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La oía mientras apretaba las mandíbulas hasta hacerme daño, mientras intentaba respirar y contener las lágrimas, mientras crispaba los músculos de la cara hasta dibujar una mueca de dolor que a ella parecía encantarle porque sonreía con esa felicidad de los niños cuando reciben un regalo. Mi vida entera se estaba desmoronando. Cerré los ojos porque me escocían y porque el nudo de la garganta me estaba ahogando. Doria era maligna, era la perversidad encarnada, pero quizá yo merecía todo aquello porque me había encerrado en un mundo de sueños para no ver la realidad. Había levantado un castillo en el aire y me había recluido en él de manera que nada pudiera herirme. Y, al final, tanto esfuerzo no había servido para nada.

– Lo más gracioso es que tu padre nunca tuvo el carácter suficiente para ser un Don. El era un campieri, y le gustaba ser sólo un campieri, pero detrás tenía a alguien que sí disponía de la fuerza y la ambición necesarias para empezar una guerra por el control. ¿Sabes de quién te hablo, querida Ottavia? ¿No…? De tu madre, amiga mía, de tu madre. Filippa Zafferano, la mujer que, en este momento, es… ¡el Don de Sicilia!

Y estalló en alegres carcajadas, moviendo las manos en el aire para expresar lo divertida que resultaba la idea. La miré sin parpadear, sin borrar el gesto triste de mi cara, sin hacer otra cosa que tragarme las lágrimas y fruncir los labios. En algún momento de mi vida, me decía, tenía que haber hecho algo terrible para recoger tal cosecha de odio.

– Filippa, tu madre, se siente fuerte y segura en Villa Salina, así que dile que se quede allí dentro, que no salga porque fuera hay muchos peligros.

Y diciendo esto, me dio la espalda, volviéndose hacia Farag, que hablaba con Su Divinísima Santidad. Mi cuerpo entero estaba paralizado, sin vida. Mi cabeza, por el contrario, era un torbellino de pensamientos: ahora entendía por qué me habían mandado al internado cuando era pequeña (igual que a Pierantonio y a Lucia); ahora entendía por qué mi madre jamás consentía que nosotros tres participáramos de ciertos asuntos familiares; ahora entendía por qué nos había animado siempre a permanecer lo más lejos posible de casa y a llegar a lo más alto dentro de la Iglesia. Todo encajaba perfectamente. Las piezas sueltas de ese rompecabezas que era mi vida tenían ahora su sitio y remataban el cuadro: la ambición de mi madre nos había seleccionado para ser su contrapeso, su garantía tanto espiritual como terrenal. Pierantonio, Lucia y yo éramos sus joyas, su obra, su justificación. En la mentalidad antigua de mi madre cabía perfectamente esa absurda idea compensatoria. Poco importaba que los Salina fueran unos asesinos mientras tres de nosotros estuviéramos cerca de Dios, rezando por los demás y ocupando puestos de responsabilidad o de prestigio dentro de la Iglesia, a modo de espulgo del apellido. Sí, todo eso respondía muy bien a su forma de pensar y de ser. De repente, el gran respeto y la admiración que siempre había sentido por ella se transformaron en una inmensa pena ante lo descomunal de sus pecados. Me hubiera gustado llamarla y hablar con ella, pedirle que me explicara por qué había actuado así, por qué nos había mentido toda la vida a Pierantonio, a Lucia y a mí, por qué había utilizado a mi padre como instrumento de su codicia, por qué tenía otros seis hijos -ahora sólo cinco, pues Giuseppe había muerto- matando, extorsionando y robando, por qué consentía que sus nietos, a los que tanto decía querer, crecieran en ese ambiente, por qué deseaba hasta ese punto ser la cabeza de una organización que iba contra las leyes de Dios y de los hombres. Sin embargo, no podía pedirle esas explicaciones porque, si lo hacía, rápidamente averiguaría cómo había llegado yo a la verdad y la guerra entre los Salina y los Sciarra dejaría demasiados muertos en las cunetas de Sicilia. Se había acabado el tiempo del engaño y, en el fondo, debía reconocer que yo no era tan inocente como me hubiera gustado, ni tampoco Pierantonio, que, con sus negocios sucios dentro de la Iglesia, no hacía otra cosa que seguir la tradición familiar, ni mucho menos la buena de Lucia, siempre tan al margen de todo, tan ajena y cándida. Los tres vivíamos felizmente una mentira en la cual nuestra familia era como de cuento de hadas, una familia perfecta con los armarios llenos de cadáveres.

