestra disposición tanto uno de los Dauphin 365 como el propio Westwind de Su Santidad. En cuanto a las acreditaciones diplomáticas…

– ¡Un momento! -Farag había levantado el brazo como hacíamos en el colegio de pequeños-. ¿Qué es un Dauphin no-sé-cuántos y un Westwind?

– Lo lamento – la Roca estaba mansa como el agua de un lago; la influencia del Papa siempre resultaba positiva-. No me he dado cuenta de que ustedes no saben nada de helicópteros ni de aviones.

– ¡Oh, no! -musité, dejando caer la cabeza pesadamente entre los hombros.

– ¡Oh, sí, querida Basileia! ¡Vamos a seguir corriendo contra el tiempo!

Afortunadamente, Glauser-Róist no comprendió el poco apropiado calificativo griego con que Farag me obsequiaba últimamente.

– No tenemos más remedio, profesor. Este asunto debe liquidarse cuanto antes. Todas las iglesias cristianas han sido expoliadas de sus Ligna Crucis y los pocos fragmentos que quedan, a pesar de estar siendo cuidadosamente vigilados, continúan desapareciendo. Para su información, hace tres días fue robado el Lignum Crucis de la iglesia de St. Michaelis, en Zweibrücken, Alemania.

– ¿Siguen robando a pesar de que saben que les estamos persiguiendo?

– No tienen miedo, doctora. St. Michaelis Kirche estaba custodiada por un servicio de seguridad privado contratado por la diócesis. La Iglesia se está gastando mucho dinero en proteger las reliquias. Sin demasiado éxito, como ven. Este es otro de los motivos por los cuales el cardenal Sodano, con la autorización de Su Santidad, pone a nuestro servicio uno de los helicópteros Dauphin del Vaticano y el avión Westwind II de Alitalia que utiliza el Papa para sus desplazamientos particulares.

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[29] Era una práctica habitual en cetrería para amansar a las aves

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