Estaba tan absorta que no recuerdo haber oído la llamada del capitán Glauser-Róist, pero me puse en pie como una autómata. El que Farag y Doria estuvieran viviendo un flechazo me daba exactamente lo mismo. Nada podía causarme más dolor del que ya sentía, así que, por mí, podían seguir juntos el resto de sus vidas. Me daba igual. Mi mente iba del pasado al presente y del presente al pasado, atando cabos sueltos e hilvanando hebras perdidas. Todo adquiría un nuevo color y todo tenía ahora una explicación.

De repente, me sentía muy sola, como si el mundo entero se hubiera vaciado de gente o como si mis lazos con la vida estuvieran desdibujándose. También mis hermanos me habían mentido. Todos ellos habían guardado silencio y habían seguido el juego decretado por mi madre. No eran, en realidad, esos hermanos en los que yo confiaba ciegamente, ni tampoco formábamos ese grupo indivisible del que tan orgullosos decíamos sentirnos. En realidad, los auténticos hijos de Giuseppe y Filippa eran esos cinco que vivían en Sicilia y que se ocupaban de los negocios familiares; los que vivíamos fuera, engañados, éramos ajenos a la realidad cotidiana de la casa. Giuseppe -que en paz descanse-, Giacoma, Cesare, Pierluigi, Salvatore y Águeda debían haber sentido siempre que eran unos marginados respecto a nosotros o, por el contrario, unos privilegiados. La confianza entre los nueve hermanos siempre había sido una patraña: tres fueron destinados a la Iglesia, los tres elegidos; otros seis compartieron la suerte y la desgracia, la verdad y la ficción, y mintieron porque la madre lo ordenaba. ¿Y el padre…? ¿Qué pintaba el padre en todo esto?, me pregunté. Y en ese momento comprendí que mi padre, ciertamente, sólo era un campieri, un simple campieri al que le gustaba su odioso trabajo y que actuaba al dictado de su mujer, la gran Filippa Zafferano. Todo encajaba. Así de simple.

– ¿Doctora? ¿Se encuentra bien, doctora Salina?

De mis ojos se borraron las imágenes familiares que estaba viendo con la mente y de la bruma surgió la cara de la Roca. Nos encontrábamos en el vestíbulo del Patriarcado y no guardaba conciencia de cómo había llegado hasta allí. El capitán, al que había estado viendo todos los días durante los últimos tres meses, me resultaba, sin embargo, totalmente extraño, tan extraño como Doria antes de decirme su nombre. Sabía que le conocía, pero nada en su cara me daba una pista de su identidad. Algunas partes de mi cerebro habían sufrido un cortocircuito y ya no funcionaban, así que estaba tan perdida como una recién nacida.

– Doctora Salina, por favor -insistió zarandeándome por los brazos-, ¿quiere decirme qué demonios le pasa?

– Necesito llamar a casa.

– ¿Que necesita qué? -se espantó-. Los demás ya están en el coche, esperándonos.

– Necesito llamar a casa -repetí mecánicamente, mientras notaba cómo los ojos se me inundaban de lágrimas-. Por favor, por favor…

Glauser-Róist me observó en tensión un par de segundos y debió concluir que resultaría más rápido dejarme llamar que esperar a que se me pasara el disgusto o tener una discusión conmigo. Me soltó de golpe, se aproximó al padre Kallistos y al Patriarca, que se habían quedado al otro lado de las puertas de cristal, y les explicó que necesitábamos llamar a Italia. Les vi intercambiar frases una y otra vez hasta que el capitán regresó a mi lado con cara de pocos amigos.

– Puede llamar desde el teléfono que hay en ese despacho de ahí detrás, pero tenga cuidado con lo que dice porque las líneas están pinchadas por el gobierno turco.

Me daba igual. Sólo quería oír la voz de mi madre para terminar de una vez con esa odiosa sensación de desamparo y soledad que se me estaba enroscando en el alma. Algo me decía que si hablaba con ella, aunque sólo fuera medio minuto, podría recuperar la cordura y volver a poner los pies en el suelo. De modo que, tras cerrar la puerta, me apoderé del teléfono, marqué el prefijo internacional más los nueve dígitos del número de casa, y esperé la señal de comunicación.

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